domingo, 26 de diciembre de 2021

otra noche americana

La lluvia ensaya polifonías de acequia torpe contra el tejado de las alcantarillas: triquiñuelas con que la ciudad pretende evadirnos de lo cierto. 

Esquivar las alcantarillas, en día de lluvia, es creerse capaz de caminar los tejados, algo así como sentirse etéreo y por encima del bien y del mal a pesar de las evidencias en contra. Esto no es más que suposición, que llevo casi una semana encerrado en casa (ya imaginan el motivo), y acostumbro asomarme a la ventana por comprobar si todo sigue igual, ahí afuera. Y eso veo: lluvia y pocos viandantes intentando esquivar charcos y alcantarillas, evadir sus cantos de sirena suburbana y subnormal. 

Llueve profuso y las nubes simulan un mar inverso sin mayor ebriedad que la de los veleros rimbaudianos que lo surcan desde el fondo de mis pupilas. Me pregunto a dónde llevarán, esos barcos. Llueve profuso, ya digo, casi hasta el límite de inaugurar traje de noche por más que aún sea de día. Efecto de noche americana, en las calles. Sí, ya saben, esa técnica cinematográfica hoy en desuso que permitía simular noche mientras se rodaba a plena luz del día. Una farsa, o sea. Como la que representan los miles de bocas como ventanas que rodean la mía clamando falsas carcajadas de resaca mal dispuesta, tras otra festividad navideña tirada al cubo de la basura junto a ojos de crustáceos suicidas y bocados de pan sin diente que los marque para que al menos se duela, del mordisco o de su ausencia. 

Detalle de la funda troquelada que oculta el Physical Graffiti de Led Zeppelin

Ha pasado la Nochebuena y la Navidad dejó ya atrás su fecha de caducidad redundante y beata. Contra las alcantarillas, la lluvia salpimenta los restos de un banquete en que muchos anduvieron ayer, anteayer, simulando lo que no era, como en la noche americana de las películas añejas. De la felicidad más explosiva al más voraz de los llantos, todos, más o menos, simulamos durante estas fiestas y miramos hacia otro lado cuando nos mentan a la anciana desahuciada o el obrero sin andamio. También si refieren al ganador de la lotería, el caso es simular algo: alegría o desdicha, pero simular a toda costa, por eso de simularnos un pedazo de carne tierna anidado bajo el pecho, que es lo que toca en estas fechas. 

Yo no he podido simular, durante estos días. Soy lo que soy: alguien asomado a la ventana por ver cómo se amplía el plano de la noche americana. A una hora incierta de la Nochebuena, sí, es cierto, Mr. Scrooge llamó a mi puerta. No sé cuál de sus fantasmas lo acompañaba, pero preferí no abrir, estuve seguro de que no venía solo. Preferí, ya digo, ni siquiera contestar, y mascullé un «paparruchas» mientras afirmaba que yo ya tengo un pequeño fantasma en casa, un fantasma que asusta al miedo, a lo oscuro y a la noche, también a la americana. Es un fantasma simpático, sí, ya ven, como ese de los dibujos animados. Luego, claro, están los otros fantasmas. Esos están henchidos de navidades futuras, presentes y pasadas, pero tienen a bien acompañarme durante cada uno de los trayectos en que se hacen adultos los calendarios. A veces logro evadirlos como evaden impuestos los acaudalados, como evade la luz la técnica cinematográfica de la noche americana. Pero cuando regresan portan voracidad de alimaña, porque comprendo que todo estaba amañado, que solo estaba imaginando, como hoy, ahora, asomado a la ventana y dando santa sepultura a la Navidad y al penúltimo cigarro debidamente aderezado con THC y llanto.

Pongo música y dejo pasear a mis fantasmas por el salón. Les permito pasear y pastar el forraje lento de tu ausencia antes de que lo inunde todo, como la lluvia, ahí afuera. Han pasado las fiestas y aún muchos siguen simulando felicidad o extravío, tanto da cuando lo que importa es que no deje de ser todo falso.

Además, es domingo. Y domingo rima con abismo.

