sábado, 8 de junio de 2024

decenios

2014 boqueando años salobres. 

Huir de un país al que hui para desconocerme un poco más, perderme en chicherías y sonrisas niña, malabares de espuma como la mar juega peces en sus esquinas, y ya 2024 y cuando los bares deciden echar el cierre, increpados por los camareros salimos despacio, sin haber pagado, cargando una maleta de sonrisas como futuros que nos reptan la médula espinal y otra verde a lo Brando, falsa pero blanca cuando vacía de palabras, ya disponemos esta enciclopedia de ansia que nos regalamos al ritmo al que desperdiciamos caricias que no lo son y miradas que se insertan en la base occipital de nuestros anhelos. 

Para qué palabras si ya nos regalamos casi todas… casi todas, porque aún nos restan párrafos que descorchar, ganas de expresarnos y mordiscos que albergamos en la rueda de reconocimiento en que, recluido, un universo se desea felicidad como en un fade out de Neil Young

Y tras el silencio los pasillos del aeropuerto, abandoné Cochabamba en vuelo y siempre el desvelo, y ya dejé escrito que odio los aeropuertos, su mnemotécnica inviable de filigranas que se sueñan continentes en las pupilas bovinas de viajeros que han de esperar el chascar dedos con que el negrero les regale tiempo en que se sueñen viajar y conocer mundo y expandir el conocimiento. 

Y yo de viaje desde que en 2014, con la tinta rugiendo las venas me decía cuántas historias que contar, tanto por escribir y hoy, 2024, nada de lo que importa en lo escrito. La misma historia, la vieja historia dirán quienes no tienen historia que contar. El tiempo no descansa, como el óxido atrapa todo lo que de valor puede haber en el interior incauto de un conglomerado de poleas y matraces que urgen émbolos porque se saben fugaces, mortales. El tiempo, infartando conductos que nunca imaginaste pudieran ser violentados por su furor asquerosamente macho. El tiempo, ronroneando verdades que no deseas enfrentar pero arañan mientras juegas a ignorarlas, enquista en tus pasos pedazos de fragilidad. Piel de reptil, osamenta de cristal. 

¿Cómo no seccionarte el aliento con los bordes de un calendario? Sé que tomarías otra cerveza y yo, egoísta, sólo ansío contemplarte enhebrada por el sueño, quieta salvo en tus músculos más incautos, esos que fotografío para la posteridad que no llegará. Sí, claro que quiero, deseo, necesito beber contigo, y beberte, hasta la embriaguez. Pero turbinas me anidan y émbolos, ya lo dejé dicho, máquina soy, fuerzan maquinarias y máquina es producción, y cosecha y sobre todo siega, por mucho que sea incalculablemente minuciosa cuando he de yacer contigo, sangre obliga, nacer dentro de ti para inquietar la madrugada y prometerle que no llegarán las horas bajas. Y es que necesito descansar, eso que llaman dormir. 

Dispara te digo, mientras tus labios entreabiertos hacen acopio de noche y la luna se llena de ti para envidia de morabitos y pavor de vecinas que buscan por los rincones arañas a las que seguir su teje que teje el día de mañana. El tiempo pasa. El tiempo y la luna tricotan delicados redobles de nieve sobre la piel de tambor cuando tu vientre ignora quién lo respira. 

Dispara te digo, y yerras el tiro y sangro y duele y no hay vitamina que me consuele porque el cuerpo es tacto y es tiempo y es sonrisa y nunca espanto. Pero espanta contemplarte desde tan abajo y, tan lejos, recordar 2014 y quererte reptar más allá de 2024. Muslos, relojes y aviones. Fuego cruzado. Miembros de cristal. Sonrisas de payaso, ya no el triste ni el contrario. 

Diez dedos para contar diez años. Locomoción y el camino por delante y un conejo que siempre llega tarde.

lunes, 6 de mayo de 2024

en el camino

Te preocupa que te deje.
Nunca te dejaré.
Sólo los extraños viajan.
Siendo dueño de todo,
no tengo dónde ir.
Leonard Cohen

A algún tugurio de la España, vamos, decías y, una vez más, conducías mis pasos entre vidrios que se habrían de romper rayando la madrugada, Dennis, hermano. Sólo había sido otra semana de dejar perderse pelotas de malabar en los resquicios del asfalto. Los niños columpiaban su temperatura lechón a ritmo de monociclo, pedían dinero entre los autos, asfixiaban con sonrisas los faros y los llantos de llego tarde a casa, otro bloqueo, puta, ya es tarde y hoy es jueves noche de machos. 

