En las grandes capitales de Occidente, los días se suicidan lanzándose desde las alturas del calendario. Los transeúntes, ajenos a la desgracia, esquivan su cuerpo de minutos y adiós reventado contra el asfalto... y continúan su camino. Nos hemos acostumbrado a pasar por la vida logrando que esta ni siquiera nos roce, y aún así seguimos creyéndonos seres vivos cuando, careciendo de su melodía de plástica y relieve, estamos más cerca de la roca.
Entramos al metro para consumir el consumo subterráneo en que se consumen los cuerpos de quienes llegan tarde al trabajo, o pierden la vista abismados en los jeroglíficos de tiempo perdido e idiocia segura de sus teléfonos móviles. Creemos que viajamos, pero sólo nos trasladamos. Metro, lo llamamos aquí, en España, por metropolitano, evidenciando nuestra carencia de imaginación al no poder traducir a nuestro idioma el underground británico con que se decidió nombrar a este medio de transporte que nada transporta, más allá de carne mutilada y neuronas en salmuera.
Cuando acostumbras a frecuentar el metro, el subterráneo, en idénticas franjas horarias, pocos semblantes o perfiles logran desordenarte la costumbre. Unas piernas afiladas como orgasmo soñado, unos labios que apuñalan bostezos de fragancia y pan recién tostado, unos pechos que algodonan el silencio acumulado en la respiración retenida... breves interrupciones de lo cotidiano, interferencias volátiles de la rutina. En ocasiones, una voz que sueña canciones viene a cortarte la digestión de horas vacías que supone el viaje en el metro, como cuando niño el agua de la piscina interrumpía la digestión de la tortilla veraniega. Una voz que canta para recordarte que podrías hablar, de proponértelo, con la joven de escote vertiginoso que porta, frente a ti, la más perdida de las miradas, por ejemplo.
A veces hay juglares que deciden narrar en canción los momentos de nada y vacío del viaje subterráneo. Hace unos días, por ejemplo, Metro de Madrid, línea 4, en su tramo más acaudalado, de Goya a Velázquez, cartografía metropolitana del sosiego económico y la nómina abultada. Hace unos días, por ejemplo, en el vagón fragante de perfume caro y peinados prohibitivos. Viajo en falso (sin vivir, o sea) en un vagón de Metro de la línea 4, y unos versos de revolución frustrada (como todas) enredan su raíz de sueño en las cuerdas de una guitarra recordando al Ché Guevara, hasta siempre, comandante. Bien pudiese ser cubano, el cantante. Pero le adivino compatriota, ya aprendí a discernir los rasgos patrios cuando el exilio voluntario me agudizaba la memoria. Así que una voz de utopía rompe el silencio de las apps y el egoísmo para recordarnos que hubo revolución y hubo sueño, que hubo soñadores revolucionarios, que hubo intención aunque nunca viésemos su efecto.
Entramos al metro para consumir el consumo subterráneo en que se consumen los cuerpos de quienes llegan tarde al trabajo, o pierden la vista abismados en los jeroglíficos de tiempo perdido e idiocia segura de sus teléfonos móviles. Creemos que viajamos, pero sólo nos trasladamos. Metro, lo llamamos aquí, en España, por metropolitano, evidenciando nuestra carencia de imaginación al no poder traducir a nuestro idioma el underground británico con que se decidió nombrar a este medio de transporte que nada transporta, más allá de carne mutilada y neuronas en salmuera.
Cuando acostumbras a frecuentar el metro, el subterráneo, en idénticas franjas horarias, pocos semblantes o perfiles logran desordenarte la costumbre. Unas piernas afiladas como orgasmo soñado, unos labios que apuñalan bostezos de fragancia y pan recién tostado, unos pechos que algodonan el silencio acumulado en la respiración retenida... breves interrupciones de lo cotidiano, interferencias volátiles de la rutina. En ocasiones, una voz que sueña canciones viene a cortarte la digestión de horas vacías que supone el viaje en el metro, como cuando niño el agua de la piscina interrumpía la digestión de la tortilla veraniega. Una voz que canta para recordarte que podrías hablar, de proponértelo, con la joven de escote vertiginoso que porta, frente a ti, la más perdida de las miradas, por ejemplo.
A veces hay juglares que deciden narrar en canción los momentos de nada y vacío del viaje subterráneo. Hace unos días, por ejemplo, Metro de Madrid, línea 4, en su tramo más acaudalado, de Goya a Velázquez, cartografía metropolitana del sosiego económico y la nómina abultada. Hace unos días, por ejemplo, en el vagón fragante de perfume caro y peinados prohibitivos. Viajo en falso (sin vivir, o sea) en un vagón de Metro de la línea 4, y unos versos de revolución frustrada (como todas) enredan su raíz de sueño en las cuerdas de una guitarra recordando al Ché Guevara, hasta siempre, comandante. Bien pudiese ser cubano, el cantante. Pero le adivino compatriota, ya aprendí a discernir los rasgos patrios cuando el exilio voluntario me agudizaba la memoria. Así que una voz de utopía rompe el silencio de las apps y el egoísmo para recordarnos que hubo revolución y hubo sueño, que hubo soñadores revolucionarios, que hubo intención aunque nunca viésemos su efecto.
Recuerdo Bolivia, los senderos agrestes de Samaipata, la ruta recorrida rememorando los lugares en que el Ché Guevara escondió su arsenal de sueño y violencia, antes de ser ejecutado contra el paredón de la costumbre. En Bolivia asesinaron al Ché y, con él, a muchos de los que soñaron con un mundo mejor, más amable, más habitable. Por aquellas tierras, aún ahora, muchos aseguran haber departido con el guerrillero. Lo hacen, doy fe, sólo por lograr unas limosnas de esos turistas hambrientos de épica con que cumplimentar el cuestionario de las vacaciones pagadas. Yo hablé con el Ché, el Ché quiso robarme la mujer, yo alimenté al Ché y a toda su cuadrilla, todos cuentan, todos mienten. El Ché fue asesinado hace ya demasiados años, y a nadie le importa más allá de una camiseta con su efigie rollo pop y las estampitas con su estampa, estampadas en las paredes de fiestas populares organizadas para entretener a ese nuevo convoy de turistas que ya viene mordiendo las laderas con su dentadura de disparo digital y pantalones piratas. Piensan que viajan, pero sólo se mueven. Piensan que escuchan la Historia, pero sólo perciben mentiras.
Igual los que viajamos en metro: ni viajamos ni hacemos historia: sólo nos movemos y, de paso, asesinamos un nada despreciable puñado de minutos. Pero un día entra en el vagón un cantante que recupera versos de revuelta olvidados en las alcantarillas del sueño. Y la mayoría no entiende y, de paso, se desentiende. Y otros entendemos, aunque sepamos que la revolución quedará ahí abajo, en el metro, en el subterráneo, abandonada a la orilla de unos versos que glosan a un barbudo comandante asesinado en Bolivia
aquí se queda la clara,
la entrañable transparencia,
de tu querida presencia,
Comandante Ché Guevara
Y salimos a la ciudad en ruinas para descubrirnos vida derruida y esperanza frustrada. Sólo queda la ilusión de que, al final, por mucho que tantos se empeñen en disparar al pianista, siempre nos quedará la música, aunque descarrile su melodía en las vías muertas del subterráneo.
Revolución, creo, ya no es la cubana de las barbas y Sierra Maestra. Revolución, sólo nos queda la de la canción... y el orgullo de poder seguir cantándola ante una audiencia cadáver. La única revolución que jamás nadie podrá frustrar, creo, es la canción.