Jornadas de invierno seco y combativo desmenuzan nuestras horas en una mezcolanza inconexa de virus que anhelan propagarse, desde nuestros labios, desde nuestra sonrisa, al cálido susurro de la respiración ajena.
Efectivamente, comparece ante nosotros, estos días, un invierno ausente de lluvias o nieves, despojado de humedades, carente de delicadezas tibias de aguacero que consigan hacer la vida más transitable, más amable, menos ardua. El batallón transparente de la gripe despliega su armamento de bacilos, y se distribuye por las calles de la ciudad dispuesto a obtener dulce victoria. Así, de boca en boca, de mano en mano, de abrazo en abrazo va extendiéndose una epidemia de estornudos y febrículas.
Creo que es la ausencia de lluvia, ya digo, lo que hace que la enfermedad se propague a velocidad incierta pero constante. Y evitaré, a pesar de la evidencia, glosar las perversidades del cambio climático. No llueve, y de más está buscar explicaciones.
Entregados, en los días que finalizan, a la orgía sentimental del amor y la amistad, hemos sentido el cálido abrazo de la enfermedad entre los brazos del amigo, en los labios de la amada, sí. Y no hemos hecho nada por evitarlo. Pero, ahora, finalizadas las fiestas, los encuentros, los banquetes, las reuniones, ¿dónde queda el amor?, ¿dónde la felicidad derrochada en esos mismos besos que nos transmitieron la dolencia invernal? Acurrucada como preso huido en la maleza opaca de nuestros sentimientos más íntimos.
Un simple paseo por las calles es suficiente para que contagiemos a toda la ciudad nuestra dolencia respiratoria. Con sólo salir a la calle, ya digo, podemos contagiar a toda una ciudad, así de rápido viaja la enfermedad, ese entrenamiento con que la muerte va poniéndose a prueba.
La gente ha sonreido, los rostros se han incendiado de júbilo y afecto en tantas y tantas reuniones que han alumbrado los días inmediatamente anteriores al presente, pero no, no hay contagio. Miro a los ojos de aquellos que recortan mi camino con el bélico deambular de sus pasos y no descubro en ellos un ápice de esa alegría derrochada hace apenas unas horas. Amor en retirada modelando fastidios y preocupaciones en las caras de la gente, eso parece. Podríamos asegurar que la melancolía que sigue a todo exceso impregna hasta el más minúsculo rincón del trazado urbano.
Lástima. Hoy tenía gana de sonreír. Sacar a pasear la felicidad que me habita y contagiar a toda la ciudad.
Ser virus, sí, virus enamorado.
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