La prensa informaba, hace unos días, del cierre de la biblioteca municipal de un pequeño pueblo catalán. El alcalde afirma que no más de 5 lectores ingresaron en la sala de lectura, durante el tiempo que permaneció abierta. Así que han decidido emplear el inmueble en labores más modernas, con más seguimiento (suponemos), y lo han reconvertido en espacio de coworking.
Pues una biblioteca menos. Tampoco es tan grave, si somos realistas. Lo que indigna es saber que los miles de volúmenes que languidecían en sus estantes han sido depositados en el contenedor de reciclaje. El alcalde defiende esta medida por las recomendaciones que recibió de "varios expertos", que le hicieron ver el "escaso valor" de los volúmenes enviados a reciclar. O sea, que entre los expertos, el alcalde, y los vecinos que nada objetaron, en un pequeño municipio han decidido suicidar unos pocos miles de libros. Porque estoy seguro de que quien se suicida sólo espera encontrar en su definitiva ausencia una migaja del pan de vida que creyó negado hasta el fatídico momento. Igual los libros, en el contenedor de reciclaje, esperando encontrar, en los nuevos papeles que reconviertan su grafía de literaturas que a nadie interesan, una página en blanco en que otro imbécil literato pretenda insuflar vida a sus lamentos. Un suicidio, o sea. Inducido, pero suicidio.
Pienso ahora si es lícita mi primeriza indignación tras leer dicha noticia. O la del grupo de la oposición consistorial, que se ha alzado en defensa de la cultura y, de paso, de los pocos réditos que tal protesta pueda acarrearles, en las urnas, cuando arrecie el período de elecciones. Y me cuestiono la licitud de esta indignación al recordar que uno mismo se ha pasado la vida suicidando palabras, cigarros, botellas, nostalgias, caricias y, ¡ay!, también besos, muchos, demasiados.
La idea del coworking, o sea, la reconversión de la pequeña
biblioteca catalana en espacio de colaboración entre emprendedores, no
es tan mala. Que no están los tiempos para literaturas, y libro no leído
es libro muerto, y libro no publicado es libro que no existe, y libro
no distribuido es libro que nunca fue, y demasiadas páginas inservibles
asfixian las estanterías de librerías y similares. Hemos creado un mundo
en que emprender significa obtener rédito económico. Escribir no es
emprender, creo que entienden el silogismo.
Y es que uno escribe a sabiendas de que a nadie interesa este burdo tropel de metáforas y verbos con que cumplimento la hoja en blanco de los días. Y uno comprende que escribir, hoy, sin mayor ánimo que el de poner grapas al descosido loco de las estaciones, es un acto suicida. Luego pienso que no estoy solo. Que hay muchos otros que secundan (con mayor tino y maestría) mi desatinado empeño. No está mal, saberlo. Pero no alivia, a qué engañarse, este mal de muchos que consuela mis horas más idiotas. Al fin y al cabo, ya digo, es más grave recordar todos los suicidios de vidrio y papel de fumar que he cometido, todas las pistolas con que he encañonado la diana voluble de un beso, un amor, para contemplar, después, desperdigados sobre el piso, sus vísceras de eternidad y su celofán de promesas.
Pero, por restar dramatismo al asunto, pienso que amores, alcoholes y drogas (creo que antes sólo mencioné el tabaco... pues miren por dónde, esto también), sólo toman vida para suicidarla entre los labios de quienes no sabemos utilizarlos. Por eso escribimos, y tal vez no me preocupe tanto que tiren libros a la basura, o los reciclen en papel moneda, sino el hecho de que consideren estos de "escaso valor". Porque eso me lleva, una vez más, a cuestionarme los motivos de mi enferma batalla contra el teclado. Porque no es con el teclado -la batalla-. Es contra éste. Y quizás también, al fin, uno mismo escriba contra el lector. Y comprenderlo duele, qué le vamos a hacer.
Permítanme, pues, mis escasos lectores, que hoy abandone la escritura y me dedique a suicidar tabacos y licores... besos o caricias, qué le vamos a hacer, no encuentro esta noche.