miércoles, 30 de diciembre de 2020

el año de la peste y la sonrisa de la Binoche

Tumbado en el sofá, los cojines milimétricamente dispuestos para acoger la ordalía de osario venidero en que se transforma mi cuerpo, mi latido, mi dolor... porque me duele el estómago, mucho, y no es por excesos festivos de festividades que no estoy celebrando como desearía. No es por eso y prefiero no conocer el origen (o fin) de este tartamudeo que mi sistema digestivo ha decidido como algo parecido al sufrimiento previo al perdón de los pecados.

Porque la casa está vacía. Estoy solo. Me desentiendo de La insoportable levedad del ser (elegí mal día para revisitar dicho filme) y lanzo mis pupilas como dardos certeros contra las ramitas falsas de un falso árbol de navidad que, hace no mucho, erigimos Munay y yo en medio del salón: para que fuese más incómodo recorrer sus escasos metros cuadrados, sí, pero tal vez, también, para que no pudiésemos escabullir el recuerdo de haberlo montado juntos, entre risas y confetis de un ayer mal parido y un futuro siempre incierto mientras los abuelos, en casa, lloraban nuestra ausencia. Dardos mis pupilas, siguen sin acertar las ramitas del árbol, y le cosen espumillones falsos por ver si así ven mejor todo lo que en su ramificación made in China anida, ya libre de sangre y horas niñas de trabajo sabiamente remunerado con el celofán del mañana dios o Lao-Tsé dirán. Como dardos las monedas en la hipotermia de la cuenta corriente que me tirita de frío al comprobar que este mes tampoco llego. 

Apago la televisión, a pesar de que la mirada de Juliette Binoche invita a hacer hogar en ella y hogaza de su ternura de rebaño frío, promisorio y quieto. Como los rebaños de sacrificio que engordarán la ilusión de tantos, durante estas fiestas sin abrazo ni ebriedad aplaudida. La ebriedad, estos días, repta y silabea silbidos de sangre a tus espaldas, y no es políticamente correcta ni socialmente aceptada porque puedes contagiar al otro que no teme contagiarse ni contagiar mientras le sustente una cuenta bancaria engordada a base de miedo y sudor frío sin dejar de denostarte por paria y portador de virus... salvo que te haya tocado la lotería, que ya sé que no... o tal vez sí, porque sigues con vida a pesar de entrar cada día en el estómago fragante del Metro para desplazarte hasta tu lugar de escarnio, o de trabajo, que tú del teletrabajo nada sabes más allá de esas leyendas que te cuentan los medios y hoy ya te suenan más a Charles Dickens que a derecho conquistado. 

Mientras, en esos allende los mares que siempre quisiste surcar, los hijos de la nada recolectan virus de sombra y marchitan pan duro al albur de una dentadura hecha de limón exacto. Mientras, allende los mares, en mi a pesar de todo añorada Bolivia, en mi a pesar de todo añorado Marruecos, en mi a pesar de todo añorada India, por ejemplo, la peste no hace acto de presencia simplemente porque los medios no nos lo cuentan. Pero igual es Bolivia que la residencia de ancianos ubicada en el mismo perímetro en que se encuentra el hogar de fin de semana de más de uno que no quiere saberlo o no se entera o cualquier día levantará barricada para que desahucien a los ancianos como si fueran los nuevos menas o menores no acompañados nunca para la siguiente entrega, a domicilio, de comida recién hecha y bisutería low cost adquirida vía amazon que, de paso, te entrega libros que nunca cobrarán los escribas que en ellos se dejaron la vida porque hoy todo es producto y consumo mientras se consumen aquellos que regalan canciones que tú aplaudes en las redes pero que ni por asomo te atreverías a comprar porque es mucho más valioso un like y un aplauso en emoticono.

Enciendo de nuevo la televisión y naufrago mi mirada en la de la Binoche sólo por desprenderme de tanta herrumbre y machiembrarme falsamente a sus pupilas hechas de ayer y belleza. Los bares han cerrado, ya es hora del toque de queda, pero sus propietarios seguirán clamando por el pan que se les quita, arrancado de la barra del bar como se le arrancó la dentadura al último anciano al que escuché languidecer y proferir soflamas de infortunio frente a la tapa de callos reseca. Claman los propietarios: ayudas directas. Claman los autónomos: ayudas directas. Claman los gerentes de las estaciones de esquí: ayudas directas. Claman los dueños de hoteles y aerolíneas: ayudas directas. Claman los diputados: guerra abierta. La calles son un clamor a través de los telediarios, pero no escucho clamar a nadie por los que se dejaron la garganta clamando a un cielo abierto de jilgueros y nubosidades variables a las que no supieron poner nombre hasta que se puso de moda nombrar cada nueva borrasca como para darnos más miedo. Nadie clama por nadie más allá de ese sí mismo que languidece exhausto arrastrando sus cadenas de naufragio con maneras de fantasma de Canterville reutilizado. Todos damnificados, sí, pero cada damnificado en su mundo, como nos quieren, agradecidos por sus dádivas de high couture mientras deglutimos anuncios de eau de toilette plurilingües y denostamos el fin del idioma español como lengua vehicular escupiendo a quien habla un idioma no reconocido por los mercachifles del todo o nada, dígase este árabe o subsahariano. Las calles son un clamor, sí: un clamor de compraventas en que olvidamos el motivo por el cual ayer, antes de que llegase la navidad, tan necesaria, más incluso que la vida, llegase la ordalía del proletariado (Marx revisited) para imponernos su dictadura de compraventas que cotizan al alza del clamor y la farsa. Y es que las calles son un clamor de sangre terciaria derramada a mayor gloria de las madres del mercado que no, no son la nuestra llorando los paños de limpiar por enésima vez la cocina en que mañana no podrá afanarse porque está sola y nadie la visita y si alguien lo hace será sólo para emborracharse y no para enjugar sus lágrimas en el lacrimal valiente de eso que dimos, erróneamente, en llamar ser humano.

