Día de lectura, de tomar defensiva posición ante la prensa, esa uniformada milicia que pretende enterrar el tuétano de la información en el campo de batalla de la mercadotecnia. Una vez desbastada la feroz enredadera de cifras bursátiles y términos de alta economía que, parece, hoy debe comprender todo ciudadano si pretende acompañar la vertiginosa galopada de los tiempos, tomo conocimiento de una de esas noticias "curiosas" que últimamente, junto con las columnas de opinión, son lo menos despreciable de lo precipitado en los matraces de esto que pretenden vendernos como periodismo.
Resulta que, por motivos que nunca comprenderé, viene hoy a ocupar un rincón de los noticiarios la historia de una mujer asturiana que, debido a un accidente en la serrería propiedad de su progenitor, a inicios del pasado siglo tuvo la desdicha de perder ambos brazos cuando recién había cruzado la tierna frontera de los ocho años de edad. Una triste historia hasta que descubrimos que la joven hizo de necesidad virtud y se convirtió en hábil tiradora al blanco, practicante de piano, violín y acordeón, experta mecanógrafa y habilidosa jugadora de billar y cartas, entre otras disciplinas. Una versión prematura de los artistas que, con los pies o la boca realizaban ensoñadores óleos que pasaban a decorar los calendarios de Artis Mutis, vendidos a tropel en épocas navideñas cuando mi más tierna infancia.
La crónica que relata la vida de la joven asturiana pasa casi de puntillas por su carrera profesional en teatros y foros públicos haciendo gala de sus habilidades, para centrarse en la estocada final de su desgracia, cuando fue arrestada por las tropas del dictador Francisco Franco por no levantar el brazo al paso del feroz mandatario. O sea que, no sé si porque vivimos tiempos guerracivilistas o por mero regodeo en la caricatura de la desgracia, los artículos que encuentro sobre la citada mujer extienden mayor número de frases para ensalzar su resistencia a las absurdas leyes fascistas que para glosar su obstinación frente a las despiadadas leyes físicas que le impusieron su condición de tullida.
Abandono la lectura para degustar un delicioso plato de pollo tikka, y queda anulada mi motrocidad alimenticia, al topar con una de esas pechugas especialmente jugosas y rollizas. Comemos, de tanto en tanto, esas porciones de jugosa carne que,
en un pollo, por ejemplo, se antojan suculentas por presentarse bien hinchada la
tajada. No tengo ni idea de zoología, biología ni demas disciplinas
pero quiero imaginar que ese pedazo de pollo tal vez sea la
consecuencia del colapso sanguíneo que produjo en el animal, en el
momento de su muerte, la certeza de ir a perder la conciencia y, ¡ay!, también la cabeza. Así que nos comemos gustosos un pedazo de
pollo infartado.
Es así la carne más sabrosa a nuestro paladar. O es así que nos embelesa y más grato se hace a nuestro paladar aquello que lleva el sello de garantía del
sufrimiento, y nos esforzamos, por ello, en la busca y caza de carnes doloridas,
enfermas o directamente fallecidas.
Regina García López, la asturiana mutilada de quien venimos hablando, sufrió cárcel por negarse a levantar el brazo que no tenía, frente al dictador. En prisión enloqueció y falleció en un infecto manicomio castrense. Pero eso no nos importa. Lo que más interiormente nos concierne es la insaciable voracidad del humano regodeándose en la protuberancia que hacía las veces de brazo en el caso de la tullida, obligándole a alzarlo al cielo. La misma voracidad insaciable que se regodea en el infarto del pollo (o el exceso de sustancias químicas de acelerado efecto sobrealimentario, vaya usté a saber) para más placenteramente hincar el diente. Nadie mira ya la valentía que obligó a Regina a inmolarse, sólo hincamos el diente en su muñón infartado de ausencia, en la anécdota. Igual con el pollo, no nos importa cómo viva ni muera, sólo la jugosa tajada de su carne infartada.
Finalizo la jornada escudriñando vía Google cualquier opción, por mínima que sea, de que mi teoría del pollo sea cierta. No encuentro argumento alguno que pueda sostener la misma.
Apago el ordenador pensando que quizás debería leer menos la prensa, y dedicarme a mis elucubraciones que, aunque carentes de base científica, se me antojan más poéticas que las noticias del día.