Subo el volumen y escucho a mi querido Chencho Fernández dar la bienvenida a otra noche americana...




miércoles, 24 de noviembre de 2021

contra la filosofía

389 cumpleaños de Spinoza, el filósofo, ya ven, ahora que han decidido ubicar la filosofía entre los estantes de almacén oculto de La Casa del Libro y sucedáneos, a la par que entre los estantes mugrientos del cerebro occidental a quien nadie acude para acudirse a sí mismo y regalarse un pedazo de realidad plagada de mentiras. Resulta que la filosofía, hoy, ya es ayer y causa de nuestros males, porque no nos dejaba pensar y nos enredaba con su vocabulario agrio de epistemologías sin cauce más allá del conformarse un criterio propio, cosas de esas. 

Spinoza, decía, que hace vidas planteó un panteísmo poco acorde con sus tiempos, a la hora de hablar de ese dios que puede ser el diablo, o viceversa. Sí, le acribillaron (¡faltaría más!), pero no entendieron que era tan beato como los secuaces del clero y los feligreses del sacrificio y el esfuerzo, como tantos hoy, adocenados en busca de empleo... el que escribe entre ellos. Porque algo o alguien nos habrá de alimentar, digo yo, y para eso están los pensadores actuales del algoritmo y la mano de obra barata y el sueldo como pan sin miga y cerviz ungida por la glosa insomne de eso que llaman los mercados y que, hoy, ahora, ya, es poesía de los tiempos presentes y venideros. No, lo siento, la poesía del enter y el fielato corporativo no va más allá del horizonte que dibujan eso que hemos dado en llamar los mercados.

El caso es que Spinoza, muy de su tiempo, sin negar a dios su longitud (como Nietzsche), dio en considerarlo una sustancia de la que todo brotaba cual semilla en guerrilla de vergeles selváticos. Y hasta aquí todo bien. El problema, claro, llegaba cuando el bueno de Baruch (así se llamaba, aunque les suene a islamista radical) aseguraba que todo aquello que existe produce un efecto porque tiene un por qué de existir, y que su esencia, por tanto, es potencia de algo superior. Un galimatías, lo sé, para las generaciones venideras y las ahora moribundas en aras del comercio. Pero yo lo tengo claro, y comprendo que existes porque me produces efectos, amor, que de alguna manera, te convierten en dios (perdón: diosa) y, en potencia, de lo superior que me acomete cuando desgarro mis vísceras en la necesidad de recorrerte hasta sangrarme los pulmones, de aprender tus esquirlas hasta desgarrarme las pupilas, de conocer tus intestinos como el íncubo a su víctima, de derrotar todas tus guerras con tiroteos de brisa, de dentellearte la risa, desvestirte el ocaso, incinerarte el miedo y fecundarte los cabellos con este fragor en que hoy pierden tacto mis dedos hechos de distancia y hierba para poder saber, al fin, quién con actitud sutil me despierta y enhebra la vida.


Ya ven, la filosofía, esa cosa, y Spinoza, aquel hereje alienado, no sirven para nada más allá de celebrar una onomástica como quien celebra los bordes de esperma de una sábana oxidada en el vergel de tu memoria. 

Larga vida y feliz olvido al filosofo, como larga mi mano cuando ya te siente reptar sus falanges de caricia y dios aún vivo a pesar de Nietzsche y la distancia.

sábado, 6 de noviembre de 2021

minutos de media hora

Nos pasábamos el porro con tiento y premura, como queriendo ahuyentar la amenaza con que las aguas del Estrecho pretendían transmutar el elixir marrón en leve fardo de patera cargada de sueños truncos en navegación hacia las costas gaditanas. Era el Hafa y era el hasch y eran las pupilas en danza giróvaga de intimidad compartida y eran los minutos que desatendían su nombre para inventar un nuevo vocabulario y, de paso, sí, otra manera de medir el tiempo. Eran las puestas de sol al frente del acantilado Magreb y las dictaduras del silencio henchido de música que no hacía acto de presencia más que en el kindergarten en que, obnubiladas, jugueteaban nuestras neuronas. Quiero decir que fumábamos hachís en las terrazas del Hafa mientras el horizonte arropaba el desnudo hembra morena del Estrecho de Gibraltar con la claridad de una piel aun más morena, a pesar de vestirse sol y lunares para jugar al universo. 