Regreso a la Binoche y lloro pensando en Munay porque hoy me siento madre y me duele este desbarajuste mental al que me amarro, limpiando fogones y adecentando cuartos, con las encías frescas de sangre de gaviotas que mordisqueo cuando me llegan de antaño a morder el vergel triste de una marejada hecha rebaño.

Muchos escuchan ya tronar el campanario, como en la antigüedad, clamando a muertos. Pero es fin de año y sólo una fecha será capaz de cambiarlo todo a ritmo de campanas vacías y mesas puestas como esperando invitados que nunca llegarán porque les cambiaron el horario. Eso es la peste, para la mayor parte de nosotros: un cambio de horarios, un llegarán tiempos mejores, un volveremos a vernos y si no nos vemos es que no nos hemos acordado. Yo, por si acaso, regresaré a la Binoche y prepararé los cachivaches que hagan sonreír a Munay sin saber que le espera un mundo de disfraces sin sentido y clamores hechos trino de gorrión aniquilado.

Ding-dong, ding-dong... qué triste la Puerta del Sol sin su rebaño... ding-dong, ding-dong, qué triste la madre huérfana de su sangre y de sus daños... ding-dong, ding-dong, qué triste la cobija tenue de los que sufren el frío sin contarlo en televisión para no estropear nuestro condumio hecho de siesta y ocaso. 

Ding-dong, ding-dong, qué suerte la mía de poder estar borracho y asomarme al patio de luces de mi hogar como quien lo hace al patio de butacas... arriba, pastoreando nubes y ensoñaciones, la sonrisa de la Binoche.

viernes, 5 de junio de 2020

el niño Lorca

Federico García Lorca, niño enamorado del dolor, del duende que no es gnomo ni taconeo flamenco sino oscuro arraigo de pies calientes (y manos gélidas de caricia ausente) a una tierra que germina ramajes de arteria mientras aúlla escarnios de perdedores y malditos.

Primero, los calés, malditos de Guardia Civil y navaja vespertina, en su Romancero gitano, y luego, en magnética eclosión, esos gitanos yanquis del algodón y el navío triste y hoy, ahora, ya, del cuello mordido por rodillas de perro zafio y hambriento: los negros, con su nívea dicción de aleluyas y esclavitudes susurrada en la olvidadiza memoria del tiempo.

Federico García Lorca, niño enamorado, ya digo, del dolor y la muerte. Tan enamorado que la buscaba como zahorí, perdido ya el palo de la alegría en las alcantarillas de la gran ciudad. Así la encontró, abrazándose a ella de inmediato para permanecer por siempre niño. Aunque su adiós fue asunto de malparidos engendros que, por desgracia, siguen engendrando monstruos que hoy sueñan con desbaratarnos el sueño. 

El sueño de la razón produce monstruos, dijo aquel otro niño oscuro del brochazo y la dignidad, pero resulta que el de lo irracional engendra más terribles, ignorantes y aberrantes bestias. Que la muerte del poeta fue asunto de malparidos, decía, y que de él haber vivido hasta conocer el nuevo siglo habría permanecido, por siempre, el niño que fue y aún se esconde tras sus títeres de cachiporra y su sonrisa amarga de felicidades ajenas. 

Así, como niño, se entregó a un juego de metáforas locas de surrealismo e imágenes que danzan zapatos de mordisco y miedo en ese tan paseado por encima y poco caminado Poeta en Nueva York tras cuya cópula, más que lectura (ese libro lo he violentado por todos los orificios, e igualmente he dejado que me violente por todos los que mi cuerpo ofrenda), no pude ya jamás volver a ser el casi niño que le acariciaba las páginas sin saber, aún, que acariciaba La Poesía.

Es bueno para la humanidad saber que hay niños que siempre negarán todo lo nefasto que implica llegar a adulto. Al menos, para mí, es milagro seguir mojando la piel en el mismo mar de desarraigo y verbo en que moja la pluma ese niño Lorca que, por más que muchos desearán, nunca estará muerto.

