lunes, 21 de octubre de 2019

la mochila de Jack Kerouac

... veo un mundo de jóvenes errantes con mochilas,
Vagabundos del Dharma que se niegan a obedecer
a la demanda general de que hay que consumir producción
y por ende trabajar por el privilegio de consumir...
Jack Kerouac

Un par de zapatos ajados, siempre los llevo, por si acaso, los pies son importantes cuando el camino es tu única compañía, por muy tópico que esto suene. Dentro de la vieja mochila que acuna en su interior escarchas de sudor e infanticidios de tedio, ahí van siempre los zapatos. No son de marca, ni pintan modernos. No son casi siquiera zapatos, pero son cómodos. Mi mochila, digo, ahí está, ahí descansa, en el fondo de este desguarnecido armario, cual piel de nutria asesinada o nudo de lana vieja trenzado en los adobes del sueño.

Contemplo mi mochila deseando interpelarle acerca del siguiente periplo, ahora, hoy que desconozco si algún día podré de nuevo rellenar de algodón aborigen su digestión de kilómetros descosidos y telas mal asfaltadas. Hace tiempo que no viajo, demasiado, pero no dejo de colgarme a los hombros, aunque sea soñando, esta vieja mochila barata, 40 litros de capacidad, muchos menos de los que me bebí en cualquiera de sus viajes, que albergó en su interior tanta ropa interior usada por interiores ajenos, tantos fetiches con nombre de geografías vacuas, tantos rasguños de zarzas como abrazos curados al albur de cruces de caminos que parecían ungüentos, y un número indeterminado de besos con la fecha de caducidad impresa en el envés de sus labios.

Así que, de nuevo, tomo entre las manos aquel viejo libro del viejo Kerouac. Paso sus páginas con la pretensión única de hallar una frase que me obligue a detenerme, hacer un alto en el camino. Y sólo encuentro un pedazo de tela de caftán que mis dientes destejieron a la noche de tu piel hace ya un mundo. Aún lo recuerdo: venía yo de festejar en soledad el último día del año en un restaurante aledaño al puerto de Tánger. Atlantique, se llamaba, aquel garito, aquel decrépito mesón con maneras de «aquellos buenos tiempos». El kefta estaba algo crudo, y el barro del tajine ni pasaba el examen de lo meramente decorativo. Pero era el lugar de entrada a la ciudad de cientos de turistas, tal vez más. Y se podía permitir el lujo, su propietario, de pagar los gravosos impuestos por venta de alcohol, y servía Special Flag -lo sé, la peor de las cervezas magrebíes- verdaderamente fría y, aún mejor, botellas de Guerrouane Rouge. Allí reposó, sobre la mesa, una de tales botellas, ensombreciendo con su duda de viña baja la rosácea claridad de unos pedazos de carne picada excesivamente crudos. Consumida la botella el interior del local perdió clarividencia, y las sombras que ya no proveían sus muros taladraron sombras chinescas contra la escayola descascarillada de mis pensamientos. Así que salí a las calles pretendiendo encontrarte, clamando a diosa Fortuna que cantase bingo desde una ebriedad que reclamaba tus abrazos.

Jack Kerouac, cortesía de «la red»
Hablé de Kerouac con el camarero. Me aseguraba, orgulloso, que su padre había servido innumerables botellas de vino al poeta, allá por los años 50 del pasado siglo, cuando el joven profeta beatnik recluía vagabundeos entre los muros de la medina de Tánger. Rememoró las melopeas del estadounidense como si las hubiese podido contemplar. Cuánta poesía, Kerguac, amigo, siempre borgacho, amigo, bebía y bebía y baiglaba después entrge estas mesas, sí, amigo, en mesa de usted bebía y luego baiglaba y salía calle baiglando, corriendo hacia parte alta de kasbah... ¡ah!, siempre rgeía, joven alegre, pero bebía mucho, mucho, no bueno beber mucho, amigo, ¿le sirvo otrga copa? Sí, sírveme otra copa, amigo, que esta noche me espera el Magreb en sus labios y no quiero que descubra los míos manchados de miedo.

