miércoles, 17 de mayo de 2023

la edad más punk

Hace ya un tiempo, firmé el epílogo a la descacharrante y gozosa puesta de largo literaria de Gerardo Cartón, hombre orquesta de la industria musical y de la música sin industria, además de amigo de muy largo, tal vez el que de más lejanías temporales aún resista los envites del tiempo y el allá tú con tu vida y sus circunstancias. Titulé, aquel epílogo, Carta abierta a un joven punk (o algo así, ya no recuerdo, mi ejemplar es compartido), robándole a mi amado Umbral sin contemplación alguna, como a él le gustaba.

Gerardo era mi compañero de pupitre, allá en los años del todo vale hasta que un cura te calce una ostia sin bendecir y a mano abierta. Colegio de Agustinos, creo que ya lo he dicho en alguna ocasión. Pero los dedos del párroco de turno apenas nos rozaban. Al fin y al cabo, predicaban el amor, y nosotros no podíamos dejar de amar lo mucho que nos reíamos de sus pequeños deslices terrenales. Gerardo vestía camisetas que rezaban (eso sí eran preces) Anarchy in the U.K. y Punk's not Dead, era un pieza de cuidado y derrochaba ganas de reconstruir la realidad, en vez de deconstruirla como hacen hoy tantos con la tortilla de patatas y otras gestas gastronómicas. Ya ha llovido, desde entonces, y uno cumple años y recuerda y concuerda con Gerardo en que esta es la mejor época de nuestras vidas, porque es la de hoy, y nosotros la hemos dado forma y la seguimos moldeando, cual alfarero, con las manos henchidas de poemas como latidos y caricias como labios.

Hace unos días, tuve la fortuna de asistir a un concierto de Carlos Ann. Y todo fue punk. Y todo fue amor. Porque el punk es amor, como afirmo en el epílogo al libro de Gerardo. Amor respirado en las distancias cortas cuando no dejan de ser largas, y no future a mansalva. Y es que no, no hay futuro, esa es la realidad. La realidad, ese futuro que nos edificamos cada día para mejor deshabitarnos ansiedades, tiempos pasados y otras batallas que sólo nosotros, con aullido, música, víscera, poemas y desgarro, podemos vencer. No future es el hoy sin miedo. Es saltar con vértigo, sí, claro, pero sin dejar de abrazar el arrebato. Es autogestionarse los placeres más allá del onanismo. Es intensidad aunque te vaya la vida en ello. Es buscar, rechazar, destruir, rehacer, reconstruir, compartir. Es amar. Es reírse del todo en mi contra y afirmar que yo a favor. ¿De qué? Del latido, la sangre, el esperma, la saliva y todos los fluidos que acabarán abandonándonos, antes de que lo hagan. 

Carlos Ann, vivo y en vivo en Madrid, el 4 de mayo de 2023

A estas alturas de la película, pasado ya el medio siglo, ¿a qué lamentarse y llorar y entumecerse en un rincón de la hipoteca o alquiler que algunos llaman hogar? Porque el hogar está, siempre, en otra parte, y no lo creas tú sino que te lo regala, si tienes suerte, alguien. Decía que a estas alturas de la película mejor hacer como Carlos Ann y saltar al escenario de una noche madriles adocenada en el trasiego de turismo franquiciado y terraza con tapas caducas para merendarse al personal. ¿Qué mejor tapa para la descarga sónica, sensorial y emocional que nos regala el poeta? Porque Carlos, como Gerardo, como todos los punks que siguen comprendiendo, pasada la edad en la que tantos claudican, qué era eso que llamábamos punk, baila, serpentea y hace gruta en su voz a la poesía cuando es melodía que hiere y te acomete por la espalda. Sí, también salta entre el público sin temor a romperse la espalda. Sabe que, de ocurrir, podría reconstruirla y alguna razón habría para que ocurriese. Carlos no le teme al futuro porque sabe que no existe. Por eso viene de lejos autogestionando su música y su creación toda, aullándola contra todas las lunas cual licántropo libidinoso, desangrándola con arritmia y síncope punk sin miedo al desconcierto del personal. 

Desconcierto, he escrito. Qué sinsentido cuando hablo de eso que antaño llamábamos «un concierto», y que nos permitía durante minutos como futuros no escritos anclarnos en el sueño de una vida más plena. Pero llegó la vida y no era esto. No me da la vida, dicen algunos. Pues que se la dejen al resto, que aún hay hambre de ritmo y melodía, de carne, arteria y latido para quienes nos sabemos surcando, sobre un bajel de nervio, esta estuación de muertos anclados de muñecas y mirada a la pantalla de un celular que de célula ni tiene ni tuvo nunca nada. 

Carlos, al fin, que me enredo, no ofreció «un concierto», sino que se inmoló ante los que le acompañábamos en un puro acto de amor pleno de rabia sana por el futuro que no nos espera. Carlos está vivo y se diseccionó garganta y musculatura para hacer lo que mejor sabe: Poesía. Sí, la música con que la viste, además, es sabia como savia vertebrando las venas de cada uno de los árboles que nos crecen hacia dentro sin que le prestemos atención a su necesario sustento. Esa flor que crece y estalla, siempre hacia dentro. No es por dármelas de mártir, pero a mí me sangraron varias llagas y hoy, un nuevo año, ya más viejo, me siento más joven y con menos miedo, más pleno de amor y más vestido de este vértigo que abrazo porque sé que no hay futuro y que el punk estaba en lo cierto. Así que hoy quemo las naves, descorcho y me/te celebro.

Gracias, Gerardo. Gracias, Carlos. Gracias, vida amor espina y gracias uva tinta que mastico como orgía de ti en los labios mientras celebro por vosotros, jóvenes ancianos, punks deseosos de saber que lo sois por muy temerosos que andéis de reconocéroslo. 

Pues eso: abraza el vértigo, no temas y salta, que aquí te espero.

¡Salud!

sábado, 13 de mayo de 2023

cocina, anochece, música, mayo

Eres el Aleluya en que se rompió Jeff Buckley y el sollozo en que se quiebran todos mis anhelos, dejé escrito hace tiempo, poco más de un año, ¿qué es un año? 

Cae la noche soplando velas de todos los cumpleaños pasados, como un Dickens de saldo a las siete y pico de la tarde. La noche cae, claro, en la cocina. Porque afuera es de día. Pero todo se envenena de oscuridad cuando no hay más luz que la de los fogones aullándote el nombre. Porque lo hacen y preguntan ¿dónde estás?, como en aquella vieja canción de Jaime Urrutia. Y no sé por qué pero mis oídos se cansan. La música atrona y decido descansar la audición encendiendo la mirada. Y ya todo es luz y se dibujan ante mí aquellas palabras con que pretendía congregarte hace poco más de un año. Busco a Buckley entre los barrotes breves del celular y me asalta por la espalda y sin aviso y con un estilete por colmillo esta versión en directo de su Aleluya. Porque es suyo, Leonard Cohen le concedió todos los permisos. Y se incinera la cebolla a lo bonzo y pienso que es por eso que lagrimeo. Y se rompe Jeff y pienso que es por eso que mis lacrimales hacen honor a su nombre y le bordan costuras de sal a las líneas de marioneta bajo las que mi mandíbula pretende masticar el recuerdo de tus surcos nasogenianos surcados de plenitud adragonada/adraganada.

