martes, 26 de julio de 2022

rubores veraniegos

Sentí que me sentías
meciéndote por dentro.
Las olas eran ritmos
del mismo movimiento.
Luis Eduardo Aute

Enciendo la televisión para llevarme la contraria, que ya iba siendo hora: la contradicción como motor del latido y el sentirse aún vivo y con camino por delante... o como augurio del desastre, a saber. El caso es que hoy decido que el arroz con pollo y cilantro y albahaca y azafrán y cebolla, mucho ajo, sal isleña y cariño a destajo puede condimentarse con exabruptos de noticiarios que pueden mandar todo al carajo. Pero no: llegó el verano, por si no se habían dado cuenta, las temperaturas no cuentan, solo los fondeos playeros de frondosas carnes en plena exhibición de su belleza cual deterioro, o viceversa.

Y es que, aparte guerras, incendios, lágrimas, desgracias en stand-by y crímenes en barbecho, lo que prima, hoy, en las noticias, son los jolgorios enfebrecidos en cerveza y tapa recalentada del veraneo. Al menos eso podría parecer, de inicio, porque de repente un puñal se clava en la espalda de los asalariados del chiringuito playero para asegurar que un estudio certifica que a 8 de cada 10 españoles les avergüenza calzarse el bañador, llegadas estas horas del eterno tedio al sol de la sombrilla en las tumbonas del mediterráneo asueto. 

A 8 de cada 10 españoles les avergüenza ponerse en bañador: así dicen que dice un estudio comandado por científicos que de la ciencia hacen arte del que se cuelga en las paredes de todos los museos vacíos. 

Comprenderán que apague la televisión y preste prestancia a mis dientes mientras aniquilan en amarillo azafrán los granos de arroz del guiso preparado rápido y a destiempo. Y es que a mí, este verano de oleadas de calor se me antoja pronóstico reservado de un largo invierno que se autoinvita a una fiesta otoñal en que crujen los crótalos como vértebras necesitadas de masaje y fiebre en que se desenvuelve tu aliento, amor, qué le vamos a hacer.

A mí este verano sin playa me lleva a soñarme mojado en las aguas en que se despeña el Tajo, allá lejos, en el territorio vecino, mientras me alimento del tajo en que se quiebra el territorio voluble de tu cuerpo, cuando entre mis dientes, para mejor saborearlo, como bacalao al horno desesperado, sin salpimentar ni hornear lo despedazo. 

A mí este verano de centígrados locos, cervezas sin ribera y riberas de tu ausencia, tantas noches, entre mis manos, me lleva a entonar canciones huérfanas de acordes como una plegaria que entone ámame despacio descolgando de mi cuerpo las molduras de lo incierto, incrustándome las escarpias de lo que tu verbo y tu sexo tienen de eterno y, de nuevo, implorar que me ames despacio, pensando que no te querrás ir mañana, susurrándote ámame despacio en la tarde y por la noche igual que lo haces en la madrugada, cosas así, retazos del desguace del desconcierto, virutas del calor en que se me incinera este mirar desquiciado que hoy asoma a la televisión para escuchar que no hace bueno, a muchos españoles, ponerse el bañador. Y yo, ya ves, los comprendo, porque del bañador solo deseo la sal que se impregna en sus adentros.

Si alguien me lee ya sabe que tiendo al desvarío, pero es que me ha extrañado esto del estudio televisado. Un estudio (¿quiénes serán los estudiantes? ¿quiénes los que les paguen sus análisis certeros?) que, al fin, culpa a las redes sociales y a ese afán ciudadano de salir bien en la foto. Uno, para qué mentir, piensa que las redes no tienen culpa de que alguien quiera pasar el veraneo en una foto para mostrar a todos aquellos a quienes la playa queda tan lejos cómo luce la holgura de su sueldo. 

Pero pienso que habrá otros, como yo, que ni tienen bañador y aun así cometerían delito por poder veranerar entre las piernas amadas, como yo deseo desnudar sin bañador entre las tuyas mi sinfín de carnes escuetas y cuchillos como huesos con que sajarte un aullido en lo más profundo de un verano que es incendio.

sábado, 16 de julio de 2022

Yemanjá en la puerta de embarque del veraneo

Te esperaré
en la puerta de embarque del amor eterno
hasta el último momento.
Diego Vasallo

Ya llegó el verano y, con él, una nueva ola de calor que los entrevistados por cadenas televisivas surfean a golpe de aire acondicionado y cerveza fría en terracitas de barrio. Reconforta ver a tanto conciudadano disfrutando de sus merecidas vacaciones estivales. Por mi parte, hace años que no salgo de Madrid, al menos tres años que navego Europa y uno en que aprendo a recorrer, despacio, el universo todo. ¿Contradictorio? No, no crean, carecer de capital para desplazarse y andar sobrado de imaginación tiene sus ventajas. 

