Proclamó el visionario poeta y pintor William Blake, mordisqueando ya la falsa frontera temporal frente a la que comenzaba a tomar forma el siglo XIX, que "el camino del exceso conduce al palacio de la sabiduría". Recién devorados, pero aún sin digerir, los pasados días de excesos, nos preguntamos si eran las demasías y exageraciones a que nos hemos entregado las que glosó el artista londinense. Nos permitimos dudarlo.
Han sido éstas, efectivamente, jornadas de marathon alcohólica, etapas de sobreesfuerzo digestivo, en que unos y otros hemos brindado con la pretensión única de alcanzar cierto estado de ebriedad en que, desgraciadamente, han quedado ahogados los más tiernos brotes de sabiduría que la embriaguez pudiese haber germinado. Entre excesos gástricos, libaciones insomnes y degluciones vehementes, han quedado sepultadas, sí, la lucidez y el entendimiento.
La televisión, siempre atenta a los errores de los ciudadanos, siempre vigilante y ojo avizor para evitarnos el desacierto, trae a nuestras vidas el recuerdo de un curioso concurso organizado en un pueblito castellano, allá por 1962, en plena época de recolección del hambre y la ignominia que devastaron las mejores cosechas de nuestro futuro patrio. El caso es que en dicho pueblo, la Iglesia organizó un concurso de cata de vinos en que los hábiles sumilleres habían de ser los distintos chavales que ofrecían parte de su tiempo a la institución ejerciendo de monaguillos. Esto es: menores. Es en este dato, quizás irrelevante, en el que la voz en off que ilustra las imágenes de aquella competición reprende, con tono festivo pero inflexible, el error cometido por las distintas autoridades al convertir a jóvenes infantes en potenciales alcohólicos.
No puedo estar de acuerdo con la reflexión. Sólo preciso ver las miradas algo huidizas de los muchachos tras la deliciosa ingesta, su sonrisa azul y libérrima, la carcajada ausente de embocadura (no se escucha, nos escatiman la lucidez maltrecha de los ebrios comentarios, sólo la doctoral voz en off) de aquellos pilluelos que dejaron por un día de ofrecer el cáliz a sus conciudadanos para vaciarlo, ellos mismos, de un trago.
Se nos advierte de los perjuicios de la ebriedad. Se reprende cariñosamente a la Iglesia por haber instaurado tal certamen de exceso. Pero comprendemos que tan alta institución, dada su cercanía cierta a la sabiduría divina, sólo pretendía hacerla asequible a los más jóvenes de entre sus discípulos.
Los excesos de los días pasados, sólo aceleran el proceso vital de cuyo seguro fin todos deseamos abdicar mientras pretendemos sentirnos inmortales. Cosas de la edad y el miedo, supongo. Al contrario, los excesos de los jóvenes monaguillos despertaron quizás, en ellos, el conocimiento supremo y la suprema asunción del fin que a todos nos espera. Aún eran jóvenes y, comprendiendo, reían y gozaban ese instante que ya jamás volvería. Nosotros ya no lo somos tanto y, queriendo ignorarlo, reímos y pretendemos disfrutar momentos que ya sabemos muertos.
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