Buckley le dedicó ese tema a Cohen, claro, cómo no, pero también a Nina Simone. Apago la pantalla y apago la luz de la cocina y la de la realidad toda. Cierro los ojos y regreso, a tientas, a la música, y tu nombre enciende todas las canciones cuando se revuelve desde las sombras, navaja en ristres, la voz de Nina acuchillando nuevas cebollas, desvistiéndome nuevas rodajas de piel que caen a mis pies para perfeccionar este mapamundi de desperfectos en que me vierto. Nina mastica mi estómago como chicle, desangrando cada sílaba de Wild is the Wind, incluido ese arrumaco hacia dentro que es rotura feroz por la seguridad de haber perdido a lo lejos, despeinado su rostro por el viento/tiempo, al ser amado. Como chicle, he escrito, inconscientemente. ¿O no? Como el chicle que le robó Warren Ellis antes de robarte la mirada para regalarte un solo acorde, solo uno, ¿lo recuerdas? Sí, sé que no olvidas cómo se combó el arco de su violín. Como se comba una habitación oriental que, desesperada, nos espera.


Así que Nina estrangula notas con sus cuerdas vocales como tú estrangulas mis vísceras cuando chicle en lo más hondo de tu pulso y más adentro, hechas solo de guitarra torpe pero tenaz por aprender los arpegios que te acunan el paladar cuando el anclaje, sólo para hacerme pensar que ya querría la Simone. Salvaje es el viento, desorientado y deshonesto, voraz a la inversa es mientras Bowie modula wild is the wind ensanchando una pupila sobre el mantel siempre dispuesto de tu vientre piel de tambor que nadie se atrevió a acariciar como merece su tersura de extrarradio calmo y ciego. Ciega la otra pupila, la de Bowie. Pequeña. Alucinada de luz e incandescencia. Mírate, te susurro. Acaríciate, te imploro. Tus dedos son senderos y tu vientre el Universo.

Universo en expansión cuando el celular dibuja tu nombre con su caligrafía de imbécil y artificial inteligencia que no pasó por el parvulario. Pero yo sí. Y contesto. Y tu voz. Y Nina continúa lamentándose. Y tú ríes y la cocina es pura extravagancia de aromas a comida mal compuesta y a esas piernas que se sueñan las ranas previo al beso principesco de un Quasimodo que sólo se hace bello en el batir palmas y jugos de tus pupilas nada Bowie. Y la cocina es luz, de nuevo, como las mañanas en que el café es maltratado por cucharillas que danzan cual serpientes drogadas al son de la flauta de tus lirios lorquianos.

Tu voz, llevada por el viento salvaje. Tu voz desde otro planeta. Y tu risa y la caricia que se pierde entre mis piernas, loca por soñarlas nudo entre esos muslos que viertes y tiemblas cuando la música, cuando el tiempo, cuando el ahora puede ser siempre si decides amarrarlo entre los dientes. Y bien que lo amarramos. Y bien que nos degustamos la sangre tinta y el vino harapiento.

Después has llegado. Yo aún no. Yo nunca llego, sin ti, a ninguna parte. El tiempo, ya sabes. El tiempo me recuerda que no he hecho aspaviento de efemérides esta tarde en las redes sociales, esta tarde que hace tantas como las que se contienen en los 15 años que han pasado desde que nos dejase Antonio Vega, palmeando melancolías como Curro El Palmo en aquel romance que le escribiese Serrat. ¿Escuchaste alguna vez versión más certera, dolida y sangrante? No. Sí. Bueno, la que de Berrio hace Chencho Fernández, que también recompone a Serrat en algunos extractos de sus Baladas de plata. Pero es que Chencho recompone incluso al mismísimo Lou Reed, como cuando le cantó cantándonos, ¿recuerdas? Hispalis-New York, cosas más raras se han visto, en ocasiones suceden tales milagrosos encuentros, a veces vuelan arrecifes y ponen picas tierra adentro. Pero yo, ahora, aquí, anclado a un séptimo cielo huérfano de helicópteros y pañuelos, solo soy el desencuentro. 

¿Ves, amor? Tu voz me sabe a todas las canciones, también lo dejé escrito hace tiempo. Lo habitas todo pero no te encuentro. Y mis dedos se agrietan y mis labios visten máscara de carnaval veneciano a la hora de la peste. Y me araño los párpados. Y me restriego la piel con una piedra pequeña que solo sirve para que no se cierren las puertas. Y sólo sueño con que se obturen como un diafragma fotográfico y quede intacta una instantánea en que vienen a darnos pasto los caballos mientras nosotros tigres de nosotros mismos y en nosotros mismos encerrados sólo cubiertos de cabellos y melodías y versos y palabras con perfil de beso y besos como jauría de ciervos rotos, torrentes de masa cefalorraquídea embadurnando sus astas cuando ansían las alturas, en plena berrea, y comprenden que más alto que nosotros sólo el cielo.



domingo, 23 de abril de 2023

viajar y leer

Hay en Lisboa una librería que no aparece en los mapas ni guías con que se guían el tiempo a consumir los turistas del consumo. Que hoy, ahora, ya es lo mismo una ciudad que una prenda made in Bangladesh de un solo uso durante el selfie en un restaurante caro de un país barato. Hoy ya todo se consume, incluidas las ciudades, con todos sus habitantes incluidos y consumidos a sí mismos en ansias de acumular las propinas del turismo. Una ciudad, ya digo, Lisboa, por ejemplo, que tiene librerías para los turistas que no saben leer y bacalao a bras para esos otros que agasajan la paella precocinada. Una ciudad que entre sus calles esconde una librería que no aparece en las guías. Me la quisiste enseñar. Tenías la firme intención, al menos. Pero la perdiste en el interior de un avión que perseguía el sol como deseando salvarle de su ocaso en mareas atlánticas que ya rugían tu nombre.