Autorretrato de Federico García Lorca para Poeta en Nueva York

jueves, 4 de junio de 2020

reivindicación de Juan Goytisolo


Ya dejé dicho, tiempo ha, en alguna parte, que a Marraquech siempre se acaba llegando. De Marraquech nunca se parte. Nadie abandona el fértil fermento de su callejero, por más que lo pretenda.

La mítica ciudad magrebí se desdibuja, a la caída de la tarde, con un tímido difumine de brisa, asfixia de temperatura en suspenso, borrasca de especias amenazando el perímetro de nervio y Literatura de la plaza de Xmáa-El-Fna. Y es que a la Literatura, como a esta ciudad, siempre se llega. Al menos un servidor.

El calendario se disfraza de atardecer: naufragio de las cucharillas en hierbabuena y centígrados: coloquio de parroquianos eternamente adscritos a la tragedia de mesas imposibles que pastan el irregular forraje de adoquín y milagro de la plaza: soliloquio de iluminados y orates sembrando semilla de palabra y mueca bajo tenderetes como carpas de circo medieval: embriaguez de serpientes hipnotizadas por el danzar enajenado de truhanes y mirones: sortilegio de octavas descompuestas al ritmo de darbukas de tercera mano: fragancia de azahar salpimentando la marejada de azúcares del zumo de naranja recién exprimida: cámaras fotográficas congelando poses onerosas que recluir en la memoria 32GB y en la emulsión edulcorada del recuerdo: ritmo de mugre: compás de aceite usado: radiación de neones y luminiscencia de gases extirpados a pequeñas bombonas para reconducir las sombras hacia un espacio de luz en que puedan volver a la vida sin necesidad de esperar tres días…

Atardece en Xmáa-El-Fna como si Marraquech hubiese perdido, entre sus bolsillos de laberinto y ayer, la brújula de la aurora.

Pero para alcanzar la tarde, en Xmáa-El-Fna, es preciso haber perdido el rumbo de las horas en las calles circundantes, haber seguido el hilo de una Ariadna morena, ojos de kohl y silencio de geisha, que recorre rincones como catedrales de luz y angosturas como cavernas platónicas para trazar el imposible mapa de la medina marraqchí. Alcanzar el perímetro de inmediatez y comercio de la plaza ha de ser como fondear en el puerto bucanero de la Isla Tortuga, tras sobrevivir a una travesía de motín, sed y canícula.

No existe, Xemáa-El-Fna, para regalar sus delicias a los viajeros de la prisa y la instantánea.

Juan Goytisolo bien lo sabe, y esculpe su medineo de paso calmo, cada día, a la caída de la tarde, recorriendo la cinematografía muda del adobe y el mantra bullicioso de las calles en que se perdió hace años, quizás ya demasiados, para mejor perder el oprobio de dictaduras políticas y literarias de aquella vergonzosa Hispania que le vio nacer. Monotonía de oficialismos poéticos, uniformidad de pasos procesionales, al otro lado del Estrecho de Gibraltar. Imposible enfrentar la petulancia de una censura que sólo sabe de puntuaciones oficiales, costumbrismos abyectos y moneda urgente. Utópico abandonar la pluma al raído vaivén de los días y la vida en desarrollo. España, camisa negra de la ignominia. Marruecos es, era, fue para el literato autoexiliado, párrafo de libertad al que desmenuzar la ortografía y reconstruir el ritmo sin temor a ser amonestado por los guardianes de lo correcto. Aquí llegó. Aquí permanece. Ya lo dije: de Marraquech nunca se parte, a Marraquech siempre se llega.

El autor, por tanto, ajeno ya al fragor de una patria que nunca tuvo, invertebrado habitante de un mundo que a muchos resulta incomprensible, abandona, a la caída de la tarde, al sonar el despertador aflamencado del muecín, su fresco retiro de la medina para arribar al café en que camareros y concurrentes le ofertarán bendiciones y palabras: Gran Literatura. Allí consumirá y compartirá agua tibia y charla voraz, mirada curiosa y canícula mortal.

Marraquech es, pues, no sólo mapamundi de mochileros y sortilegio de turistas low cost. Marraquech es habitáculo del verbo y morada de un genio más real que el que supuestamente habita esas mágicas lámparas con que te ofertan, al pasear, los mercaderes magrebíes. Marraquech es Makbara, esa ciudad dentro de la ciudad en cuyo interior serpentea la oralidad mirífica de la prosa de Juan Goytisolo y, con ella, la gloria vertiginosa de un idioma en desarrollo, por más que los próceres de la “cultura” deseen verlo por siempre tras los célibes barrotes de la formalidad fácilmente asequible.