Brindé por el año que finalizaba y no bailé, como Kerouac, pero sí me reí, a carcajadas, cuando le aseguré al camarero que iba a encontrarte paseando por la medina. Porque sabía que sólo tenía que caminar para encontrarte. Tú no te acordarás jamás pero nos cruzamos frente a un tenderete en que se mercadeaban chucherías de contrabando y RayBan falsas, y conseguimos colarnos en el Hotel Ritz, subir hasta aquella habitación húmeda de cucarachas y avejentada de moqueta gruesa. La cama estaba limpia, eso te aseguré mientras descubría un Miró de esperma caduca sobre las sábanas. Todo daba igual, nada me importaba, quería sentirme vivo como el viejo Jack, apurar sístoles y alquimias entre todos tus labios, acuchillarte con garras la espalda y con sargazos los pechos. Tuve que desgarrarte el caftán, y un retazo de orgasmo añil descansa hoy entre las páginas de Los Vagabundos del Dharma, primera edición, Contraseñas Anagrama, traducción de Mariano Antolín Rato. Luego caminar la noche tangerina buscando un taxi que te regresase al hogar que no tenías. Y yo regresar al Hotel Valencia para recoger mi mochila y, con ella a la espalda, perderme como una nada entre los viandantes que viandaban murmullos de menta en busca de nada. Buscando sólo caminar, estar en movimiento, no quedar varado en la melancolía de haber tenido que despedirme de ti de manera tan atropellada... tan atropellada como nuestro amor, nuestros besos y mis tragos de vino grueso. El camarero del Atlantique me descorchó otra botella. La tomé entre mis manos y caminé dejando a mi espalda el puerto, en pos de las orillas del extrarradio. ¿Hacia dónde? No lo sé. Tampoco importa. Lo trascendental no es el destino cuando crees que tu destino es el camino. Y caminé hasta que me acogieron, en el interior destartalado de un Fiat Uno, dos jóvenes oriundos de Sidi Kacem cargados de hash y ebrios de sonrisa. Decidí decirles adiós en Asilah confiando en encontrarte de nuevo, paseando la medina  y un vaho de cannabis en la última noche del año. 

Kerouac abandonó el camino por el alcohol, y la vida por una hemorragia interna producto de la excesiva ingesta de aquel. Pero antes anduvo lo suyo, y en Tánger consumió vino y bailó y rió y logró que este pedazo de caftán que ahora envenena mis dedos decidiese reposar el recuerdo de tu piel entre las arritmias gramaticales de su prosa bebop y nervio. 

Abro la mochila y lanzo en su interior el volumen pensando que será buena lectura para mi siguiente viaje. Al fin, tampoco es tan malo estarse quieto. Lo nefasto es, únicamente, no sentirse en movimiento. 


martes, 8 de octubre de 2019

donde acaba el poema, donde muere la canción

El silencio es el ruido más fuerte
Miles Davis

Días de combatir contra lo elemental doblando las esquinas de la ciudad como si fueran papel de fumar hachís bien apaleado, con un loco doblar velocidades al tiempo de los suburbios y el agravio para mejor encontrarse el latido en el bolsillo del pantalón, a la altura de la tráquea en que boquea un sexo sediento de ayeres como orgasmos mal dilucidados. Días de intentar volver a escribir, aprender de nuevo el silogismo mentiroso del verbo. Días en que, finalmente, el proceso neuronal prefiere lo escrito por otros, una vez dado por obvio y moribundo lo propio. Días en construcción, como alicatados de poesía a la que derruir con herramientas que no tengo. Por eso leo a Julia Roig, y doy la bienvenida al veneno: la deconstrucción del poema y el verbo pero sin Derrida... nada que ver con las alquimias torticeras de los abanderados de tortilla española evaporada y ganglios de nube de pan asomándose al espejo de lo vacuo, que es algo así como Derrida sin alimento (eso bien lo sabe quien ha pasado hambre: la alimentación nada tiene de arte, por más que de suculentos críticos de ídem se las den algunos frente a un plato de hambre a 100€/comensal, qué cosas).

Uno siempre ha pensado que lo enérgico y revolucionario del arte es que no sirve para nada. Se puede vivir ajeno a cualquier tipo de arte (a las pruebas que nos regala a diario esta sociedad me remito), pero no a la alimentación, insisto. Ahora bien, aquí quien escribe goza alimentándose de esas viandas inútiles que son la poesía y la música (entre otras).