Uno, ha perdido media vida viajando y más de la mitad de la misma leyendo. En los viajes, siempre, como obedeciendo un decreto ley aún no sancionado, buscaba las librerías escondidas, los recónditos lugares de recogimiento entre párrafos y polvo acumulado. Hasta de Varanasi me traje un volumen de fotografías torpes pero deliciosamente editado. De Berlín un catálogo de ignominias en blanco y negro. De Perú numerosos libros que más parecían fanzines de los que, cuando joven y simpático, robaba en los bares de Malasaña para mejor acunar los excesos del fin de semana. De Marruecos librillos artesanales con poesía en tamazigh y de Estambul un Pamuk que no sé leer porque ni me gusta ni entiendo el turco. De Roma aquel volumen en que William S. Burroughs habla de sus gatos, comprado a saldo, pero también sin comprender por estar traducido al italiano. De París volúmenes de Camus, Baudelaire, Rimbaud y Celan, junto a uno de Henry Miller que, como el resto, poco tenía que ver con la France, pero hacía más evidente el desaire. Hasta de Bolivia, que apenas tiene librerías, me traje al hermano Ferrufino empaquetado, porque sabía que ni él tenía sus propios libros. Media vida viajando, ya digo, y de esta, su mitad o más, leyendo. 

Porque leer es viajar, y aunque mis pupilas son ya dos llagas que supuran una ordalía de párrafos viajeros y viajados, llegué a Lisboa por enésima vez buscando una librería que no aparece en las guías y encontré mis lacrimales ordenando tantas lecturas sólo para conjugar los múltiples verbos que esconde tu nombre. ¿Vamos a ir a la librería esa?, te pregunté. Tu lengua pronunció el silencio y acabamos recitándonos versos ebrios como veleros de nuestra propia carne, exhibida sobre unas sábanas que jugaban a mostrador de carnicería vieja y bien trabajada. 

¿Qué librería?... y encorvas las corvas y la vida es poesía sin más verso que el de un tropel de nervios acunados en el vaivén de mis músculos isquios mientras reconozco, para conocer por vez primera, París y Clichy, la Place des Vosgues y algún que otro libro robado al paso. La librería esa que me dijiste... y vertebras una danza en que se buscan las letras como barahúnda de prosa por hacer acorralándote la cintura en que se desangra Lorca muslos abajo. Después degollamos la mañana como quien lucha por derrotar un árbol. Y tus dedos teclean mi piel como dios redacta los milagros. Y mi torso hecho de tajos en que puedan pastar tus uñas con el alevoso ánimo de engañarte las pupilas. Floreces y es luz y eres párpado y es diente, y Lisboa se queda huérfana de tus pasos en una librería en que rellenan fichas de volúmenes no vendidos como las medidas y el color de los ojos de Genet en el primer orfanato. Y el machete entre los dientes y la mirada ciega a lo Borges mientras Quique González susurra no sé qué falsedad de amores vencidos. Y mis dedos ensalivados pasándote las páginas del deseo y comprendiendo que eres el libro que nunca llegaré a escribir, pero también el que siempre desearé seguir leyendo. Releer, ya lo dijo Goytisolo. Palabra de dios, te adoramos óyenos, decían los pederastas con alzacuellos de mi infancia de colegio de pago. Palabra de dios.

Hay una librería en Lisboa que no es tan famosa como la Lello de Oporto y que no sale en las guías ni es visitada por los turistas. Nosotros, al final, tampoco la visitamos. Pero yo, que he gastado media vida viajando y, de esta, más de la mitad leyendo, me pregunto cuántos verbos te habitan. Al no dar con respuesta cierta me animo diciéndome que aún me queda otra media vida, aunque sea mentira, para viajar y leer. Otra media vida para desertar de la consumida entre viajes sin norte y lecturas al trote, para viajarte y leerte. Porque la sabiduría que pretendía hallar en los viajes, en los libros, al fin, solo entre tus páginas la comprendo. Y si no es sabiduría, al menos es vida, y es la que amo. El resto, mejor, se lo dejo a los turistas y a los que se regalan páginas para celebrar el día del libro. 

sábado, 25 de marzo de 2023

desde el epicentro del ruido

Mi memoria conserva todavía el recuerdo de las horas apasionadas 
de nuestra enclaustración amorosa, las imágenes de nuestros abrazos orgíacos, 
animales pero perfectos y bellos en su desmesura.
Salvador Dalí

La realidad grita, ahí afuera, y todo me ensordece mientras Munch serigrafía camisetas que me miran y, sordas, se ríen. A los cuadros no les duele el grito, tan solo la pintura con que alguien aquejado de ruido decidió erigirles rasgos que hoy nos asustan. Piénsalo bien, parece un fantasma, me dice Munay. Yo no le respondo, la sirena de un coche patrulla pone banda sonora a mi desconcierto.

Gritan las calles, grita la gente, gritan los labios borbotón de cebada en las terrazas de los bares que nos hacen sentir libres cada fin de semana. Todo grita a mi alrededor. La ciudad es un único y feroz aullido que me nubla y me obliga a abrir la boca hasta desencajar la mandíbula en un grito sordo que nadie escucha. La sirena del coche patrulla, sin ir más lejos, me pregunto por qué, si hasta donde alcanzo a comprender no hay conductores ciegos, y el mismo coche patrulla tiene luces con que advertir al resto de conductores de su vertiginosa búsqueda del criminal que tal vez sea el partido de fútbol al que no llegan, de seguir patrullando las calles, los agentes de la autoridad.

Gritan las excavadoras que no entienden de días festivos y gritan las vecinas del quinto izquierda con ventanal al abismo. Gritan los niños y hasta grita la hierba del último parque del sábado tarde. Todo me grita y todo es ruido en mis oídos que, de nuevo, se atrincheran en un eco que minimiza el clamor pero me despierta un pitido allá en lo más hondo, donde habita el olvido. De nuevo esta sensación, que no es nueva. De nuevo este hueco de sonido del que decido acusar a un resfriado mal curado, tal vez por no asimilar que solo se trata del fragor que me rodea. El ruido que me grita. La realidad, me guste o no, me grita, me chilla, hace de mis tímpanos cascabeles y me duele. Supongo que mi cuerpo se defiende. Lo hace mal, pero lo intenta. Intenta defenderme de una realidad que vocifera verdades que me niego a aceptar. Por eso juega a inventarme esta mínima sordera. Chakras y cuestiones orientales, me digo, que por algo son más longevos por aquellas tierras, no solo por el condumio escaso y el harapo de gleba.

Pasear la ciudad en sábado tarde inaugurado de primavera tierna y ternuras como precipicios esculpidos en los besos fugaces que solo conocen las frondas de los parques. Pasear la ciudad en deambular de gritos que batallan unos con otros por alcanzar la cota máxima de este himalaya de estridencia en que hemos decidido quedarnos a vivir para no oírnos, para no escucharnos más allá de las pantallas que carecen de dicción y juegan, con su inteligencia artificial, a imaginarnos el temblor de la existencia. Me duelen los oídos, me los habita un ruido sordo y una memoria de saliva que ya no me humedece a mí y en estos instantes habita otros silencios distintos a estos en que yo me incendio. Munay dice cantemos, papá, y damos un nuevo paso, él ciego de lírica, yo sordo de lirismo, hacia ese vórtice al que ansiamos pertenecernos. Mientras, aúlla otro coche patrulla y recuerdo que las sirenas ya no me regalan su humedad, que nunca tuvieron piernas. La ciudad me lo grita y mis oídos prefieren la sordera soñándola consecuencia de un alarido de saliva que ahora no mía.