El gran poeta apátrida nos enseña, en cada uno de sus textos, que el futuro de la lengua no se escribe en libros ni academias, sino que se limpia de formalismos en la desaseada plaza de una ciudad sureña, se fija en las callejas ajadas de siglos de una movediza medina y adquiere esplendor en la garganta raída de tiempo de borrachines, paseantes y buscavidas que pervierten ortografías con la lucidez exacta de su gramática de hambre y risa. Algún día comprenderán los ciudadanos (ni pizca de fe en las autoridades) dónde habita la esencial semilla del habla y la literatura (tan despreciada hoy, tan de saldo), que vienen al fin a ser lo mismo. Y él continuará aquí, a la sombra de una temperatura mortal, en Marraquech, en la Plaza de Xemáa-El-Fna, moldeando la gloriosa gangrena de la palabra y coloreando las esquinas verbales que los tiempos anhelan dejar fuera de foco, recordándonos que a la Literatura, como a Marraquech, siempre se acaba llegando.


Texto publicado originalmente en Red Marruecos

jueves, 19 de marzo de 2020

El paseíllo


a mi padre

Yo incursionaba los paseos de reptil y bochorno de La Almudena, cuando adolescente, para mejor acercarme de la Calle Alcalá a la Avenida Daroca, donde debía incinerar jornadas repartiendo folletos publicitarios de una demediada empresa electrónica en los buzones del barrio de la Elipa. Era mi primer sueldo, no daba ni para una litrona compartida, pero era un sueldo, y eso lograba que me sintiese adulto, trabajador ya y todo, esclavo ya enredando a mis tobillos cadenas que aún no era capaz de percibir. Reconozco que era absurda, aquella travesía: sólo provocaba que mi jornada efectivamente laboral comenzase horas más tarde: para llegar desde el punto de recogida de los citados folletos al entramado de calles en que debían ser repartidos no era precisa tal incursión por las acequias de la carne difunta.

Más adelante, vencido el acné y los traumas identitarios, frecuenté aquellas veredas sembradas de cruces como lirios y de cipreses como naufragios inversos (porque así naufragan los suicidados, los abandonados, los fallecidos: hacia arriba, huyendo la superficie como quien rechaza un plato de pescado podrido). Fragancia de crisantemo escondiendo tras su nube de aroma dramático el parpadeo nervioso de mi cámara fotográfica, empeñada en recolectar imágenes de vida asomadas a la orilla de la muerte.
Dicen que el Cementerio de Nuestra Señora de la Almudena es una de las más extensas necrópolis europeas. Pueda ser, aunque me perdí por cementerios de Lisboa, París, Praga, Berlín, Estambul (¿se considera Europa?, ¿o Europa es ya sólo delimitación política, Unión Europea, y en ese plan?), Roma, Viena, Ámsterdam y más, que me parecieron inacabables de tan amplios. Si los doctos en la materia lo aseveran no soy yo quién para contradecirles.

Dicen que el Cementerio de Nuestra Señora de la Almudena contiene más habitantes que el resto de la ciudad de Madrid, o sea, la ciudad de los vivos, porque la Almudena es metrópoli de almas en pena o penosamente perdidas en la batalla de los relojes, la enfermedad y la violencia. No sé, nunca me dio por hacer recuento de lápidas. Pero sí doy fe de su amplitud de campiña manchega que la vista no es capaz de acotar bajo sus reflectores de pupila y parpadeo.

Mi padre sí podría teorizar al respecto, eso es seguro. Al fin y al cabo él no paseaba el cementerio a la caza y captura de instantáneas que hiciesen eterna la vida de quienes ya la perdieron, como hacía yo con mi cámara como único compañero. Él vivió en el cementerio, entre sus tapias, y agotó entre mármoles y sepelios buena parte de su infancia.

Fue finalizada la Guerra, la Civil, la más incivil que vivió esta España mía esta España nuestra que hoy nos devora y a mala fe nos denuesta. Mi abuelo permanecía preso en la Puerta del Sol, por comunista, y mi abuela, mujer de falda arremangada y perseverancia leonesa, se presentó en comandancia reclamando la presencia de un Teniente Coronel de la Guardia Civil al que el padre de mi padre había regalado orondas vacas en las épocas del hambre. El susodicho mandatario de tricornio no apareció en un tiempo, pero fue el suficiente para que mi abuelo no fuese ejecutado. Al contrario, fue puesto en libertad, pero en agradecimiento por la buena acción mi abuela se vio obligada a regalar al teniente la casa en que habitaba junto a su esposo y sus, entonces, todavía, tres hijos. Carambolas de la cercanía humana, un peón de albañil, antiguo compañero de mi abuelo, trabajaba en aquellos días ampliando las avenidas de escarnio del Cementerio de la Almudena, y en la garita en que cambiaba la ropa de civil por la de trabajador honesto, dio amable cobijo a mi familia.

