No mal rato pasé anoche visionando The Artist, esa impecable película muda en blanco y negro facturada el pasado año, y que en el presente marcha en cabeza en la pugna por recolectar numerosos premios cinematográficos. Pero a pocos minutos de finalizada la proyección, llegan a abrevar a mi memoria, de manera inevitable, las noticias que hace no mucho nos informaron de que la Lotería del Niño había agraciado con su premio principal a los habitantes de Huerta del Rey, un pueblito de Burgos.
Resulta que la aldea de marras se precia de ser el municipio cuyos habitantes ostentan el mayor número de nombres "raros" de toda la península ibérica (sí, obvio las islas, si no entienden por qué...indaguen), y todos los televidentes que asistieron, el día del sorteo millonario, a las muestras de jolgorio y embriaguez de dichos ciudadanos, ocultaron por un momento la cicatriz de la envidia bajo los abigarrados ropajes de la sorna y la mofa. Sí, tuve que escuchar más de un comentario jocoso al respecto de las palabras con que el Documento Nacional de Identidad identifica a los agraciados pobladores de Huerta del Rey. Claro: Erótida, Especioso, Mayorico, Sindulfo, Veneranda, Gláfira o Filotero son nombres de mucha risa. Fueron apelativos de lo más usual en otros tiempos pero...¿quién recuerda ya esos tiempos? Tuvieron su significado y fueron delicadamente seleccionados por los progenitores en cada uno de los alumbramientos que se producían en el seno familiar, hace mucho, ya digo, en una época en que los nombres se escogían siguiendo unas escrupulosas normas no escritas entre las que destacaba la de marcar caracteres a los infantes que aún no los tenían. Eso ocurría en el pasado, antes de que los padres decidieran castigar a sus retoños con sus frustraciones e imponerles de por vida el castigo de llamarse Jonatan o Yessica sólo por aparentar más modernos, más al albur de los momentos actuales.
Eran otros tiempos, ya digo, y parece que la moda de lo "vintage" no va a alcanzar aún el maravilloso mundo de los apelativos.
cortesía de "la red" |
Me pregunto quién dicta lo que está bien y lo que no. Y lo hago porque, tras ver The Artist, invaden mis recuerdos toda la epopeya de alabanzas que, sobre su factura y "radicalmente transgresora mirada", han vertido tantos y tantos críticos de cine y, lo que es peor, gran parte del público. Sí, la película es perfecta, y entretenida. Pero no nos engañemos: es una película muda, una puesta al día del modo de hacer cine de hace muchos años, simplemente porque no tenían otra manera, porque aún no existía el sonoro, ni el color ni, por supuesto, las 3D en las salas de medio mundo.
Visto que nos encontramos ante tamaña joya, propongo revisionar todos los clásicos que tantos bostezos han engendrado en muchos de los espectadores que hoy afirman, siguiendo el dictado de los tiempos (¿o los "mercados"?), haber recuperado con The Artist la magia del séptimo arte. Y...¿por qué no?: propongo también que los futuros descendientes de dichos espectadores recuperen la magia de la heráldica y la genealogía y porten en sus respectivos documentos identitarios nombres como Epigmenio, Respicio o Vrinedina.
Ya lo cantó Bunbury: "y no sabemos ni nuestros nombres, no ignoramos nuestros excesos"
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