Cuervos gritan a lo Poe y mis oídos les ofrecen nido en que guarecerse del frío en que arde un campo de espigas pergeñado por Van Gogh, tan parecido a ese ciudadano con que me cruzo hasta que comprendo que lo que le afea la mejilla no es oreja segada sino terrible tumor. La sordera, por mínima que sea, desorienta. Quebrado el sentido del equilibrio tomo más fuerte la mano de Munay, que abre la boca pero no grita, mientras asomo mis dioptrías a un paso de cebra en que Turner ha aposentado el caballete para escarbarle cabellos a lóbregos paisajes que, desde el fondo de un espejo o a través de un catalejo, me observan y reclaman como un garfio a su pellejo. No los paisajes ni las tormentas, no, ya lo dije, el tormento de saliva de las sirenas. Dalí se masturba y, ayudado por Gauguin, humedece muslos impúberes, breves, esteparios y polinesios con el tumor del paseante que comprendí no era Vincent, hace un instante, para traquetear melodías que me desmayan los hombros como poema excavado con los dientes de lo hondo. Fortuna de mantener la mirada, no para enfrentar a nadie sino para afrontar la escapada y caminar más aprisa deseando llegar pronto a casa, por más que no sea hogar, todo lo más redil en que esconderse del aullido ciudadano que ni cesa ni descansa. Por desgracia, ya entre estas cuatro paredes, sigue gritándome la realidad y, jugando al «rescate» con Munay, salto sobre la sordera y grito: ¡casa! 


domingo, 8 de enero de 2023

era Berlín (revisited)

Bowie ha nacido, un año más, y tú has parido el silencio cerrando, ya no recuerdo cuándo, la puerta de este hogar en que se ha desvestido tantas veces nuestro amor, para solaz de los relojes y escándalo de las vecinas. Entre ambos habéis inaugurado una nueva temporada de huecos sin más nombre que el de ese dolor que me aúlla contrariando a los doctores que no saben recetarle farmacias porque le desconocen el nombre. Me entrego a una escucha compulsiva de «Heroes» y el hogar que ya no es naufraga en azul. No sé si lloro por ti, por Bowie, o por aquel día que fuimos héroes en Berlín, hace ya casi dos ciclos de calendario.

¿Recuerdas?

Berlín era un desastre de memorias bolcheviques, melancolías de saldo y carnaval de página en blanco. Berlín era una ciudad que me robabas para mejor mostrármela. Berlín era una partitura inconclusa entre las manos de un mendigo invidente, y sus calles llovían inviernos de esos que ya no se recuerdan. Egon Schiele desnudaba hembras de nieve contra los muros del pasado, tú te hacías hembra en mi tráquea tallándole tu nombre a mis labios, y la ciudad balbuceaba acordes como recién escrita por Döblin.

Tú me llegabas desde un oriente de salitre y verano. Yo te soñaba desde un occidente crudo hecho pedazos.

David Bowie, cortesía de la red
Los rostros ciudadanos te hurtaban la mirada bajo antifaces de historia repetida, y espolvoreaba tu piel toda una constelación de migas de pan negro de certezas que aún no se han rendido. Tu voz era un vendaval de dicciones certeras que desvestía a los muros de todas sus vergüenzas. Me narrabas, enfervorecida, cómo fue, cómo  durante tanto tiempo, cómo se hizo posible aquella ciudad hecha a destiempo... y yo solo sabía responderte acribillando el muro de la distancia con la avanzadilla torpe de mis falanges ya casi cuerdas con que tañerte las entrañas. Y contra tal muro estos puños ensangrentados cada vez que no amasan la hogaza con que tu vientre se desayuna las mañanas. Porque la ciudad comenzaba a recriminar nuestra ausencia, esta errónea manera de no dejarnos naufragar en ella, esta ráfaga de salvas tristes cantada desde la trinchera. Trinchera de hormigón, oleaje incierto, dudas, pánico y silencio llorado, a lo Blade Runner, contra todas las lluvias del invierno. La duda como una bala silbándome el tímpano y silenciándome el entendimiento mientras tarareo and the shame was on the other side oh we can beat them forever and ever.

Me recostaste contra las paredes de Schöneberg sorprendiendo a las esquinas con besos que venían buscando guarida desde el inicio de los tiempos. El encefalograma plano del turismo espolvoreaba retazos de vida alienígena bajo el alcantarillado y tu voz era una advertencia de incendio reclamando el crepitar de mis manos. Mientras yo recordaba el portal de la vivienda que habitase Bowie tú eras una premonición de milagros desordenándome el cabello. And we kissed as though nothing could fall se adelantó mi memoria. Después me llevaste de paseo mientras sierpes de luz me reptaban las pupilas y tu voz escandalizaba el poema mudo de todos los charcos. Así me paseaste por Berlín, como quien pasea un crucigrama de sorpresa, futuro, aeropuertos, altura, música y mareas. Ignoraste Checkpoint Charlie pero yo no ignoro que allí me atraganté de tus labios reescribiendo los libros de historia y dando inicio a la que rebanaría mi piel para reescribirme la memoria. Porque hablabas y yo caminaba y hasta el silencio susurraba I will be king and you will be queen mientras nos preparábamos para derrocar, con revueltas de arrullo y saliva, la monarquía del tiempo. Después Neukölln en mi febril dactilografía, delicias turcas de Estambul y una fiebre de centígrados videntes empañando tu dicción de colores políglotas. Y habitaciones de hotel en que nuestros cuerpos ejercían reinado de sudor, mordisco y melodía una y otra vez repetida y siempre nueva en cada embestida. Esquirlas de cerveza mendigando fados por las esquinas, aromas de vino mexicano ejercitando gimnasias pasivas y un batallón de letras ansioso por fusilarnos las pupilas. Mi sexo tallando en tu vientre estigmas como altamiras ante los que se habrían de asombrar todos los viandantes de esta capital del ruido que por timidez, costumbre o pasado nunca hace acto de presencia. Tus cabellos galopándome la vida. Una orquídea en mi garganta y tus labios silenciando al servil séquito de nuestro reinado disfuncional. 

Era Berlín y era ya y era futuro y nos besamos just for one day que sería un eterno, ojalá, proyectando contra las paredes de cada habitación vacía cópulas chinescas y regalando a los espejos instantes como fotografías que después surcan los cielos para recordarme qué cosa es la vida.

