En el sur de la sureña Italia, un anciano profesor jubilado, ha decidido poner broche de oro a su edad de ídem acometiendo una gesta que ya quisieran los abanderados balompédicos de cualquier nación, o sus dirigentes culturales (sí, esos personajes que, careciendo de cultura y educación alguna más allá de la de el beneficio contante y sonante, se atreven a dirigir los designios de la de toda una ciudadanía). Resulta que el ex profesor en cuestión ha añadido a una vieja motocicleta un ingenioso soporte que soporta el peso incalculable en kilogramos de la cultura, la educación, la bondad y el amor al prójimo: una biblioteca móvil y gratuita que recorre los pueblos más perdidos del mapa del abandono italiano. Sobre su raído vehículo, el honorable anciano recorre los pueblos más abandonados de la comarca, ya digo, ofreciendo a niños y jóvenes la lectura de alguno de los 700 libros que lleva consigo. Su máxima es hacer comprender a la infancia que la lectura, más que obligación, ha de ser placer.
Un servidor, hoy, como consecuencia de la celebración de su onomástica, recibe felicitaciones que cruzan mares y mareas para instalarse en su biblioteca de sentimientos, la única de que dispone ahora, perdidos ya tantos libros en la marea torpe de la despedida, hace demasiado tiempo.
No ha habido hoy un nuevo vinilo de Neil Young, ni la gloriosa traducción de Carlos Manzano, en tapa dura, de la Trilogía Rosada de Henry Miller, ni esa edición de lujo de Apocalypse Now Redux, ni una caja de madera con tres botellas de Habla del Silencio, ni una entrada doble para el próximo concierto de Bunbury, ni un viejo fonógrafo marca His Master Voice perfectamente conservado y a pleno uso, ni aquella foto tomada en el Sahara marroquí deliciosamente enmarcada, ni los húmedos tatuajes de labios amigos adecentando mi rostro, ni la emoción de mi madre vertiéndose sobre la mesa al relatar por enésima vez la noche de mi nacimiento, ni la charla de tiempo y cariño de mi padre tras la comida que deleitó nuestro paladar, ni el temblor de cariño con que me abrazaban mis hermanos, ni el roce furtivo de la exnovia al acudir a la cocina en busca del abrebotellas, ni las canciones quebradas en la voz de vino copa y chupito de los amigos...
Un servidor, hoy, como consecuencia de la celebración de su onomástica, recibe felicitaciones que cruzan mares y mareas para instalarse en su biblioteca de sentimientos, la única de que dispone ahora, perdidos ya tantos libros en la marea torpe de la despedida, hace demasiado tiempo.
No ha habido hoy un nuevo vinilo de Neil Young, ni la gloriosa traducción de Carlos Manzano, en tapa dura, de la Trilogía Rosada de Henry Miller, ni esa edición de lujo de Apocalypse Now Redux, ni una caja de madera con tres botellas de Habla del Silencio, ni una entrada doble para el próximo concierto de Bunbury, ni un viejo fonógrafo marca His Master Voice perfectamente conservado y a pleno uso, ni aquella foto tomada en el Sahara marroquí deliciosamente enmarcada, ni los húmedos tatuajes de labios amigos adecentando mi rostro, ni la emoción de mi madre vertiéndose sobre la mesa al relatar por enésima vez la noche de mi nacimiento, ni la charla de tiempo y cariño de mi padre tras la comida que deleitó nuestro paladar, ni el temblor de cariño con que me abrazaban mis hermanos, ni el roce furtivo de la exnovia al acudir a la cocina en busca del abrebotellas, ni las canciones quebradas en la voz de vino copa y chupito de los amigos...
Quiero decir que este cumpleaños pasa a formar parte de los más extraños que he tenido la fortuna de celebrar... sin vosotros. Aquí, en Bolivia, estos eventos, se festejan de forma distinta, y no puedo evitar el recuerdo de aquellas celebraciones de medianoche inacabable y amanecer desequilibrado.