El caso es que hoy me ha dado por recordar períodos vacacionales de antaño y he naufragado en la negra percusión de los tambores en Salvador de Bahía, en sus negras aguas de piel negra celebrando el sudor y la sal en coyunda de exceso y humedad. Aquel perderme por los oscuros vericuetos de tan luminosa ciudad ocurrió hace años, vidas tal vez, ya digo que llevo demasiado sin viajar. Pero hoy ha retornado a mi memoria esa incandescencia del poco dinero y la mucha gana de dilapidar latido que se gastan los bahianos. Hoy, justamente, día de la Virgen del Carmen, patrona del mar, que en el sincretismo candomblé se asocia, en ocasiones, a Yemanjá, madre de todos los orishas enviados a los humanos por la divinidad suprema de los yorubas del África occidental. Sí, hablo de religión, yo, tan descreído. Porque las religiones, cuanto más exóticas e incomprensibles mejor. Pregúntenles, si no, a todos los adeptos al yoga de franquicia occidental, que siguen creyendo que el budismo es paz, amor e igualdad. Así que, lo confieso: creo en Yemanjá, esa divinidad que humedece las mareas para regresarnos, a sus fieles, henchidos de milagro y sudor sano a eso que consideramos hogar y nada tiene que ver con el chapuzón mediterráneo permitido por las divinidades del capital. Tampoco con lo que espera al regreso del asueto vacacional. 

Así que hoy, húmedo de sudores bastardos, solo pienso en la fértil humedad de la patrona de las aguas, y me abandono a la memoria de un año de viajes sin salir de casa rememorando su piel con el pánico de un mapache descolorido y agreste que solo pretende hacer nido en lo más profundo de su vientre. Y pienso en el sincretismo bahiano, y en piel negra por incinerada de amor, y en amores negros por oscuros, y en oscuros negros lorquianos, y en la negritud del café tenso y la tensión de un vino vivaz que rompe contra los muelles en que mastican salitre las encías para florecerse de extrañas y húmedas orquídeas. Cosas así, que nadie entiende y a nadie importan y por eso las escribo de gratis, con la misma gratuidad que ofrendo todo mi sudor a Yemanjá para que pueda esculpirlo en sal de mirada vuelta hacia atrás para mejor verla llegar.

Me enredo. Quería hablar de vacaciones y calor, de mares adocenados en la calma chicha y oleaginosa de los bronceadores, de aviones que vuelan obligados y de puertas de embarque en que espera Yemanjá, dispuesta como la Virgen del Carmen a florecer entre las mareas del miedo sus labios de infinito hecho humedad. Ellas bendicen a marineros que navegan porque de otra manera no saben hacerlo, también a otros a quienes no queda más remedio, sea por alimentar a la prole pescando jureles de cuerpo desierto como por alimentar a la prole que nació muerta en el epicentro del miedo: Sahel y más allá.

Hoy, en las costas hispanas, la Virgen del Carmen surcará las aguas rodeada de argonautas que, por un día, para rendirle pleitesía, truecan en floridas guirnaldas sus feroces tatuajes de anclas. Igual Yemanjá, y nada me gustaría más que lanzarme a las aguas para lamer su estela de delfín lánguido y voraz. Pero está en Brasil, y ya digo que llevo años sin poder permitirme viaje alguno. Podría venir ella, pero la imagino en el aeropuerto retenida por las autoridades migratorias, que le preguntarían qué se le ha perdido en Madrid. Además, Yemanjá es negra. Así que, rechazadas sus pretensiones, la veo rodeada de maletas con ruedas que no desplazan ningún peso, de viajeros sin gana de viajar más que a un fotograma incierto. Yemanjá en la puerta de embarque del veraneo, arracimando entre sus muslos el ansia por desovar un tsumani que recomponga las mareas y, de paso, la brevedad insomne de mi pecho. Dentro de este, sí: el corazón y la arritmia fresca. Más allá, salitre en los párpados y plegarias que tartamudean. De yapita: soñar con un veraneo en que poder tomar un vuelo hasta Bahía para entregarme a su chapoteo en las mareas negras del exceso. O esperar que a ella le salgan alas. Pero dejaría de ser la oscura diosa de la humedad, y así no. 

Sous le pavés, la plage! Reordenando el oleaje, Yemanjá. Bajo la marea, los muertos que nunca quisieron viajar...