Caminaba Vallecas, pueblo obrero, desde la fragua de taconeo insomne de los gitanos hasta el horneado fragante de panes y dulces de la panadería donde aquella joven ecuatoriana me crepitaba el deseo cada vez que me ofrecía la barra más crujiente. Vallecas amanecía a la silenciosa sierpe de la resaca y las horas de bien merecido sueño con los callos aún latiendo el membrillo del yeso y el cereal del ladrillo. Sus cielos de polución sur acunaban aún el sueño de rumanos, magrebíes, bolivianos, pakistaníes y algún que otro senegalés perdido en la noche iluminada de su sonrisa incandescente. Caminaba Vallecas, Villa de Vallecas, sus calles de farola apedreada y adoquín revoltoso, recién alumbrado el día, ya digo, para organizar las horas en un ajedrez de compras morosas y saludos babel.
A veces pienso que sólo caminaba la mañana vallecana por reconocerme en el mordisco de sombra que mi paso imprimía a las paredes recién amanecidas de la barriada insomne. Por acercarme hasta el quiosco de la plaza, donde se afanaba María tropezando con sus muletas y con los mil cachivaches de regalo dominical de los noticiarios, ya ves, hijo, aquí, intentando organizar todo esto, que cualquier día van a regalar coches con el periódico y a ver dónde los meto, porque aquí, ya, ni para la matrícula habría espacio, eso sí, de esa manera tendría dónde vivir si la cosa sigue igual de cruda, que cualquier día veo que me echan de casa los del ayuntamiento. Porque María habitaba una de esas viviendas de protección oficial que, como la mía, fueron malvendidas a empresas de gestión privada, qué le vamos a hacer, si es que lo público no produce, y lo que no produce no compensa, ya saben.
Hace tiempo que hube de abandonar Vallecas poniendo tierra de por medio. Pero los noticiarios, estos días, me retornan a mi antiguo barrio, y reconozco en televisión al afable marroquí que me vendía a precio de amigo ras al hanut con que aderezar el cous cous, la sonrisa ingrávida de la dominicana que añadía color a las uñas color fatiga de las vecinas, la sobriedad gestual del peruano que regalaba cilantro con cada kilo de verdura, el quejío sabroso de la gitana joven y guapa que evadía los corsés raciales amancebada a la cintura de un payo, el pasear pausado del anciano que todo lo había vivido pero aún preservaba horizontes que culminar. Sí, he podido verlos de nuevo, a todos ellos, en televisión. Y no acudían como público a uno de esos programas que dispensan fama efímera. Todos ellos, y más, componían racimo de vendimia amarga a las puertas de un edificio sitiado por vehículos policiales y reporteros gráficos en Sierra de Palomeras, muy cerca del hogar de acogida a cuya puerta se magreaban adolescentes de distintas razas para enardecer de color la amanecida gris amianto del extrarradio, esos que me pedían siempre un cigarro, al regresar yo de comprar, donde María, la mancha de tinta agria del domingo amarillento. Sierra de Palomeras, domingos de suburbio, capitales de la calma que yo deambulaba con la excusa de comprar la prensa pero con la intención única de escuchar un verso de barriada y hastío de los labios de María.
Hoy, ayer, hace unos días, Vallecas era un clamor, y en Sierra de Palomares se ejecutaba (sí, como en las cárceles U.S.A.) un nuevo desahucio, y este Madrid obrero que apuntala con sus manos de andamio el Madrid financiero recuperaba su insignia de osamenta dolorida y ojeroso eyeliner.
Porque Vallecas es un desahucio compuesto de trapos abandonados y peluches sin mirada, un hogar breve al que llegan todos aquellos que perdieron vivienda, allende los mares, y tuvieron que iniciar periplo de vagamundo hasta arribar a sus costas de bulería, tercio de Mahou y subsistencia. Quizás por eso sea Vallecas, hoy, también, lo que nunca dejo de ser: un murmullo de brazos camaradas en que se acunan los sueños del orgullo de barrio y la solidaridad del que se sabe igual al distinto. Vallecas es un desahucio a cuyas orillas llegan, encerrados en botellas de DYC, mensajes de náufragos que saben que no están solos, por mucho que pretendan exiliarles en islotes de individualidad y ausencia. Vallecas aún respira, y sus habitantes gustan de compartir latido. Por eso se echan a la calle para denunciar la ejecución de un nuevo desahucio en que una vida de 85 años se revela, para tantos, primordial como la de uno de esos hijos del hambre o el daño colateral que ya ni siquiera vemos por televisión. Tal vez porque esos niños sean sus propios hijos en espera del envío de divisas que les arrebate la prematura madurez.