Bowie le canta a Berlín sin dejar de pasearlo, y Berlín, hoy, como Bowie, es pasearte la voz cual funambulista que, más que el murmullo del público, lo que teme es el silencio.

jueves, 17 de noviembre de 2022

yo, de mayor, quiero ser de La Familia

Desde que tuve uso de razón siempre quise ser un gánster
Ray Liotta, como Henry Hill, en Uno de los nuestros

Pocas veces en la historia del cine una voz en off ha inaugurado una película sentando tan claramente las bases de la misma y, de paso, de toda una realidad social que, nos guste o no, deberíamos asimilar. La existencia de la mafia, de los criminales reunidos bajo el frágil caparazón de las reglas no escritas, de los vínculos fraternales de clanes que se fraguan en torno a la genética del origen: La Familia. Lean los periódicos si no me creen. Están aquí, entre nosotros, aunque no vistan sombrero de ala ancha ni corbata de nudo imposible.

La Familia existe aún hoy, y no solo en las pantallas de cine. Está instalada en nuestras viviendas vía televisión, por ejemplo. Encendemos el aparato y asistimos estupefactos a la máxima eterna de La Familia: unos pocos han de vivir a cuerpo de rey a costa de una gran masa de fracasados. Es la ley del mercado. Ray Liotta lo dejó claro en aquella frase inicial de Uno de los nuestros, evidenciando el interés humano por la buena vida a costa de lo que sea, incluida la ruin falta de escrúpulos, la brusca ausencia de moralidades más allá de las supersticiones religiosas propias de todo aquel que desea impactar al resto de los mortales con un aura de intachable presencia social.

Martin Scorsese logró, con este tremebundo filme, instalar en nuestro imaginario los códigos secretos de aquellos que se lucran a costa del sufrimiento ajeno. Y logró que reconociese, el espectador, su meridiana identificación con los violentos parámetros del ser humano en su lucha por alcanzar la opulenta estabilidad. Más de uno encuentra aún, en las trepidantes imágenes de esta fábula salvaje, patrones que copiar, normas a seguir. Y para explicar el éxito del director, más que lo que este narra, nos interesa cómo lo hace.

Voces en off (ya lo dije al inicio) erigiéndose en personajes, superposición de escenas de crimen y delación a chistes de cabaret sórdido, hibernación de la imagen en el momento cumbre de la brutalidad para mayor regodeo en la violencia, dilatados y trepidantes travellings explicativos de los vericuetos del crimen organizado, preponderancia de la banda sonora como anticipo de los sentimientos...

Más de uno ha tachado a Scorsese de engañoso y fraudulento por el subjetivo tratamiento que impone a sus imágenes, incluidos los miembros de la Academia hollywoodiense. Por contra, algunos pensamos que la manera en que traza sus relatos es la idónea para mejor inmiscuirnos en las vidas de los personajes a quienes desnuda ante la cámara. 

Y, por encima de todo, la sabia dirección de actores que, en Uno de los nuestros, alcanza una de las cumbres del cine moderno. Incomparable Robert de Niro en su brutal despliegue de miradas y gestos. Intachable Paul Sorvino en su mágica economía expresiva. Grandioso Joe Pesci erigiéndose en prototipo del bonachón salvaje y sin escrúpulos. Perfecta Lorraine Bracco en su papel de esposa enredada en los sucios negocios de su marido. Inolvidable Ray Liotta llevando al límite la expresión de la desesperación en la que, podemos afirmar, es la mejor interpretación de su carrera. 

Película de actores, pues, que interpretan como miembros de una simpar familia. Pero película, también, de narración que no deja resquicio respiratorio al espectador, espídica sucesión de imágenes que nos sumerge en los bajos fondos de la sociedad del crimen, esos que se suceden a la vista de todos pero que todos preferimos ignorar.

La historia que nos narra el filme puede parecer una de tantas de entre las que poblaron las pantallas de cine en la década de los 80 del pasado siglo. Crónicas de violentos mafiosos, leyendas de criminales sin escrúpulos. Pero en este caso se nos deleita con una excelente radiografía de los mecanismos que utilizaban aquellas familias italoamericanas de malhechores que establecían, en las calles de Nueva York, su propio orden.

A través de la historia de un joven que sueña con un futuro de lujo y renombre en que el esfuerzo físico quede, definitivamente, desterrado, Scorsese nos explica los códigos secretos de toda familia del hampa, sus motivaciones e inquietudes, sus violentos modos de actuar. Y lo hace sin permitirnos respiro, sin un ápice de oxígeno a nuestro alrededor para mejor imbuirnos de la atmósfera que envuelve las leyes no escritas del crimen organizado. Es por ello que acabamos identificándonos con todos y cada uno de los matones, invitándoles a entrar en nuestras vidas como si formasen parte de la familia. Al fin y al cabo eso representan: La Familia. Y, al fin y al cabo, todos pertenecemos, de una forma u otra, a un clan sostenido por reglas de obligado cumplimiento, ya sea una confesión religiosa, un partido político, una identidad nacional o, simplemente, un conjunto de vínculos de sangre o de emociones agrietadas por el tiempo. La única diferencia entre nosotros y los personajes de la pantalla es que ellos tienen claro su afán de pertenencia a La Familia, mientras que el resto nos amparamos en las máximas de lo políticamente correcto y pretendemos guiarnos por una moralidad intachable y nuestro deseo de regalar bonhomía y estabilidad a nuestro alrededor.

Un solo y memorable ejemplo: la entrañable madre del personaje interpretado por Joe Pesci le pregunta a este cuándo se buscará una chica. Él le responde “me busco una cada noche, mamá” con una sinceridad que deja fuera de toda duda el hecho de que considera su búsqueda urgente de sexo fácil la mejor manera de poder encontrar a la amantísima esposa apropiada para la extensión de la estirpe.

Recomendable acudir, una y otra vez, a este glorioso filme para disfrutar de una manera de hacer cine que, desgraciadamente va quedando desvirtuada por los huecos alardes tecnológicos de la actualidad, para gozar de una narración que debería figurar con letras de oro en cualquier tratado medianamente serio sobre el séptimo arte. Y para comprender y asumir que todos hemos soñado, alguna vez, ser de La Familia.

Martin Scorsese, cortesía de la red


domingo, 2 de octubre de 2022

trilciana

¡Odumodneurtse!
César Vallejo

Hay un ay ahí al fondo en lo hondo jondo seminal anal lodoso lloroso y loco como cascabel rotura caderas de isla en verso aceituna antes hembra y siempre por para siempre vértebra de sutura en la cabeza más alta al filo salitre y tinto de la resaca.

Hay un ay y ahí comienza la Poesía (Claudio Ferrufino-Coqueugniot dixit).