Los minutos, creo que ya lo he dicho, no eran redil de los habituales sesenta segundos. Juanfri siempre lo decía: acabamos de entrar en el minuto de media hora. Pistoletazo de salida y... a navegar los cielos de la menta y el THC.

Relojes añejos, a pesar de todo, al recordar las fumadas en el Hafa, en Tánger, pero siempre esa piel morena incendiada de luz y constelada de pupilas como lunares persiguiéndome con la plena consciencia de la victoria... de ir a darme caza. Soy un ciervo anciano inserto en una película survival. Un nadador sin musculatura ni piscina. Un recluso con una lima labial como toda certidumbre de escape. Un habitante inconcluso de la memoria expandida, hoy, y desde aquellos tiempos, pero más hoy que me repliego en la memoria inmediata para reverdercer la jungla de mi latido recordando el demoledor concierto de los Derby Motoreta's Burrito Kachimba al que tuve el placer de asistir hace ya no sé cuánto (ya saben, escribo con retraso). Segovia: peñascos de antaño y acueductos sin más ojo que el que pierde la adolescencia tras las faldas y braguetas de una madrugada que no ha de llegar más que mordida de centígrados con categoría de cabo primera, o lo que sea eso que supone relevancia entre las huestes de la patria y el sueldo asegurado.

Uno acudía a muchos conciertos y recitales de esos que la pandemia nos ha descubierto nocivos para la salud física, mental y mundial, y se embarraba en tragos compartidos de labios como botellas con maneras de mujer henchida de amor. Bailaba y saltaba y aullaba y olvidaba el mundo alrededor con la conciencia certera del que se ausentó del planeta tras fumarse un petardo, atragantarse de un tropel de güisqui garrafón y propinar un manotazo al reloj de arena para dejarlo en esa posición que le impide nombrar el paso del tiempo. El minuto de media hora, sí, ya lo he dicho, por el hachís, pero también, y más, por la música... y por la hembra morena que la danza con la indolencia que proporciona saberse contenedora de vida, de la Vida. A uno, hoy, la pandemia y las fuerzas del orden le han enseñado que es mejor bailar solo en la hembra y dejar la música para los negacionistas y esos otros que no tienen miedo a morir. Bueno, eso, en realidad, debería ser lo aprendido, pero a mí esta pandemia solo me ha enseñado a bailar más y con más ímpetu la música y, por supuesto, la hembra de piel morena disfrazada de sol y luna. Bailar la hembra, casi, podría asegurar, es lo que hacen los Burrito (de los varios nombres que componen el nombre de este grupo de músicos tocados por la divinidad horaria, me quedo con este, por abreviar, pero con todo el respeto, que luego dicen que escribo largo y espeso y barroco y no cabe en un tweet ni en una entradilla de prensa). 

Bailar la hembra, insisto, es lo que hacen los Burrito. Eso, y desencadenar los fantasmas del tiempo para dejarles corretear, libres de cadenas Canterville, cuando anclan al escenario su regio vendaval de acordes, armonía, musculatura y latido. Mientras, el público, aun silenciado por la dictadura del patio de butacas, comienza a perder los estribos y a destrozar los relojes con dentelladas de aullido musitado en falsete. Las largas hileras del patio de butacas, cierto, tardaron poco tiempo en levantar el vuelo, como llevadas en alas de una música hecha para volarle la tapa de los sesos al clima. La maquinaria de timbres y escalofrío de los Burrito, perfectamente engrasada para acometer cualquier destino sensorial que el oyente pueda elucubrar, acelera y suaviza su ferocidad etérea al ritmo de esas caderas hembra que hoy me reptan el vientre, mientras recuerdo: el concierto y a ti, amor, claro, vestida de lunares calé y sur sin nombre, desnuda de prisiones y gramáticas, moliendo aceitunas con tus pupilas y amamantada por una ordalía de acordes épicos como cantar de gesta de un futuro en que exhibiremos el músculo de nuestro amor como los Burrito engrasan el músculo de sus melodías de ensueño, ayer y alquimia: correteando correteabas mis arterias mientras ellos despedazaban, con mordiscos como besos, las normativas no escritas del ritmo y el compás e incendiaban ese patio de butacas para florecer un teatro bajo la arena en las pupilas, neuronas y dermis de un público hecho parroquia de éxtasis. 