Hace tiempo que hube de abandonar Vallecas poniendo tierra de por medio. Pero los noticiarios, estos días, me retornan a mi antiguo barrio, y reconozco en televisión al afable marroquí que me vendía a precio de amigo ras al hanut con que aderezar el cous cous, la sonrisa ingrávida de la dominicana que añadía color a las uñas color fatiga de las vecinas, la sobriedad gestual del peruano que regalaba cilantro con cada kilo de verdura, el quejío sabroso de la gitana joven y guapa que evadía los corsés raciales amancebada a la cintura de un payo, el pasear pausado del anciano que todo lo había vivido pero aún preservaba horizontes que culminar. Sí, he podido verlos de nuevo, a todos ellos, en televisión. Y no acudían como público a uno de esos programas que dispensan fama efímera. Todos ellos, y más, componían racimo de vendimia amarga a las puertas de un edificio sitiado por vehículos policiales y reporteros gráficos en Sierra de Palomeras, muy cerca del hogar de acogida a cuya puerta se magreaban adolescentes de distintas razas para enardecer de color la amanecida gris amianto del extrarradio, esos que me pedían siempre un cigarro, al regresar yo de comprar, donde María, la mancha de tinta agria del domingo amarillento. Sierra de Palomeras, domingos de suburbio, capitales de la calma que yo deambulaba con la excusa de comprar la prensa pero con la intención única de escuchar un verso de barriada y hastío de los labios de María.
Hoy, ayer, hace unos días, Vallecas era un clamor, y en Sierra de Palomares se ejecutaba (sí, como en las cárceles U.S.A.) un nuevo desahucio, y este Madrid obrero que apuntala con sus manos de andamio el Madrid financiero recuperaba su insignia de osamenta dolorida y ojeroso eyeliner.
Porque Vallecas es un desahucio compuesto de trapos abandonados y peluches sin mirada, un hogar breve al que llegan todos aquellos que perdieron vivienda, allende los mares, y tuvieron que iniciar periplo de vagamundo hasta arribar a sus costas de bulería, tercio de Mahou y subsistencia. Quizás por eso sea Vallecas, hoy, también, lo que nunca dejo de ser: un murmullo de brazos camaradas en que se acunan los sueños del orgullo de barrio y la solidaridad del que se sabe igual al distinto. Vallecas es un desahucio a cuyas orillas llegan, encerrados en botellas de DYC, mensajes de náufragos que saben que no están solos, por mucho que pretendan exiliarles en islotes de individualidad y ausencia. Vallecas aún respira, y sus habitantes gustan de compartir latido. Por eso se echan a la calle para denunciar la ejecución de un nuevo desahucio en que una vida de 85 años se revela, para tantos, primordial como la de uno de esos hijos del hambre o el daño colateral que ya ni siquiera vemos por televisión. Tal vez porque esos niños sean sus propios hijos en espera del envío de divisas que les arrebate la prematura madurez.
Mientras tanto, las calles sevillanas se visten de primavera retórica y agasajan con palmas y llantos la marcha de una grande de esa España que no es la mía ni la de los vallecanos. Descanse en paz, si es que no tuvo ya suficiente. Vallecas, como tantos otros barrios de comunidad y agravio, seguirá descansando en guerra, combatiendo el desahucio en que desean convertir la vida de sus habitantes.
Veo, en televisión, la muleta de María, como un fallido asalto a los cielos o un fusil minusválido, reclamando justicia para aquella que, mañana, tal vez ya hoy, podría ser ella misma. Vallecas, ya digo, es un desahucio que impugna su naturaleza fraudulenta para recordarnos que aún hay esperanza.
Veo, en televisión, la muleta de María, como un fallido asalto a los cielos o un fusil minusválido, reclamando justicia para aquella que, mañana, tal vez ya hoy, podría ser ella misma. Vallecas, ya digo, es un desahucio que impugna su naturaleza fraudulenta para recordarnos que aún hay esperanza.