Guardo en la mochila la cámara fotográfica, como quien guarda el fusil en la vaina destinada al efecto, y recorro lingüísticamente nombres y fechas como pétalos de rosa lanzados al aire de matrimonios frustrados, dedicatorias y pésames como charcos de domingo sin fútbol ni pareja, 1922-1943 no te olvidamos Eugenio Pardo amigo de sus amigos y sostén de sus enemigos a la tierna edad de 13 años nos vemos en el cielo angelito de la guarda que eres niño como yo Basilio y Basilia 1901- 1939 que te sea más leve la muerte que a nosotros la vida sin ti Virgen Purísima ruega por ella 13 de mayo de 1887 – 13 de mayo de 1937 siempre juntos Fermín Donoso Cifuentes tus amigos no te olvidan, ni yo ya puedo hacerlo después de fotografiar tu lápida abrillantada por ese rayo de sol repentino que ha llegado hasta Madrid para recordar que un día caminaste sus plazas y calles y compraste churros en San Isidro y regalaste piropos subidos de tono a la manuela que pasaba, cada mañana, frente a la obra en que te aplicabas duro para llevar el jornal a casa y poner mendrugo de pan en la mesa del cocido de los viernes.

Fechas lejanas, nunca me gustó merodear las tumbas recientes, las de los ciudadanos que hasta ayer, como yo, caminaban Madrid. Prefiero las antiguas, y enhebrar la memoria en vidas que desconozco pero que, bien es cierto, fueron, a su modo, vividas.

Las antiguas son las que mi padre vio edificar con alarde de mármol y cemento magro, en aquellos tenebrosos años de su infancia robada, cuando tenía que atravesar La Almudena en la mañana temprana, reciente aún la niebla de la noche en vela, para acercarse a la única escuela de la zona en que daban escueto cobijo a los hijos de la guerra sin preguntar por el bando en que militaban sus progenitores. Estudiar es importante, hijo, mira yo, qué no hubiese llegado a hacer si hubiese podido seguir estudiando.

Dicen los historiadores de la cosa que, hasta 1945, los fusilamientos contra las tapias del Cementerio de La Almudena, fueron moneda corriente con que comprar silencios, miedos y futuros truncados. Brusco estallido de luz inauguraba un amanecer de sangre que simulaba primigenio graffiti en los muros de aflicción y penitencia del camposanto. ¡Carguen! ¡Apunten! ¡Fuego! Y la mañana de Madrid despertaba ante el canto del gallo de la ignominia, gotelé bermellón descorchando la botella de vino agrio de los días, roja sangre de rojos salpicando la piel de la madrugada.

Se abre el obturador de mi Nikon F80 para recoger un vendaval de calima que apesadumbra de melancolía aquella lápida del 40, cuando el no pasarán ya era caducidad impresa en los rotativos de los vencedores. Y sigo caminando con cuidado de no despertar las conciencias reposadas de quienes yacen bajo mis pies. Como mi padre, que sorteaba sombras y silencios para evitar encontrarse, una vez más, de frente, con el pelotón de fusilamiento.

Era rápido, chaval échate al suelo, y un capote verde oliva caía con su pesadumbre de sudor y barro sobre su espalda apesadumbrada. Evitaba mirar a los presos, sólo una vez recogió en el cántaro inocente de sus pupilas aún niñas el borbotón desesperado de la mirada de un recluso, momentos antes de que perdiese el foco como yo desenfoco mi cámara con un temblor de lágrima que no sé de dónde procede. Jamás olvidaré aquella mirada. Luego la salve rociera de los fusiles a mayor gloria de Dios Patria Nación y demás consignas. El desesperado claqué de los cuerpos vencidos maltratando el barro del camposanto, la orquesta desacompasada de los fusiles en retirada a sus cuarteles de invierno, la voz agria del mandatario de turno increpándolo chaval ya puedes ponerte en pie y seguir tu camino y tú no has visto nada y la mordida de temperatura y prensa del nuevo día aplicando su dentadura en la piel de escalofrío que desordenaba a mi padre una vez habían recuperado, los francotiradores, el capote verde oliva con que le habían cubierto durante la ejecución.

Después llegar a clase y no poder prestar atención a la maestra, por muy guapa que ésta fuese. Disculpe, señorita, olvidé los deberes.

Cuando yo abandoné las clases para repartir publicidad, sentía que mis paseos por La Almudena otorgaban sentido a mis ausencias escolares. Eso o la necesidad de ingresos, que imponía en casa su dictadura de miedo y tiempos pretéritos.

Más tarde, mordidos los relojes y perdidos los años, cuando daba mis paseíllos por el cementerio intentando captar momentos blanco y negro que inauguraran, en la química de grano y textura de la película fotográfica, vidas que se perdieron en la espiral infecta de la vida, recordaba que mi padre, una y otra vez, me susurraba: cuando iba al colegio… era lo que más temía… toparme con otro grupo de convictos a los que andaban dando el paseíllo…

Pablo Cerezal




domingo, 1 de marzo de 2020

rock and roll convulso

La belleza será convulsa o no será.
André Breton

Chencho Fernández lleva demasiado tiempo viviendo en música y poesía. Sus composiciones andaban desperdigadas por los corredores del tiempo y las esquinas de los estilos. Hasta que publicó Dadá estuvo aquí (2015) certificando un compacto latido de acorde y lírica llamado a prolongarse en futuros trabajos. Baladas de plata es el primero y ya es presente, al menos en mi reproductor, que durante poco más de 50 minutos ha ostentado, orgulloso, su capacidad para detener el tiempo.