Sí, disculpen el desvarío, no hay hachís en esta ocasión, solo es que me cuesta recordar el minuto en que un concierto se había tatuado, con tan feroz exactitud, en mi piel de reloj sin manecillas. Un concierto de los Burrito no es tal, es una experiencia en las antípodas de todo eso que hoy intentan vendernos como tal. Y se acercan con peligro a tu manera de bailar fulgores y astros hermanos de lo universal en expansión. Un concierto de los Burrito es húmedo como tu voz y luminoso como el envés de tu vientre. Algo así como una revelación... algo así como la música de este amor hecho de vicio y ternura en que nos acunamos para mejor permanecer despiertos.

Ignoro cuántos minutos duró el concierto, imposible e innecesario contabilizar el fragor de medias horas en que me permitió naufragar sin perder la respiración aunque casi. Segovia, a la salida, permanecía ciega de temperatura y audaz de vino peleón. Parranderos tropezaban charcos y tu perfil más pudoroso doblaba las esquinas de mi cordura mientras el viento silbaba que el camino ha sido largo...

pero he de llegar, vive dios

aunque me cueste una eternidad hecha de hachís y relojes sin norma... la música de los Burrito, por favor, de fondo, pintando de luz esa piel morena que vistes, amor, cada vez que me derrotas entre tus brazos.

miércoles, 6 de octubre de 2021

la piel bajo el volcán


Parece que la piel del planeta se agita y revienta sus costuras para regalarnos un vergel de vísceras feroces dispuestas a devorarlo todo... o al menos eso ocurría hace unos días, ya saben que escribo con retraso y que las noticias vuelan más alto y veloz que las nubes de humo tóxico vomitadas por el volcán de la isla de La Palma. De hecho, circulan con tanta prisa, que no he visto ninguna foto de perfil en Facebook enmarcando caras compungidas sobre un compungido Je suis La Palma. El caso es que el volcán y su piel vuelta hacia fuera han sido, durante unos días, nueva carga de leña con que atizar la hoguera del miedo ciudadano, más ahora que las cifras de la COVID-19 van dejando sin argumento a los tertulianos televisivos y científicos de medio pelo que nos han estado advirtiendo de que el fin del mundo, como el milenarismo, iba a llegar.

A mí, la erupción del volcán me ha servido para comprender que bajo una piel de respiración desapercibida y aparente calma late la verdadera piel, esa que se incinera por salir al exterior mostrando su verdadero rostro, por más que este parezca un semblante en cuya sonrisa haya más promesa de mordisco animal que alegato pacifista. Es lo que tiene la piel, de tan superficial como parece acabamos pensando que no tiene nada que decirnos más allá de su exabrupto de reloj suizo e imparable. Yo, últimamente, ando desentendido de la actualidad, porque corre demasiado aprisa y porque, aun habiendo deglutido los pertinentes minutos de eclosión volcánica (disculpen que no utilice esos términos que tan bien usamos todos ahora: boca, colada, piroclastos y demás), solo pienso en cómo hacer para no eclosionar de igual manera y que se me acabe desbocando la piel en el deseo de otra piel, aunque sea de volcán e incendio, que lo es. 

No hace mucho, tuve la fortuna de habitar durante unos memorables minutos el estudio de la artista Lucie Geffré, francesa (lo especifico por el je suis que tanto gusta) afincada en nuestro territorio y en su encarnizada lucha contra la piel entendida como escaparate solo por darle vuelta y mostrar su desnudo de vísceras implacables que amenazan con devorarlo todo, como el volcán. Lucie batalla a diario contra la superficialidad de la piel, armada de pinceles y tegumentos, de colores como estallidos, grises con maneras de herida y deflagraciones de color. Lucie sabe bien que la piel no es tan superficial como la pintan. Por eso ella la pinta de verdad, le saca los colores abochornándola con verdades incuestionables y nos regala a los afortunados espectadores un espectáculo más rabioso que la más rabiosa actualidad del volcán de marras: el de la piel cuando se mira los adentros retorciéndose al ritmo de las vísceras que la animan a la par que la aniquilan. Y es que la piel, cuando conoce su destino, tiende a dejarse llevar y fluye como una colada de magma, o una colada recién colgada por las madres del domingo para recordar a la familia que la dermis ajada de sus manos les viste a diario con más calor del que merecen.