En Cochabamba, ya no recuerdo, puede ser que sí, los jueves eran noche de machos, de hembra los viernes, o al contrario, pero había un día estipulado para los desvaríos noctívagos de una y otro siempre en compañía de los de su propio sexo. En sexo, tal vez, pensé en más de una ocasión, derivarían tales riesgos. Tú me desmentías, Dennis, sabio, que toda noche es suplicio cuando sólo se busca la semilla del trago para reverdecer la violencia o el llanto. Y nosotros lagrimeábamos sobrios y etéreos, dolidos pero aún enteros, al filo de otra madrugada que daría en nada. Regresar a casa, ¿qué casa? Aquellas cuatro paredes y el mugido de un gato y el ronroneo liebre de mi Munay todavía perdido en el extrarradio rosa de latidos y muérdago por venir del vientre materno. Le acariciaba, por sobre tu vientre, a él acariciaba. 

Cochabamba quedaba lejos, afuera, tan sólo el murmullo de mar muerto de aquel río Seco que acunaba nuestras noches con su murmurar tan sólo vertederos hasta que llegase la siguiente crecida. Y Munay crecía y en mi interior algo sabía que no se sabía nombrar porque le faltaba aliento. Y hoy, a años luz, me recuerdo y me pregunto si soy un faquir o sólo un remiendo. Enfrentar el pasado y no dolerte de él. Únicamente contemplar, desde afuera, cómo te ha conformado. Aún tiene movilidad e incluso deja rastro en algunos senderos. Cada día menos, lo comprendo ahora que sólo sueño con horadar caminos alejados de todos y todo lo que logre dudarme, como frente al espejo, si aún me reconozco. Pueda ser que lo haga, pero nunca me recomiendo, y la hembra es sabia y sabe mirar y es por ello que tal vez lo único que me regale sea alejarme de su aliento.

Algún tugurio de la España y una botella de vino comprada en un tinglado con telarañas de sombra mordiendo la comisura del labio ciego de la caserita, que no te regalaba las buenas noches si no le aumentabas el peso en la mano al verterle las monedas que compraban aquel vertido en que, después, nos precipitábamos. Y hablábamos, Dennis, y siempre aparecía Scarlet y mi loco empeño en soñar su sonrisa crecida en gana de morder la vida. Tú me decías haz algo, hermano, sigue luchando que ya no se aproveche más el gringo estos niños son tu norte. Y hoy se me antoja sudario. Hoy todo lo que amo se me antoja sudario mientras brindo por los pasos perdidos no con Aranjuez, Dennis, que acá, el vino, aunque más caro, duele menos el paladar. Que lo que duele, siempre, es la distancia y por eso sigo anclándome al sueño del nonato y preguntándome a qué huele el mañana cuando ya conozco todo aroma para mi futuro y sé que es frustrado.

¿A qué huele el mañana? Nunca me lo respondiste. Pero sé cómo aroma Munay las estancias y las impregna de sueños en que, para huir la pesadilla, escalo ramas de bambú ansiando alcanzar el cielo. Que lo toqué. Que lo he tocado. Mira mis huellas dactilares y comprende por qué se borraron. Porque el cielo quema y tal vez sólo Luzbel sepa cómo se desorienta el paladar, tras el amor, como tras el alcohol, para quedar seco de distancia y algo así como acartonado.

Caminábamos Cochabamba y llegaba la hora de regresar a casa. Munay ya estaba naciendo. Pero La Cancha me llamaba, con su plenitud de orines, sus trapicheos mugre y sus maneras de sándalo encendido sólo a mayor gloria de quienes no llaman futuro al método de buscarse el trago o el alimento cada día. Nunca lo supiste, Dennis, o sí, pero tomaba el taxi y pedía al chófer que me regresase a La Cancha. Ahí veía niños boquear entre mareas de plástico, me dolía de los míos, que me esperaban al día siguiente ejercitando músculos y mandíbulas antes de la hora de la comida, y regresaba al verdaderamente mío cuando ya casi nacía, para acurrucarme en la frazada mercurial de su latido. Angie abismaba pupilas en mi deambular por la casa hasta recogerme en murmullo de porvenir al que hoy, desorientado, hago eco con mi desvestirme en el cuarto de baño, triste desnudo, declive por más que lo nieguen: el futuro es esto que hoy, esto a lo que tú recompones, cuando se te antoja, los pedazos.

En las calles aún podía comprender el jeroglífico exacto que habían tallado en lumbre Scarlet y el resto de malabaristas del hambre cuando a lomos de monociclo. Y un puñado de pelotas puro trapo recomponiendo el asfalto. Es tarde, aullaba la caserita, y te marchas o te marchamos. Hora bruja de recoger los trastos. Tú ya acariciabas los sueños, Dennis, y yo aún andaba perdido en Cochabamba tanto como esta noche ando perdido en mí pensando sólo que lo más sano, a pesar de adulterado, sería emprender, de nuevo, el camino.