Y es que Baladas de plata está lejos de ser una mera colección de canciones. Si algo reclaman las que lo componen es, justamente, tratarlas como partes insustituibles de un todo: una obra musical sin fisuras que debe escucharse de principio a fin y en el orden dispuesto por el autor. Una obra musical que te invade de euforia al comprender que mientras existan creadores como Chencho Fernández no serán definitivas las tiranías mercantiles del streaming y los hits descabezados al azar. 

No parece casual que el álbum comience con ese apabullante trallazo rock que es «La fosa de las Marianas». Podría considerarse una canción denuncia, como se consideró en su tiempo, de manera errónea, «Like a Rolling Stone». En ambos casos sería mejor hablar de una advertencia. El bardo norteamericano avisaba de los riesgos de una atroz deriva social. El sevillano nos escupe la realidad inapelable en que aquella se ha consumado. Y la advertencia crece, como la de Dylan, en una instrumentación de musculatura épica, hasta deshilvanarse en un murmullo de teclados y tomar forma definitiva: os lo dije, ya no hay salvación... ¿o tal vez sí?

La probabilidad de salvación se vislumbra con esa deslumbrante joya de arpegio y poesía que es «La canción de Nadia». ¿Se refiere, Chencho, a la Nadja de André Bretón? ¿Está rubricando el álbum como rubricó la belleza el poeta?

Ignoro si sería su intención al registrar esta magistral lección musical que es Baladas de plata, pero ha dado vida a una obra tan convulsa como ese amor fou que descubre a los amantes en el fatal abrazo que los ha de separar. Por eso no resulta extraño que a la inicial advertencia de rock descarnado le siga una zambullida en la calma chicha de canciones con sonoridades más cercanas a la canción melódica, dicho esto con todo el respeto que merece recordar los arreglos orquestales con que copularon la chanson francesa, las armonías de San Remo y los standards interpretados por los crooners americanos. Que el término crooner hace ya tiempo que perdió sus connotaciones peyorativas, piensen si no en Nick Cave, por ejemplo, y Chencho Fernández se erige aquí como el crooner definitivo de la música patria.

Un crooner de dicción canalla y frágil (perdonen la redundancia) que empuja hasta insólitas cumbres de emoción a una banda de músicos superlativos que manejan percusiones, vientos, ritmos, teclados, cuerdas y coros con maestría de puñal en flor. En cada compás se arrumba un eco de electricidad ancestral llevada al límite de la belleza por la suficiencia agridulce con que Chencho fusila los versos de unas canciones que son verdaderos poemas.

La elegancia y riqueza de matices que atesoran estas Baladas de plata, aparte su intrínseca sabiduría rock, ostentan patente de corso europea.  En Europa inicia este delicioso paseo por lo mejor de la música popular, con canciones tan europeas como el Mediterráneo y el amor fou. Tan mediterráneas como Serrat («Un hit», de nuevo «La canción de Nadia») y tan amor fou como Gainsbourg («Te quiero sin querer», el delicioso orgasmo francés de «Mi pequeña muerte en ti»). Tan europeas como una tarde en el interior de una habitación que hiede a sexo y amor perdido. Melodías de contracciones rítmicas y acordes distendidos, copulando en esa pose original y subversiva con que la belleza exhibe sus atributos.

Pero el viaje continúa, y el autor nos recuerda que su pericia musical se ha forjado en numerosos senderos. Así, abre de nuevo la puerta a Dylan («La noche americana», el góspel bastardo de «Suicidio en Hollywood») confirmando que lo que hace de una canción poesía es, amén la lírica intachable de su letra, la capacidad del cantante para empujar con su voz de anochecer el gruñido en seda de ritmos, guitarras, coros y vientos, hasta fundirlo todo en un emocionante abrazo de tensión y música total. Y si el cantante ha de susurrar para ello, como los poetas, lo hace. Pocos saben susurrar como Chencho Fernández, por cierto. Poesía, ya digo.

Por si quedasen dudas de la educación musical del bardo, este comete la desfachatez de, con mimbres garaje y negritud de allende los mares, edificar una mítica de la propia tierra de nacimiento y sus andanzas por la misma, como Lou Reed relatando su impostergable New York («En boga»). E incluso se pasea por los barrios bajos de un Buenos Aires que huele a Hispalis berlinés («Salvador en la Plaza del pan»).

Las guitarras juguetonas y los coloridos paisajes de teclado en que se sostiene «Calle Imagen» regresan los pasos del poeta por el callejero de la melancolía, después de rumiar su propia ignominia marcando el ritmo en ese milagro de lírica cruel y acordes en duelo que es «Como se odian los amantes». Siempre a un lado y otro de ese espejo de convulsa belleza frente al que Chencho Fernández sitúa al afortunado oyente.