Me pierdo, llevaba tiempo sin asomarme a esta bitácora y no encuentro el tono. Así que, retomando el hilo, decía que llevo días leyendo a una Poeta que no se lo cree sólo porque su Poesía no sirve para nada. Luego arribo a la sociabilidad asocial de las redes ídem y descubro que aún hay quién, diciéndose poeta, en vez de escribir se pelea y maldice y escupe sin saliva porque le han dado un premio a otro que escribe peor que él. Sólo me queda en la pupila el salitre que espolvorea el vilipendiado. Y es que España, hoy, es un país de poetas pillados in fraganti en el acto de mirar hacia atrás, o a los lados, pero nunca hacia delante, que es donde debe residir la Poesía, ya lo dejó claro el nigromante de Charleville: adelante siempre.

Así que regreso a los textos de Julia para descubrir qué hay allí donde acaba el poema, y cuando ya me siento superado me entrego a la música: párpados sellados y oídos cual vulva bivalva refrenando una salivación en exceso poderosa (¿ven?, no hay exceso de cannabis en sangre). Y llega Nick Cave con su Ghosteen y disuelve la existencia en una deliciosa nada al mostrarme qué hay allí donde muere la canción.

Nick Cave, cortesía de «la red»
Lo que el bardo australiano ha hecho en su última obra es matar definitivamente la canción popular y situarnos frente al abismo que temerán enfrentar muchos músicos durante al menos los 20 años venideros. Hablaba antes de Rimbaud, y no es casual. Los casi 70 minutos de inmersión en Ghosteen tienen inapelable continuación (difícil de evitar) hacia delante, como la poesía del soberbio francés y, como esta, transitada por espectros inaprensibles que juegan dados de color en los canales auditivos hasta volcar victorias y derrotas hechas de amianto y corcel en el flujo sanguíneo. Si Rimbaud nos descubrió el color que atesora cada una de las vocales, Cave extiende ante nuestra mirada atónita una paleta de colores imposibles con que silencios y murmullos van edificando un fresco de dimensiones inabarcables.

Puedo imaginar a muchos diciendo que es un disco aburrido en que apenas hay música, equivocando una vez más la música con el ruido e insultando lo que de apacible puede tener el estruendo. Luego enmendarán diciendo que sí, que el cantante utiliza la voz como nunca antes lo había hecho, y cosas de esas que les permitan seguir figurando entre quienes tienen en alta estima sus capacidades auditivas. Son los mismos que escupen larvas contra su poesía no recitada. Yo, lo siento, estoy con el trompetista del Apocalipsis cuando aseguraba que el silencio es el ruido más fuerte. Por eso el ensordecedor minimalismo instrumental de las cuchilladas que dan vida a Ghosteen ensordece mis oídos y me incita a buscar refugio en los cuatro sentidos restantes, mientras transito paisajes más allá de la realidad y lamo los pezones de unicornios andróginos que pastan ardor y desatino. Ahí el prodigio, ahí el milagro laico de los panes como peces boqueando el fin de la estirpe y la simiente del porvenir. Al final de la escucha, tumbado, absolutamente aniquilado, no sé qué hacer con mi cuerpo y pienso perogrulladas como que Nick Cave acaba de deconstruir la canción. Luego las sinapsis neuronales me traen a la memoria la deconstrucción de la tortilla de patata y comprendo que no, que esto es algo más porque no es alimento, porque no sirve para nada más allá de disponer mis huesos en fotografía de requiescat in pace y empujarme, en un último intento por aglutinar laudatorias lágrimas en derredor, a volcar de nuevo mis sandeces en esta bitácora cibernética.

Eso sí, a los que alaben los registros vocales del bardo en esta inabarcable pieza sónica he de darles la razón. Y es que tal vez donde muere la canción sólo existe el origen de la misma: la voz, o sea. Y es que tal vez donde acaba el poema sólo existe el origen del mismo: la voz, claro.

Mañana seguiré durmiendo, comiendo, acudiendo al rincón del salario, bebiendo, fumando, fornicando y soñando. Acciones normales, necesarias, útiles, sin alma... sin arte. Pero entre esas acciones sucede también la del descanso (no el entretenimiento, que es cosa disímil), y es posible que el arte no sirva para nada porque sólo es una voz luchando contra sí misma para mejor expresarse y lograr que otros descansen.

Gracias, Julia, Cave, por el descanso.