La artista Lucie Geffré en su estudio

Lucie sabe que su pintura, su arte, como la vida, son cuestión de piel. Pero no de esa piel en que decidimos depositar los vasos de vino que nos ansía verter el tiempo, sino de la piel vuelta hacia dentro en lo más cenital del murmullo, en las miradas que se pierden en un cosmos digno de Carl Sagan cuando se asoman a la piel del otro o, simplemente, la recuerdan. La piel que ella retrata con perseverancia y paciencia de camarógrafo es la de nuestros latidos cuando se saben presos de un latido ajeno: en este caso el de su mirada. Y es que, como los grandes fotógrafos saben retratar al humano que habita bajo la piel del retratado, Geffré sabe retratar las inquietudes de quienes abandonan su mirada al maniobrar exacto de sus pinceles y se acomodan por un instante en los magmas de su piel interior. Todo un ejemplo de maestría pictórica y un regalo para los sentidos de quienes creemos que la verdadera piel, como las procesiones, va por dentro y no tiene nada de superficial.

Creo que el volcán sigue exhibiendo sus vísceras omnívoras, pero prefiero apagar la televisión y contemplar la obra de Lucie Geffré. Después, llegará la noche y, una vez más, saborearé el inminente momento en que mi piel vuelta hacia afuera se dejará recorrer por unas manos de lumbre que nada saben de superficies. 

Comprender, al fin, que nada de superficial tiene la piel cuando le prestamos la debida atención, ni siquiera la que habita bajo un volcán... que se lo digan a Malcolm Lowry.

miércoles, 18 de agosto de 2021

ola de calor

Mi casa se estaba quemando y solo podía salvar una cosa.
Decidí salvar el fuego.

Jean Cocteau


Imágenes típicas del verano regresan a los noticiarios: costa levantina, profusión de sombrillas y desnudos afortunadamente a medio hacer, sonrisas al viento que no existe y 15 segundos de fama televisiva (lo lamento, querido Warhol, equivocaste la medida del tiempo) en que proclamar, sonriente y victorioso, ese aquí disfrutando de la playita y la familia, que ya era hora súbitamente mutado en un esto es irrespirable, imposible dormir, pero nada que no solucione la playa y la cervecita. Y es que hemos sufrido una ola de calor (sí, ya ha pasado, pero quien aún me siga leyendo sabe que escribo con retraso): viento del Sahara y silbidos subsaharianos que amenazan atracar en nuestras costas sin ánimo de que nadie les invite a refrescar su gaznate cercenado de hambre y miedo en el primer chiringuito playero.

No quiero ser agorero, pero me parece, tanta celebración, paso previo antes de un nuevo encierro propiciado por el fin del verano y, tal vez, por el terror a ese virus que amenaza arrebatarnos el turismo, la cerveza y nuestra sempiterna «gana de vivir». Quiero imaginar que es por ello que me adelanto, olvidando las playas patrias, amor, y me encierro entre cuatro paredes contigo: para celebrar a  mi modo este largo y cálido verano, ola de calor incluida, y compartirte cerveza sin aperitivo y sudor sin Mediterráneo que lo aquiete. 

Algunos enfrentan la ola de calor proclamando su ansia por liberar del burka a las mujeres afganas que hasta hace unos días vivían tan libres que ni siquiera existían; otros exclamando que solo faltaba que tuviésemos que acoger a más extranjeros ahora que salíamos del agujero; los hay que clamando por el reinicio de la jornada futbolera con público en las gradas, extranjeros en el césped e improperios en los tímpanos; no pocos que vendiendo a los circundantes sus proezas laborales mientras se quejan de que otros extranjeros cuya única proeza es haber cruzado a nado kilómetros de arena y marea vienen a robarles el dinero que les permitiría extrarradiarse, el próximo verano, a uno de esos paraísos del lujo low cost en que no hay calor y sí daiquiris y pitanza a ritmo de orquesta de pueblo puesta al día y derroche todo incluido; una multitud, al fin, acribillando, con sus rostros de beatitud recién alcanzada al pisar el veraneo, a ese vulgo que no pudo pagarse unas vacaciones y que pulula las redes sociales con resentimiento de parado o asalariado sin medios.