No es que no existan los ancestros, por tanto. Es que Chencho ha bebido de sus fuentes hasta saciarse y aclarar su voz de poeta urbano para dotarla de un acento único y absolutamente moderno, à la Rimbaud. Porque lo moderno, hoy, es mantenerse ajeno a la estridencia y el golpe de efecto, es utilizar la sabiduría de años de música popular para fecundar un disco, como este, intemporal y deslumbrante. Baladas de plata es un universo que se escucha como un poemario o un álbum de fotografías que catalogan amores como cuchillos por la espalda. Un derroche de elegancia y buen gusto, desde la precisión de las composiciones hasta la pulcritud de unos arreglos musicales que no vienen a entorpecer la canción ni a dotarla de histrionismo, sino a vestirle la piel precisa. Baladas de plata es un universo instrumental y lírico de difícil parangón en el rock que se pergeña a día de hoy en este país.

Baladas de plata como balas disparadas contra este lobo para el hombre en que nos hemos convertido... tal vez con la desesperada intención de regresarnos a nuestra condición humana y convulsa.

*texto incluido en el libreto de Baladas de plata

jueves, 20 de febrero de 2020

otra temporada en el infierno

Aquel recital de Bunbury, en La Riviera, era el último que veríamos en Madrid, hasta un hipotético regreso que no encontraba guarida en calendario alguno. Tus manos hacían nido en mi nuca y las mías intentaban apresar aviones que surcaban el falso cielo de la sala dibujando acordes como estelas de queroseno. 

La Riviera respira su quietud de Moby Dick ferruginoso a la orilla del Manzanares, en espera de las huestes del exceso. La noche cual reino de juventud que desmembra su cuerpo al ritmo de sones electrónicos y combinados de color eléctrico, sabor inocuo y efectos retardados. Hasta allí se acercan tribus cuya única señal identitaria es la gana de sexo urgente y música desordenada, los fines de semana, cuando la madrugada inicia su loco festín de horas de una sola cifra. En ocasiones, la sala ofrece un aperitivo a dicho festín con algún concierto de una banda más o menos renombrada.

Noches de concierto, liturgias del desorden en que intentamos adecentar los saturados estantes de la adrenalina. Voracidad de vértigos que sólo suceden en nuestra imaginación. Cambiamos la piel de ciudadano voraz por el disfraz de cromañón sensible y nos lanzamos a la caída libre de una comunión profana. De ángeles a demonios, apenas apreciamos la transformación, ni siquiera nos detenemos a pensar si en verdad somos el mismo de horas antes, cuando aún el concierto era sólo una promesa. Ya en la sala, hemos mutado la piel por pura electricidad sensible, accidentes sinápticos recomponen nuestro aspecto externo y nos someten al yugo infalible de un exceso de cartón piedra.

Así tú y yo, aquella noche, decididos a apurar ese concierto como si de un trago delicioso y postrero se tratase. Al frente de los días, casi al borde de aquellas horas, nos esperaba un exilio voluntario en tierras andinas. Abandonaríamos familia, amigos, hogar, recuerdos, fetiches, paseos, compraventas, noches infinitas y días mordisqueados, cual manzanas, por las nubes de aguacero y hollín de un Madrid que nunca fue nuestro, por más que así lo pretendiésemos.

Horas antes, con David, en el coche, repasábamos Licenciado Cantinas, el último CD (por aquel entonces) del artista maño. Los tres estábamos de acuerdo: gran disco. Obra arriesgada en que el músico se había atrevido a actualizar un buen tropel de tonadas pertenecientes al cancionero popular latinoamericano. Latinoamérica, decíamos, y en la voz de David se estremecía un rumor de melancolía, en la tuya un presagio de duda y en la mía una seguridad ficticia. Latinoamérica, seguro que os irá bien, y el cambio no será tan grande, a ver si comienzo a ahorrar para ir a visitaros. Y nuestro silencio como respuesta o, en el mejor de los casos, un brusco pon la canción siguiente. Tú siempre querías escuchar, una y otra vez, la copla que finaliza el disco: es mi preferida, es preciosa. Y lo único de precioso que contiene esa música son sus doloridos versos de existencia al borde del abismo.

Yo te había hablado, antes, de Atahualpa Yupanqui, de su voz de arena tibia y el rasgueo florido de su guitarra. Alguna vez, en casa, puse un disco suyo, para que escuchases la canción original. Pero a ti no te gusta el sonido añejo ni las películas en blanco y negro. Tus oídos, como tu cuerpo todo y tu ternura, son más jóvenes que los míos. Prefieres la canción de Bunbury, has nacido cuando el rock and roll lo era todo habiendo dejado de serlo. Ya era historia, o sea. Ni siquiera conociste a Kurt Cobain, eras demasiado joven, ya digo. Yo, sin embargo, crecí a la adolescencia cuando el punk confirmaba su máxima del no future y Gabinete Caligari ofrecían tragos de Four Roses para las noches de amanecer incierto, me impregné de rabia grunge y luego, al poco, comencé mi meditabundo recorrido por los ritmos de los 60 y 70, rythm and blues, los Stones, Dylan, The Kinks, Zeppelin, Bowie, la Velvet, cómo no, y, cual Diógenes desorientado, amplié el espectro de mis gustos musicales a la trova, el tango, el folk, la copla, el flamenco y un sinfín de cadencias preñadas de oscuro y  melancolía. Es ahí que apareció Yupanqui para explicarme que Argentina no sólo asesina mujeres besándolas a ritmo de tango, sino que también habita cordilleras de almizcle en que danzan nubes y poetas sueñan quimeras con que dignificar al pueblo.