Hay cien años atrás que se publicó en Perú la fantasmagoría poética que congregaría todos los fantasmas de la grafía cuando se pretende emoción para quien, con sus pupilas, la amplía. César Vallejo penó sus penas de injusta condena en una cárcel de Lima y dio luz a esa lima que segaría todas los barrotes de la Poesía, hace cien años, octubre de 1922, ¿y quién se acuerda? Sorprende contemplar tanto autodenominado poeta haciendo alarde de haber leído a Joyce reinventando la odisea en su Ulises, este año también centenario de la novela que desgarró, por siempre, la prosa. Poetas hablando de prosa, eprosados y engolados de prosopopeyas a mayor gloria de la prosística de glorioso vertedero de Joyce, ese otro genio. Algunos, los menos, recuerdan que también en 1922 T. S. Eliot publicó La tierra baldía para despiezar pupilas con un desenfreno de imágenes henchidas del plasma que escabulle todas las bridas. 

Efemérides al son de los mercados. Que aunque no exista filtro Joyce en Instagram, a la sombra del centenario de su novela inmortal crecen como hongos los traductores bien adoctrinados eyaculando versiones que siempre son la definitiva dependiendo del medio que así lo diga. De Eliot y su vertiginosa floresta lírica, de celebrarla, quiero decir, con sinceridad, poco veo. Será que a él sí se ha admitido que el público no lo entiende, o que no portó rostro pirata, no daba bien en las fotos, tal vez que no entró en los adoctrinamientos académicos a sueldo. Luego, después, allá, allende los mares que tanto surcamos para regalarnos vacaciones caribes entre piernas vomitadas por caderas henchidas de sal, hambre y bajo precio, desestabilizó la imprenta un peruano, de nombre César y de apellido Vallejo, al parir sin epidural, y sin dárselas de moderno, ese Trilce que también cumple ya 100 años y es piedra angular de todos los ismos que después llegaron a hacerse hueco con la sana intención de perdurar.

César Vallejo, cortesía de la red

Acomete la luna cuna malévola nana ñaña ñaca qué luna sin brevedad en la frasca tinta de tus labios lejanos de silbo y melodía alacrán entre los besos de quien no desea despejar la incógnita de tus versos... o así, en ese plan, desbrozando la gramática y destrozando la aritmética del idioma cuando solo se aborda desde el plano plano del comunicarse sin decir nada o a través de una pantalla (y la realidad, ¿cuándo?). Así lo hizo Vallejo en Trilce, hace ya cien años. Y, después, vinieron los estudiosos que nada estudian o todo lo pierden jugándose la vida y el sueldo a ser Nostradamus reversos intentando descifrar los versos que desbarataron por siempre esas normas que aún nadie le supo edificar a la verdadera Poesía. Late o muere. Y si no lates, tira el libro a la piscina, como Umbral, y apúntate al disparate de eso que otros llaman vida.

Cien años, dulce trino dulce y triste de tu latido, Vallejo, en la sangre que vierto cuando me secciona el papel los dedos entre las páginas de tu Trilce. Cien años y aún el dispendio de labios inconexos y besos que en su verticalidad marchan beodos desbordando los anaqueles, emplumando los calendarios de alas que tal vez quieran (ojalá) aprender a volar y desquiciando a quienes, en la noche, acudimos a ti para mejor desorientarnos: una mano entre tus páginas y en el corazón la que aún quiere soñar.

miércoles, 7 de septiembre de 2022

bebiendo vinho branco de las manos de Nick Cave

¿Es Lisboa la ciudad donde mueren todos los ríos? ¿O la urbe en que desgarran ubres todos los racimos del vino más amargo? Eso me preguntaba, apurando un vinho branco: dulce en la primera estocada, furioso en el retrogusto que dispara los teclados del alma, que ya vibraban en augur del milagro. Escribir para ahuyentar los fantasmas. Hay otras vías. Hay músicas y letras y, aun así, me cuestionaba para qué sirven las cosas que no sirven para nada. La música, la poesía, cosas así. No hay respuesta o no la conozco, pero la seguiré buscando. Hay, también, un gruñido de la edad de piedra que afila dardos mientras escudriña dianas en eso que imaginabas alma. Hay un poeta que canta bizarro dispuesto a arrasar cosechas para revelar a los mortales el ritmo de la palabra exacta y la dicción impoluta del barro. 

Y se hizo carne el milagro. Y un mesías de cavernas como claustros maternos pisó el escenario trayendo a Lisboa la noche que nunca acaba. Esa que, más que resucitar, regurgita el alma.

Get Ready for Love!!! el aullido como tatuaje contra la piel de la fiebre desatada en las cuencas oculares de los asistentes al concierto de Nick Cave: 3 de septiembre, 2022, para más inri: licencia carente de poética para afirmar que mucho de crucifixión tuvo la epopeya que el nigromante australiano decidió ofrendarnos. Porque de ofrendas iba la cosa, y de no saber bien quién era el oferente y quién el dios iluminado. Ora el público, ora el bardo. Nick Cave desató en Lisboa una tormenta de proporciones bíblicas, por muy manida que sea esta expresión tan poco comprendida. Una tormenta de llantos lacerantes como las despedidas en aeropuertos perdidos en los mapas del extrarradio: cry, cry, cry: llora toda la noche porque es lo que te queda all night long, frases escupidas como mantras contra el muro de las lamentaciones de todo aquel que ha rozado, aunque sea por un instante, la mortal belleza de saberse animal y sentirse humano. Cry, cry, cry, aullaba, una y otra vez, Cave abismando con pupilas pánicas las pupilas de un público milagrosamente animalizado. Porque lo que Cave logró, sobre el escenario, fue sacar de lo más hondo de esta gruta en que hemos convertido nuestra vida la llama sagrada del daño: reconciliarnos con lo más oscuro de eso que anida bajo nuestra piel de bestia antropo.

Nick Cave, 3 de septiembre de 2022, Lisboa

La cadena evolutiva se quebró y Nick Cave acaeció, como eslabón perdido, para susurrarnos con aullidos y aullarnos con lamentos casi callados que no hay más cadena en que dejarse enredar que la del latido que enfurece atlánticos para recordarnos que estamos hechos de marea, ternura, violencia, caricia y daño. Somos barro y una costilla fisurada. Somos un empellón contra todas las empalizadas. Tenemos la voz y tenemos el corazón de Rimbaud entre nuestras manos ensangrentadas. 

