Ya ha llovido desde que alguien decidió que la
migración a las ciudades debería proveer todo lo necesario para la cómoda
subsistencia. Pueblos, aldeas, pequeñas villas desconectadas de los relojes, comenzaron a ver cómo sus
casas quedaban huérfanas de habitantes, y en sus paredes de piedra y antaño las
ventanas bostezaban de sueño o de infarto. ¡Todos a la ciudad!, ¡a conquistar
el éxito, la moneda, la apariencia y el flamante automóvil! Ha llovido
desde entonces, ya digo (aunque ahora llueve poco... ¿no tendrán algo que ver, justamente, los automóviles?).
El caso es que, pasado un tiempo, la ciudad comenzó a
revelar su verdadera faz de prisa por llegar pronto a nada, su indumentaria de
polución y claxon, su pasear de sueldo vencido en la batalla del fin de mes. Mientras,
más de una aldea, ante el temor a perder la última voz autóctona en el siguiente
autobús de línea, ofrecía alojamiento gratuito a quien se instalase en
sus dominios. No fueron pocos los que decidieron revertir el movimiento
migratorio abandonando la ciudad, para aceptar dichas ofertas rurales.
Confieso que, a pesar de urbanita irredento, me sentí
tentado por la posibilidad de trocar el democrático griterío del comercio
metropolitano por el trinar anarquista del pájaro agrario: irme al campo, o
sea. Por contra, como para contrariar mi cobardía y desorientarla con un juego
de maletas como manos de croupier subnormal, me marché a Bolivia. A mi regreso,
años después, las migraciones habían alcanzado una nueva fase: pueblos que
antaño adolecían de ciudadanía, comenzaban a rozar la sobrepoblación. Miles de ciudadanos hastiados de la vida en la gran metrópoli, habían invadido los campos en busca de una vida más llevadera. Pareciera
que hubiese comprendido, la sociedad, que ningún movimiento migratorio más
inteligente que el de esas aves que sólo buscan el sol que más calienta.
Pero, paseando Madrid, me sorprendían estanterías vintage sobre las que reposaba aquello
que, antaño, fuese llamado “productos de la tierra”: vegetales con aroma a
bosta, orines y zarzas, libres de pesticidas, embriones extirpados del interior
de animales que campan a sus anchas sin verse sometidos a tortura ni engorde
artificial, semillas acariciadas por la caricia de la mano labriega, traídos de
tierras lejanas, en no pocas ocasiones, para mejora de nuestra salud y
revitalización de nuestro necesario contacto con la madre tierra... sí, de esta
manera el respetuoso consumidor sentía como propia esa Pacha Mama que, en
Bolivia, por ejemplo, proveía quinoa hasta que nosotros decidimos comenzar a
consumirla. Bueno, el altiplano sigue proveyendo. Pero ya sólo nosotros la
consumimos. Los mercados mandan, y lo que el “primer mundo” reclama deja de ser
asequible para el “tercero” que lo produce. Pero me enredo, y sólo quería decir
que Madrid, sin perder el surtido de ofertas de buen vivir que ofrecen sus
escaparates, había maquillado su urbanismo con el arrebol verde de los
productos producidos (valga la redundancia) por aquellos que habían decidido
volver al campo… también por aquellos que nunca lo habían abandonado.
¿Para qué marchar al campo si podemos traer el campo a
la ciudad? Todo lo que la campiña ofrece puede ser adquirido en la gran urbe,
algo deslucido por los brillos de la tecnología y los fulgores de la ropa made in menor de edad explotado, sí,
pero con sus saludables propiedades intactas. Tal vez alguno piense que en el
campo hay animales, que eso falta en la ciudad, y no le resulten suficientes
zoológicos y sucedáneos. Por eso, la alcaldía de Madrid, ha dado un nuevo paso
hacia la realidad rural, y las calles de Preciados y El Carmen, dos de las
arterias por donde más y mejor fluyen las huestes del consumo, debido a estas fechas en que se celebra a un niño que nació en un pesebre rodeado de mula y buey (muy rural todo ello), han tornado de único sentido para quien en
ellas se interne: hacia el Norte Preciados, hacia el Sur El Carmen (o viceversa,
que no me enteré muy bien de la noticia y no me apetece comprobarlo). Más de
uno puso el grito en el cielo, calificando la norma de dictatorial y cosas por
el estilo. Pero las autoridades nos hicieron comprender que todo se hacía por
el bien ciudadano, para mejorar nuestra experiencia de peatón feliz. Con esta
norma se evitarían embotellamientos humanos con sus diversas y problemáticas
consecuencias: latrocinios mínimos, violencias machistas, escarceos terroristas, etc.
Hoy, ya inmersos en la vorágine navideña, pocos critican la norma, y los
ciudadanos caminan ambas calles en el sentido indicado como rebaño bien
adiestrado, crepitando billetes y tarjetas de créditos en bucólica melodía, cual sinfonía de cencerros.
Vivimos tiempos de aburrimiento, y no pocos son los que
buscan vivir experiencias extremas, por sentirse más vivos. El
Ayuntamiento de Madrid lo ha comprendido y, para evitar la fuga de ciudadanos
al campo, ha regalado a los mismos, con esta norma, una nueva experiencia
campestre, más extrema que cualquiera de las que en el campo puedan
desarrollarse: no ser pastor, no, que para eso sólo hay que luchar por un puesto directivo en la empresa; mejor que eso: ser rebaño. Ya tenemos tiendas ecológicas
y vías peatonales, carriles bici y separación orgánica de los excedentes del
consumo… sólo faltaba el bucolismo que proporciona, siempre, la cercanía de un
rebaño bien dirigido. Además, de paso, revitalizamos el tejido comercial reduciendo las cifras gubernamentales del desempleo y permitiendo a los que, por estas fechas, salen de sus listas, subsistir un mes más con el salario de este único mes en que trabajarán a destajo.
No sé a ustedes, pero a mí me satisface plenamente
esta nueva norma. Por lo pronto, he desechado definitivamente esa posibilidad
de regresar al campo. Para qué, si cuando lo desee puedo ir de compras al
centro urbano. Ya sólo me falta el dinero.
¡Felices fiestas! ¡Felices compras! ¡Feliz regreso al
campo!