A mí, ya ves, lo único que me cura el calor es sudar, profusa y profundamente, y empaparme de otro sudor: sí, el tuyo, ya sabes. Y es que mientras los veraneantes hacen del sudor bandera de fastidio y clamor contra esa meteorología que animan, diariamente, a que torne más inestable, yo hago de este bandera apátrida y la extiendo sobre la cama o el sofá para que tú la ondees cual pirata cegada por la promesa de un botín de músculos rebeldes y labios que pierden el norte en las mareas de tu sur salitre e isleño. Afuera, la fiebre del sol increpando a la ciudadanía, y aquí, dentro, entre estas cuatro paredes que gotean nuestros nombres, la fiebre quirúrgica del sudor dibujando garabatos alrededor de tus venas como niño que sabe que el lienzo es solo el comienzo y que, ignorando fronteras, culmina esa obra de arte en que da, más bello y violento que un Basquiat, nuestro amor.

Y el sudor tronando. Y nosotros, hechos de saliva, enmudeciéndolo. Y espesos de exceso rompiendo los márgenes porque nunca agua estancada, haciendo estanque de nuestro sudor y ramoneándonos la humedad calmos, feroces y eternos como bisontes de fiebre sobre la pradera de nuestros cuerpos.

Muchos rompen las normas de la distancia social en los bares, con algarabía de vidrios y espumas de soflama ebria que reconduce las normas de la política, el fútbol, la moda y el trabajo que todos increpan antes de, ya finalizado agosto, calzarse sumisos el yugo del fin de mes y el ahorro para el siguiente veraneo. Mientras, nosotros nos rompemos distancias, miedos y ropas con estruendo de respiraciones sin tedio para rompernos la piel, afilando los colmillos en el giro canicular de nuestras articulaciones, haciendo yugo de eternidad con nuestros labios y dilapidando jugos sin pensar en el verano próximo, anclados en el presente, anclados uno en el otro y con la mirada extraviada en los secretos de nuestra carne hecha pulpa y en el misterio de nuestras pupilas sudando lágrimas inversas que nos recuerdan que es verano y nos azota una ola de calor y que, a pesar de todo, solo nosotros, cuando nos amamos, encendemos el fuego que incendia todos los termómetros.

Cuando llegue el verano próximo, la población habrá dilapidado el plástico necesario para generar nuevas olas de calor, y los grifos aullarán promesas rubias y victorias de la tarjeta de crédito.

Yo, cuando llegue el próximo verano, amor, sólo espero haberte sudado entre los dedos y haberme sudado de tu vientre y tu cabello con la intensidad suficiente para avivar el incendio que nos sobreviva al largo y frío invierno. 

martes, 27 de abril de 2021

Brian Jones y la costumbre de lo exótico

Salgo de la piel que te he zurcido por dentro, laborioso y tenaz, con el desdeñable afán de descoser jirones de cuero nuevo y exótico. Viajo, por poner tierra de por medio y socavar con arena de olvido el acomodo muelle de tu matriz y tu beso. Vago las veredas huecas y los andenes vacíos en busca del labio que sepa pronunciar mi nombre como si fuese el de un recién nacido. Hoy, así, desde la distancia, lejanos tu pulso y tu palabra, te siento costumbre que pretendo desordenar con el zascandileo ágil de mis botas de viaje. Me acerco al Rif.

Vagabundear las faldas de vegetal mermado y aguacero futuro de la cordillera del Rif, allí donde sus tobillos agrestes se exponen a la mirada procaz del Sur. Enfrentar el deambular hospitalario de campesinos y la verbena de juego y carcajada de chiquillos. Llegas a pensar que es la salida de clase. Los habitantes todos, de pueblos y aldeas, no sólo los niños, salen de clase para enfrentar el bofetón del sol y la caricia del ocio.