There She goes My Beautiful World y el cielo tan lejos y retumbando neuronas un gospel cavernícola de pantano que lame las riberas donde murió el rock'n'roll, años ha, en Tupelo. Bright Horses mascando los pastos del reino de los cielos al ritmo sonajero de pianos mascados por infantes infartados. Percusión de amianto líquido en la faz oscura del milagro. Violines masticados con cuerdas de bondage bizarro inaugurando noche americana contra el perfil portentoso del milagro. The Mercy Seat sentando a la mesa de todas las nochebuenas la misericordia que ignoramos. Una mirada, una mano, un puño en el esternón y un presagio del espanto: la esperanza es la red agrietada con que jugamos a pescarnos el alma. Y Cave, todo esperanza, a pesar del dolor y el espanto: step into the vortex where you belong, ¿aún no lo entiendes? Hablo de AMOR, de saber que perteneces a un lugar que tiene nombre de persona, y que no es tan castrante ni tan malo como nos han hecho creer los agoreros de la felicidad vacua consumiendo todo menos años en la hoguera de un hogar hecho de vicio y paso de los años. Castra la insensibilidad y el pasar el rato asomado a una pantalla con maneras de rebaño.

De la rabia al desaliento, navegamos melodías ebrias como barcos al filo de una Ship Song que sangra charcos chapoteados de caricia en la mirada de Cave, abocados al naufragio apologético de sus milagros. De la esperanza y la fe al desconcierto cuando todo es noche sin ventanas Waiting For You. Y entre sus manos otra copa de vinho branco tiznada de víscera y religión profana, manchadas de esperma y barro, o al menos una sola mano: henchida de tu voz violeta, de tu Red Right Hand, cuando discurre placeres como mapas sobre tu regazo. 

Pareciese que Nick Cave permitió a sus fieles lamerle los dedos para electrizarse de una noche que no acaba por más que nos talle la espalda con uñas que devoraron la ansiedad y la rabia. Somos humanos porque somos animales, y nos perdimos en algún lugar del camino. No seguimos la correcta senda de la evolución, y entre nuestros dígitos florecieron digitales inventos que nos desorientaron. La correcta evolución del ser humano es un señor australiano vestido con elegancia inglesa de antepasado carcelario, un cavernícola que talla ternuras al calor de alguna lumbre recién descubierta tras frotar entre los dedos varios palos. La correcta evolución del ser humano es un poeta llamado Nick Cave, que se atreve a exhibir ante el público la autopsia de sus pérdidas sin perder por el camino el aullido del animal primigenio. Un poeta que se permite el lujo de exhibir sus miserias para acariciar las ajenas y comulgar con la raíz de eso que llamamos ser humano y viste dientes de sable cuando cae la noche en Jubilee Street.

Nick Cave fundó una religión en Lisboa, hace unos días, 3 de septiembre, ya lo he dicho, y allá quién pudiendo no quiso asistir al milagro. Trajo el fuego de la cueva para iluminarnos con promesas de reinos en los cielos Ghosteen Speaks. Para recordarnos que la música, como cualquier otra creación del alma, puede ser hoguera frente a la cual reconciliarnos con el animal que nos anima a no doblegarnos bajo los dictados de lo humano. Nick Cave extendió sus manos y nos dio a beber de ellas vinho branco. Luego, después, cada uno hicimos lo que buenamente pudimos con la resaca del llanto. ¿Moldeamos belleza o hicimos daño? Tal vez todo esté mezclado, susurraba el australiano con su mirada austrolopiteca y su voz de terciopelo bravo.

Así se funda una religión, me dijiste sin decirlo. Así se funda una religión, te dije tatuándote Tajos hechos de húmedo nido en la zona intercostal que reprime el llanto. Y cantamos al amor como lo cantan los animales heridos de zarpazo por la espalda y sin aviso: cry, cry, cry. Pero estuve en Lisboa y comulgué con Nick Cave y ya no puedo evadir la certeza de que tan solo es un mesías hecho de barro que muge just breathe ante la desbaratada evolución del ser humano. 

Pasa un avión como un trueno hecho de pasajeros ansiosos por tomar tierra para encender sus teléfonos móviles. Cave mira a Warren Ellis, sonríe, despierta el trueno de la rotura y ya solo me añoro, de nuevo, bebiendo vinho branco de sus manos. Porque ya comprendo que tenías razón y así se funda una religión. Será inevitable la resaca, como la de las mareas y el cáliz ensalivado y, tal vez, hoy aquí, dejaré que Nick tome mi mano y me acaricie para convencerme de que From Her to Eternity.

¿Es Lisboa la ciudad donde mueren todos los ríos? ¿O tan solo mi lengua bebiendo vinho branco de las manos de Nick Cave y lamiendo la sal del rasguño atlántico?

Encore


martes, 26 de julio de 2022

rubores veraniegos

Sentí que me sentías
meciéndote por dentro.
Las olas eran ritmos
del mismo movimiento.
Luis Eduardo Aute

Enciendo la televisión para llevarme la contraria, que ya iba siendo hora: la contradicción como motor del latido y el sentirse aún vivo y con camino por delante... o como augurio del desastre, a saber. El caso es que hoy decido que el arroz con pollo y cilantro y albahaca y azafrán y cebolla, mucho ajo, sal isleña y cariño a destajo puede condimentarse con exabruptos de noticiarios que pueden mandar todo al carajo. Pero no: llegó el verano, por si no se habían dado cuenta, las temperaturas no cuentan, solo los fondeos playeros de frondosas carnes en plena exhibición de su belleza cual deterioro, o viceversa.

Y es que, aparte guerras, incendios, lágrimas, desgracias en stand-by y crímenes en barbecho, lo que prima, hoy, en las noticias, son los jolgorios enfebrecidos en cerveza y tapa recalentada del veraneo. Al menos eso podría parecer, de inicio, porque de repente un puñal se clava en la espalda de los asalariados del chiringuito playero para asegurar que un estudio certifica que a 8 de cada 10 españoles les avergüenza calzarse el bañador, llegadas estas horas del eterno tedio al sol de la sombrilla en las tumbonas del mediterráneo asueto. 

A 8 de cada 10 españoles les avergüenza ponerse en bañador: así dicen que dice un estudio comandado por científicos que de la ciencia hacen arte del que se cuelga en las paredes de todos los museos vacíos. 

Comprenderán que apague la televisión y preste prestancia a mis dientes mientras aniquilan en amarillo azafrán los granos de arroz del guiso preparado rápido y a destiempo. Y es que a mí, este verano de oleadas de calor se me antoja pronóstico reservado de un largo invierno que se autoinvita a una fiesta otoñal en que crujen los crótalos como vértebras necesitadas de masaje y fiebre en que se desenvuelve tu aliento, amor, qué le vamos a hacer.

A mí este verano sin playa me lleva a soñarme mojado en las aguas en que se despeña el Tajo, allá lejos, en el territorio vecino, mientras me alimento del tajo en que se quiebra el territorio voluble de tu cuerpo, cuando entre mis dientes, para mejor saborearlo, como bacalao al horno desesperado, sin salpimentar ni hornear lo despedazo. 