Tú prefieres la versión de Bunbury, más moderna, de sonido más actual, más orgánico. Claro, al fin y al cabo por eso registró el músico su Licenciado Cantinas, consciente de recoger entre las manos glorias extintas de la canción latinoamericana y dotarlas de envoltorio que le generase nuevas travesías con nombre de saudade. Mientras, en las cantinas y boliches de el continente americano, continúan agrietándose los tragos en la garganta de borrachos, pendencieros y soñadores para quienes esta o aquella canción supone elixir de duelo, osario de amores en desgarro, bocado de infortunio.

Y disfrutamos aquel concierto. Y llegó tu canción. Bunbury cantó «El cielo está dentro de mí», del Maestro Yupanqui, y tú escanciaste humo de lágrima en mi hombro mientras tus ojos pretendían hallar en los míos la solución imposible de nuestro futuro en común.

Pocos días después partiríamos y arribaríamos a la falda revoltosa de unos Andes ametrallados de silencio. Y comenzamos a erigir nueva vida con maneras de artesano: ladrillo sobre ladrillo, incomodidad sobre carencia, sonrisa sobre caricia, lentamente... y un día sucedía a otro y el nuevo fagocitaba al inicial mientras el que estaba por venir sucumbía de antemano a la envestida del siguiente, y así en maquinal reproducción de horrores que nos esculpían la sonrisa reconduciéndola en realidad anciana con que la parca reclama su reinado.

Tú me preguntabas qué hacemos aquí, tan lejos de todo, de todos, tan expuestos a la mendicidad de seda negra que viste el futuro en sus noches de gala. Yo recordaba el amanecer sucio de Madrid, a la ribera del Manzanares, con su desastre de agua débil y patos supervivientes. Recordaba La Riviera, aquellas noches de concierto, el redoble amable de la camaradería, el sucio riff del sexo urgente en los urinarios del bar de enfrente, el vertiginoso acorde del alcohol adulterado, aquel apocalipsis arquitectónico que impregna los horribles muros de la catedral de La Almudena, el crimen de metacrilato perpetrado sobre los arcos del Viaducto, las calles de ese Madrid de los Austrias que tanto paseábamos, después de cada concierto, antes de entrar a la siguiente taberna para continuar debatiendo, entre copas y cigarros, lo difícil que es mantener el soñado equilibrio entre luz y oscuridad.

Desde allí, en las alturas, mi vista vestía de lejanía todo el valle de Cochabamba. La claridad desteñía la distancia, las nubes desenredaban meteorologías indecisas y el viento desordenaba pentagramas de silencio. Pero a lo lejos, en el continente ignoto de la memoria, cantaban Yupanqui y su guitarra

El cielo esta dentro de uno...

Era Cochabamba contigo, hace ya demasiado. Hoy es Madrid sin ti, y una pedrada contra el escaparate en que ayer surtían mercaderías que yo te regalaba rompiendo mis pupilas con un aguacero de cristales que cantan, al caer

y está el infierno también.


miércoles, 8 de enero de 2020

dejad que todos los niños bailen

Let the children loose it
Let the children use it
Let all the children boogie
David Bowie


y es que, al fin, amado hombre de las estrellas,
los niños están llamados a vivir tu luz,
y el resto de quienes aquí quedamos,
tras haberte conocido,
obligados a enseñarles a ellos,
habitantes de un planeta sin ti:
que no hay más moda que la que ellos dicten aún contrariando la popularmente dictada,
que su sexualidad carece de propietario,
que las convenciones son el uniforme de los convencionales,
que si tienen algo valioso deberían compartirlo,
que la generosidad no es débil ni cobarde,
que la creatividad es semilla del alma que les anima el animal que sin duda son,
que héroes no son los del balompié ni las fuerzas armadas,
que lo oscuro es bello y lo indefinido seduce,
que la curiosidad no mata al gato sino que le afila las uñas de arañar estereotipos,
que la quietud no implica comodidad,
que la diferencia ha de ser indicio de felicidad,
que atreverse es positivizar lo que algunos llaman inconsciencia,
que la provocación ha de ser arte y no exabrupto,
que no hay norma basada en la justicia,
que toda ley ha de ser masticada con los dientes manchados de carmín,
que lo extraño es bello cuando uno se cambia las gafas de mirar de lejos,
que al animal le habita la elegancia,
que el ruido es para los sordos y la música para los ruidosos,
que un hombre puede bailar con más armonía que todo un ballet de féminas,
y
que la música, como todo arte que de tal se precie, no es cuestión de estilos sino de estilo,
que no hay qué sino cómo


Feliz cumpleaños, amado hombre de las estrellas, a ti y a todos los niños que aún pueden seguir bailando