Descorchábamos emociones y vaciábamos botellas de abrazos como vidrios rotos, esperando el amanecer que nos recordase que lo que celebrabamos era un cumpleaños y, por tanto, la celeridad de estar vivos pendientes de un fulgor de prisa que nos acercaba a la muerte. Molestábamos a los vecinos y sorprendíamos a las paredes con nuestro martillear de risa urgente y beso ebrio, mientras el parqué acumulaba los restos de un naufragio de confetti como brindis y copas como corazones rotos. Cantábamos equivocando la letra y bailábamos desorientando al baile. Fumábamos hierba crecida al albur de nuestra fraternidad invencible. Bebíamos licores de alta gradación anímica. La casa retomaba por unas horas su condición de hogar y al fuego de la chimenea inexistente crepitaban abazos, besos, palabras que pretendían decir toda su verdad antes de que el minutero recuperase su actividad fabril de vértigo y nada. El chino veloz aparecía a lomos de motocicleta para reponer los desastres de alcohol que consumíamos para mejor decirnos las verdades a la hora exacta en que alguien susurraba temeroso creo que ya es hora de marchar a casa. Recuerdo aquellas jornadas sin fin, recuerdo y pienso en
vosotros y en cómo el motivo de la celebración, mi cumpleaños,
finalizaba en el punto exacto en que comenzaba vuestro
día siguiente de sueño evaporado, cabeza dolorida y sonrisa tumefacta.
Regreso al viejo profesor italiano, y casi puedo verle cabalgando su motocicleta, sonriendo a la sonrisa sureña de viento campesino de los pueblos recorridos. La noticia en que tuve constancia de su (insisto) épica gesta, es breve, acorde a las urgencias tipográficas de los noticiarios de la nada, y no habla de la reacción de los niños hasta quienes aquél se acercó con su biblioteca de ilusión y su literatura de sueño. Sólo hablan, en la nota, del profesor, proporcionando su nombre y apellidos, edad y demás referencias, homenajeando su desinteresada labor. Parece que no comprendieron, los redactores, que el homenajeado no ansía homenaje más allá de la sonrisa niña de un chaval dispuesto a disfrutar la lectura desde el momento en que la bilioteca ambulante entró en su redil de juego e infancia.
Quiero decir que la verdadera noticia, creo, comienza allí donde acaba la labor del alegre bibliotecario motorizado. La verdadera noticia comienza en cada uno de los niños que lograron y lograrán encontrar en la lectura, gracias a él, un placer perdurable.
Hoy, también, pienso en vosotros, que me habéis felicitado creando toda una biblioteca de cariño como frases y abrazos como palabras que ahora leo con la humedad de la emoción cosiéndome los párpados. Y comprendo que no debería ser yo el homenajeado, sino vosotros, y que el verdadero homenaje es cada una de vuestras vidas, que han permitido a su locuacidad de horas veloces y tiempos que no vuelven, el delicado exabrupto de vuestra felicitación.
Es a vosotros, amigos, hoy, a quienes yo grito desde aquí, tan lejos y tan cerca: !felicidades!
Regreso al viejo profesor italiano, y casi puedo verle cabalgando su motocicleta, sonriendo a la sonrisa sureña de viento campesino de los pueblos recorridos. La noticia en que tuve constancia de su (insisto) épica gesta, es breve, acorde a las urgencias tipográficas de los noticiarios de la nada, y no habla de la reacción de los niños hasta quienes aquél se acercó con su biblioteca de ilusión y su literatura de sueño. Sólo hablan, en la nota, del profesor, proporcionando su nombre y apellidos, edad y demás referencias, homenajeando su desinteresada labor. Parece que no comprendieron, los redactores, que el homenajeado no ansía homenaje más allá de la sonrisa niña de un chaval dispuesto a disfrutar la lectura desde el momento en que la bilioteca ambulante entró en su redil de juego e infancia.
Quiero decir que la verdadera noticia, creo, comienza allí donde acaba la labor del alegre bibliotecario motorizado. La verdadera noticia comienza en cada uno de los niños que lograron y lograrán encontrar en la lectura, gracias a él, un placer perdurable.
Hoy, también, pienso en vosotros, que me habéis felicitado creando toda una biblioteca de cariño como frases y abrazos como palabras que ahora leo con la humedad de la emoción cosiéndome los párpados. Y comprendo que no debería ser yo el homenajeado, sino vosotros, y que el verdadero homenaje es cada una de vuestras vidas, que han permitido a su locuacidad de horas veloces y tiempos que no vuelven, el delicado exabrupto de vuestra felicitación.
Es a vosotros, amigos, hoy, a quienes yo grito desde aquí, tan lejos y tan cerca: !felicidades!