A mí este verano de centígrados locos, cervezas sin ribera y riberas de tu ausencia, tantas noches, entre mis manos, me lleva a entonar canciones huérfanas de acordes como una plegaria que entone ámame despacio descolgando de mi cuerpo las molduras de lo incierto, incrustándome las escarpias de lo que tu verbo y tu sexo tienen de eterno y, de nuevo, implorar que me ames despacio, pensando que no te querrás ir mañana, susurrándote ámame despacio en la tarde y por la noche igual que lo haces en la madrugada, cosas así, retazos del desguace del desconcierto, virutas del calor en que se me incinera este mirar desquiciado que hoy asoma a la televisión para escuchar que no hace bueno, a muchos españoles, ponerse el bañador. Y yo, ya ves, los comprendo, porque del bañador solo deseo la sal que se impregna en sus adentros.

Si alguien me lee ya sabe que tiendo al desvarío, pero es que me ha extrañado esto del estudio televisado. Un estudio (¿quiénes serán los estudiantes? ¿quiénes los que les paguen sus análisis certeros?) que, al fin, culpa a las redes sociales y a ese afán ciudadano de salir bien en la foto. Uno, para qué mentir, piensa que las redes no tienen culpa de que alguien quiera pasar el veraneo en una foto para mostrar a todos aquellos a quienes la playa queda tan lejos cómo luce la holgura de su sueldo. 

Pero pienso que habrá otros, como yo, que ni tienen bañador y aun así cometerían delito por poder veranerar entre las piernas amadas, como yo deseo desnudar sin bañador entre las tuyas mi sinfín de carnes escuetas y cuchillos como huesos con que sajarte un aullido en lo más profundo de un verano que es incendio.

sábado, 16 de julio de 2022

Yemanjá en la puerta de embarque del veraneo

Te esperaré
en la puerta de embarque del amor eterno
hasta el último momento.
Diego Vasallo

Ya llegó el verano y, con él, una nueva ola de calor que los entrevistados por cadenas televisivas surfean a golpe de aire acondicionado y cerveza fría en terracitas de barrio. Reconforta ver a tanto conciudadano disfrutando de sus merecidas vacaciones estivales. Por mi parte, hace años que no salgo de Madrid, al menos tres años que navego Europa y uno en que aprendo a recorrer, despacio, el universo todo. ¿Contradictorio? No, no crean, carecer de capital para desplazarse y andar sobrado de imaginación tiene sus ventajas. 

El caso es que hoy me ha dado por recordar períodos vacacionales de antaño y he naufragado en la negra percusión de los tambores en Salvador de Bahía, en sus negras aguas de piel negra celebrando el sudor y la sal en coyunda de exceso y humedad. Aquel perderme por los oscuros vericuetos de tan luminosa ciudad ocurrió hace años, vidas tal vez, ya digo que llevo demasiado sin viajar. Pero hoy ha retornado a mi memoria esa incandescencia del poco dinero y la mucha gana de dilapidar latido que se gastan los bahianos. Hoy, justamente, día de la Virgen del Carmen, patrona del mar, que en el sincretismo candomblé se asocia, en ocasiones, a Yemanjá, madre de todos los orishas enviados a los humanos por la divinidad suprema de los yorubas del África occidental. Sí, hablo de religión, yo, tan descreído. Porque las religiones, cuanto más exóticas e incomprensibles mejor. Pregúntenles, si no, a todos los adeptos al yoga de franquicia occidental, que siguen creyendo que el budismo es paz, amor e igualdad. Así que, lo confieso: creo en Yemanjá, esa divinidad que humedece las mareas para regresarnos, a sus fieles, henchidos de milagro y sudor sano a eso que consideramos hogar y nada tiene que ver con el chapuzón mediterráneo permitido por las divinidades del capital. Tampoco con lo que espera al regreso del asueto vacacional. 

Así que hoy, húmedo de sudores bastardos, solo pienso en la fértil humedad de la patrona de las aguas, y me abandono a la memoria de un año de viajes sin salir de casa rememorando su piel con el pánico de un mapache descolorido y agreste que solo pretende hacer nido en lo más profundo de su vientre. Y pienso en el sincretismo bahiano, y en piel negra por incinerada de amor, y en amores negros por oscuros, y en oscuros negros lorquianos, y en la negritud del café tenso y la tensión de un vino vivaz que rompe contra los muelles en que mastican salitre las encías para florecerse de extrañas y húmedas orquídeas. Cosas así, que nadie entiende y a nadie importan y por eso las escribo de gratis, con la misma gratuidad que ofrendo todo mi sudor a Yemanjá para que pueda esculpirlo en sal de mirada vuelta hacia atrás para mejor verla llegar.

Me enredo. Quería hablar de vacaciones y calor, de mares adocenados en la calma chicha y oleaginosa de los bronceadores, de aviones que vuelan obligados y de puertas de embarque en que espera Yemanjá, dispuesta como la Virgen del Carmen a florecer entre las mareas del miedo sus labios de infinito hecho humedad. Ellas bendicen a marineros que navegan porque de otra manera no saben hacerlo, también a otros a quienes no queda más remedio, sea por alimentar a la prole pescando jureles de cuerpo desierto como por alimentar a la prole que nació muerta en el epicentro del miedo: Sahel y más allá.

Hoy, en las costas hispanas, la Virgen del Carmen surcará las aguas rodeada de argonautas que, por un día, para rendirle pleitesía, truecan en floridas guirnaldas sus feroces tatuajes de anclas. Igual Yemanjá, y nada me gustaría más que lanzarme a las aguas para lamer su estela de delfín lánguido y voraz. Pero está en Brasil, y ya digo que llevo años sin poder permitirme viaje alguno. Podría venir ella, pero la imagino en el aeropuerto retenida por las autoridades migratorias, que le preguntarían qué se le ha perdido en Madrid. Además, Yemanjá es negra. Así que, rechazadas sus pretensiones, la veo rodeada de maletas con ruedas que no desplazan ningún peso, de viajeros sin gana de viajar más que a un fotograma incierto. Yemanjá en la puerta de embarque del veraneo, arracimando entre sus muslos el ansia por desovar un tsumani que recomponga las mareas y, de paso, la brevedad insomne de mi pecho. Dentro de este, sí: el corazón y la arritmia fresca. Más allá, salitre en los párpados y plegarias que tartamudean. De yapita: soñar con un veraneo en que poder tomar un vuelo hasta Bahía para entregarme a su chapoteo en las mareas negras del exceso. O esperar que a ella le salgan alas. Pero dejaría de ser la oscura diosa de la humedad, y así no. 

Sous le pavés, la plage! Reordenando el oleaje, Yemanjá. Bajo la marea, los muertos que nunca quisieron viajar...