Senderos de paseo calmo y abandono sin nostalgia, travesías de la fiebre. El Rif no es sólo estancia en que se recuestan acunadas por el canturreo del viento plantaciones de marihuana y enredaderas de indolencia. El Rif puede mostrar, al caminante, la senda hacia esos sueños que nos habitan con intención de consumarse. Vagabundear, ya digo, las faldas de calma y tierra roturada de la cordillera del Rif, allí donde quieren hacerse turbulencia sureña. Sigo un camino sin norte ni señales de dirección prohibida para mejor olvidar lo consuetudinario de tus brazos en abandono de orgasmos que hicieron nido en mi regazo. Caminar en busca de nuevos recorridos por evadir la celda del día a día. Así Brian Jones, hace años, cuando los Stones que había ayudado a fundar se le antojaban presidio en que languidecían pentagramas y melodías.

Pensamos, siempre, que lo exótico existe sólo para salvarnos de la rutina, ya lo sugería al inicio. No comprendemos que de nosotros depende el colgar el cartel de exótico a la puerta del primer pueblo aislado que profanan nuestras botas de caminante extraño, del primer cuerpo que horadan nuestras gimnasias de amante extranjero. Así se acercó Brian Jones hasta Jajouka, en busca de exotismos que le ahorrasen la rutina rítmica en que creía amodorrados a sus compañeros de filas.


Yo me acerco, hoy, hasta dicho poblado, tras haber abandonado la geometría desordenada de Alcazarquivir, el Gran Alcázar, Ksar el Kebir: caotizada por el gremio no sindicado de la migración rural, a años luz del vendaval tallado en salitre del cercano Larache, me acerco, decía, a Jajouka, para recostar en sus laderas de polifonía y pastoreo el falso ensueño del exotismo. Junto a mí camina Brian Jones. Me habla de música, drogas, sexo y abrigos de piel de cabra. Me habla del éxtasis grandilocuente que provee la música de los Maestros Músicos de Jajouka y yo escuchó al viento silbando melodías de éxodo y derrota. Cuántos de los herederos de tan egregia dinastía filarmónica no habrán ya perdido sus huellas en el camino hacia Ksar el Kebir, en busca del progreso, queriendo olvidar el hambre atrasada y la ruleta rusa de los días idénticos, sepultar su rutina en el exótico sarcófago de la gran ciudad.

Brian Jones llegó a Jajouka, de la mano de Brion Gysin, para perderse en los pentagramas de ritmo y césped de sus laderas. Olvidó su sitar: fermento de herrumbre a la sombra de la rutina. Ya cualquiera toca el sitar, incluso George Harrison, el Beatle iluminado, el sitar viene de lejos, porta hedores de Calcuta y desperdicios del Ganges en la danza portátil de sus cuerdas, exotismos ya rutinarios para los viajeros del rock’n’roll, el hábito ha pervertido el sexo insólito del sitar, así que… marchemos a Jajouka, donde la música es aún pura, honesta, y el hachís despedaza sus notas para que pierdas el norte de tu cuerpo tumbado a la sombra de un arbusto merodeado por mordida de cabras y orín de chicuelos.

Mis pies desordenan un charco de basura en que un chaval escupe su desprecio. Mujeres de edad irreconocible reprenden al chiquillo y me ofrecen dátiles forzosos. El viento acaricia un murmullo que semeja música. Música. Seguro. Eso buscaba Brian Jones. Música inédita, novedosa, temperamental, exótica. Aquí la encontró, y se vistió la piel de cabra del Dios Pan al ritmo de darbukas, gimbris, kamanjas que enredaban el aire con su telaraña de polifonías discordantes.

Lo exótico, ¿dónde se encuentra? Lejos, se dijo el bueno de Brian Jones. Lejos, después, hasta su tierra natal, se llevó enlatados los ritos melódicos de los músicos de Jajouka, desprendiéndoles por siempre de su religiosidad profana al permitir que fuesen profanados por el consuetudinario oído occidental.

Hoy, Jajouka me recibe con una lasitud de siesta y una musicalidad de moscardón veraniego. No encuentro lo exótico en sus callejas, se me antojan iguales a las de cualquier pueblo de la meseta castellana, y me pregunto dónde la costumbre, si en tu piel de laguna quieta o en la musculatura de marejada de esa joven magrebí que me contempla con la incertidumbre agazapada en su mirada. Recuerdo que Brian Jones no sólo perdió la cordura en estas tierras, también la locura mirífica en la mirada de Anita Pallenberg, que adoptó desde entonces el regazo de Keith Richards. Y lo exótico, desde ya, se me antoja costumbre.