miércoles, 8 de agosto de 2018

morir de celebridad

Antaño recopilábamos instantáneas, fotografías, durante nuestros períodos vacacionales: aquí la abuela congregando canículas mediterráneas al albur de su falda negro duelo, allá la catedral de flamígera piedra inflamada por las llamaradas del agosto patrio, acullá la caricia que no debiera, sorprendida en la cintura de la prima. Momentos, instantes, reflejos de una vida que pretende justificar las horas que parca desmigaja mientras rumias el pan duro de porcentajes que serán pan de leche del empresario. Finalizado el verano, reuníamos aquellas fotos en álbumes que enseñaríamos, de tanto en tanto, a familiares, amigos, integrantes de ese círculo íntimo que hoy, progreso manda, se amplía hasta hacernos perder fronteras y horizontes. Porque tenemos miles de seguidores en Facebook, Twitter y, cómo no, Instagram, a los que mostrar ese selfie (antes se llamaba autorretrato, por si queda algún neandertal leyendo esto) tomado en Santorini, por ejemplo.

Ahora que madre economía suplanta a madre tierra, y ni billetes que transmutar en acelga hay a la vista, pasamos (paso) el verano en casa, intentando conjugar termómetros hostiles con muñecos desordenados, junto a mi hijo, que aún piensa que vacaciones es siempre. De tanto en tanto, me asomo al vértigo de las redes sociales, y ahí os veo: flamantes de sol y enfebrecidos de cerveza, andariegos de confines exóticos y sobrados de bronceado fugaz. Y mucho me alegro, sinceramente, que de la envidia no tengo ni noticia.

En uno de esos momentos, descubro un video apabullado de likes y visionados. El título del audiovisual refiere a una de las más bellas y famosas librerías planetarias, la Lello de Oporto. No todo va a ser playa, arqueología y cerveza, me digo, antes de pulsar el play dispuesto a darme un baño de cultura libresca. Pero el clip que soñaba me haría soñar torna pesadilla. En escena, un desaforado tropel de turistas armados de cámara fotográfica, teléfonos móviles con la misma incorporada, y palos con estos incorporados a sus extremos, subiendo y bajando las barrocas escaleras de Lello, entorpeciéndose unos a otros en su febril contienda por encontrar la perspectiva óptima para esa instantánea que los inmortalice en el interior de un templo de la cultura profanado al grito de wow y my God, con los flashes de sus dispositivos móviles en tiroteo de fugacidad detenida. Los libros, mientras tanto, aúllan en sepia su descanso eterno, como queriendo llamar la atención sobre el óxido de palabras que los habitan. El visionado se me hace demasiado doloroso, como el de una de esas escenas que tanto gusta filmar Von Trier, un suponer.

Munay ha aprovechado el momento para tomar entre sus manos la deliciosa edición de la poesía reunida de Pablo del Águila que me regaló, hace poco, el amigo Losada (gracias, siempre). A punto estoy de gritarle: ¡no!, ¡deja el libro! La psicomotricidad fina es territorio que el pequeño no termina de conquistar. Pero, haciendo alarde de calma, le pregunto si quiere que le lea ese cuento, y así abandonamos de una vez la versión infantil de El Quijote que tanto venera. Le mal recito un par de poemas. Se aburre, no sé si por la poesía, por mi voz, o por la ausencia de dibujos en las páginas del volumen. Regresamos al Quijote, y el que se aburre, ahora, soy yo. El cuento, por demasiado frecuentado, ha muerto para mis estímulos. Ha muerto de celebridad. Pienso si no habrá ocurrido lo mismo con la librería Lello, si la celebridad no ha provocado su deceso, escenificado con esas exequias en que los turistas lanzan sonrisas como flores muertas al fondo de sus estanterías.

Últimamente, mueren de celebridad no sólo las librerías hermosas, también las ciudades en que se ubican, los países lejanos, los restaurantes caros, los festivales de música y los mares cristalinos. Sin ir más lejos, ahí tenemos nuestro Mediterráneo. Hoy sabemos que engulle nuestras aguas residuales sin el debido procesamiento higiénico. Así lo asevera la Unión Europea, para justificar la millonaria multa impuesta por ello al estado español. También engulle los residuos, igualmente sin procesar, en que convertimos a miles de personas explotadas en el propio beneficio. En el nuestro y en el de cada integrante de la misma Unión Europea que multa la falta de higiene patria. Un lodazal, o sea, por más que nos hagamos fotos entre sus oleajes de dudosa espuma. 

Así que la fama mata, y no me extrañaría si tanto veraneante autorretratado fallece tras un espectacular aumento de likes en las redes sociales. Antes, cuando nuestros familiares, obligados a ver las fotos del veraneo año tras año, dejaban de venir por casa, comprendíamos que nuestras vacaciones habían muerto de tedio. Ahora, dado que el millón de amigos que soñaba Roberto Carlos es más accesible, siempre hay ojos dispuestos a mirar tus fotos del verano. Incluso los del empresario de turno, ese que te paga las vacaciones, el que te deja ilusionarte con las siguientes a cambio de perder la vida entre sus onerosas cifras. Pero ya sabemos que los empresarios no buscan tu felicidad. Así que igual les da por bajarte el sueldo o plantearte como próximo destino turístico la oficina de empleo.

Antes dije que de la envidia no tengo ni noticia, pero esta absurda parrafada no deja de ser un selfie que evidencia mi envidia por veros a todos tan felices, durante este verano infernal, en las fotos que subís a las redes sociales. Así que me haré otro con mi hijo, leyendo poesía, y lo cuelgo en Facebook y aledaños, debidamente tuneado con un fondo de playa caribeña. De esta forma, me las doy de literato, y tal vez alguien confunda el like con el botón de comprar situado junto a uno de mis libros. De paso, se ahorrará el viaje hasta Oporto, que en Lello creo que ya sólo hay literatura muerta.