Hace unos días que se hizo efectivo el 100 aniversario del hundimiento del Titanic (sí, disculpen, escribo con retraso, aún no me muerde ni reconcome la urgencia de los días). Normalmente, las efemérides que pretenden glosar o recordar desastres o desgraciados eventos susurran al compás de fúnebres melodías y acogotada floresta en memoria de las víctimas. En el caso del Titanic, curiosamente, la memoria del infortunio llega a nosotros con parafernalia de trompetas be-bop y sonrisas de telecomedia estadounidense. La gente ríe, canta, festeja el hecho de que, un siglo atrás, más de un millar de personas perdieran la vida en gélidas aguas norteñas. Lo que son las cosas, oigan.
Como colofón a los actos conmemorativos de la tragedia podemos informar de la subasta de una carta, enviada a sus padres por el director de la Orquesta que amenizó las últimas horas del pasaje de la embarcación, con un precio de salida de 150.000$, vía internet (bendita "red"). Pero más nos inquieta la cena de gala ofrecida en un renombrado restaurante de una ciudad patria para conmemorar la efeméride. Resulta que, previo pago de un exorbitante precio, los 21 afortunados que asistieron al citado evento tuvieron la fortuna de degustar idénticos platos que aquellos comensales que, pocas horas después, descansarían sus esfuerzos bajo las mareas del Atlántico Septentrional. Confio en que disfrutaran, y lamento no haberles podido desear "buen provecho".
No ha mucho que tuve la fortuna de paladear finas viandas, en compañía del mejor de los amigos, en uno de tantos restaurantes que a día de hoy cuelgan el cartel de ocupado (crisis, what crisis?) debido al orígen japonés de los deleitosos platos que sirven. La mesa aledaña a la que nosotros ocupábamos mostraba más carne cruda que la de los platos servidos. Una pareja consumía sashimi, makis y tempuras a una velocidad marcada por la que sus dedos aplicaban sobre el atolondrado teclado virtual de sus respectivos smartphones, supongo que enviando correos electrónicos, mensajes, cosas, a algún amigo lejano. El silencio acariciaba sus movimientos y servía de entremés al festín de ausencias y monotonías en que parecía estar basada su relación amorosa.
Comentaba mi amigo que, dada la ausencia comunicativa de la pareja, más les valdría haber permanecido en el dulce hogar y ahorrarse así la cuantiosa suma que pondría rubrica a las delicias que iban a deglutir sin apenas degustar. Porque, no lo olvidemos, comer es un placer. Pero pierde su encanto cuando se hace en soledad y sólo por purita necesidad. Naúfragos gastronómicos, sí, parecían los dos integrantes de tan desparejada pareja. Cada uno a lo suyo. Cada uno con su smartphone, imagino que subiendo a facebook pictóricos retratos de los marítimos cadáveres que se disponían a consumir. "El mejor sushi de Madrid", o en este plan, imagino los mensajes que los comensales enviaban a "la red".
Pero en ocasiones deberíamos dejar de lado nuestros prejuicios. Pienso que la citada pareja se enfrentaba a la última cena, conscientes del naufragio de su relación. Y no por ello están obligados a renunciar a tan delicioso manjar. Dicen que Jesucristo gozó de su Última Cena.
Igual los afortunados que pudieron asistir a la Cena Conmemorativa del 100 aniversario del hundimiento del Titanic. Saben que el barco se hunde y no por ello renuncian a su vaivén de oleaje y su festín de pudding Waldorf con éclairs de vainilla.
Cierto. Olvidé que la memorable cena no se representó en un transatlántico a la deriva, sino en un restaurante muy fino del puerto de Barcelona. Pero, a pesar de todo, es posible que algo se hundiese aquel día, como hace cien años...es muy probable que algo se esté hundiendo.
Comentaba mi amigo que, dada la ausencia comunicativa de la pareja, más les valdría haber permanecido en el dulce hogar y ahorrarse así la cuantiosa suma que pondría rubrica a las delicias que iban a deglutir sin apenas degustar. Porque, no lo olvidemos, comer es un placer. Pero pierde su encanto cuando se hace en soledad y sólo por purita necesidad. Naúfragos gastronómicos, sí, parecían los dos integrantes de tan desparejada pareja. Cada uno a lo suyo. Cada uno con su smartphone, imagino que subiendo a facebook pictóricos retratos de los marítimos cadáveres que se disponían a consumir. "El mejor sushi de Madrid", o en este plan, imagino los mensajes que los comensales enviaban a "la red".
Pero en ocasiones deberíamos dejar de lado nuestros prejuicios. Pienso que la citada pareja se enfrentaba a la última cena, conscientes del naufragio de su relación. Y no por ello están obligados a renunciar a tan delicioso manjar. Dicen que Jesucristo gozó de su Última Cena.
Igual los afortunados que pudieron asistir a la Cena Conmemorativa del 100 aniversario del hundimiento del Titanic. Saben que el barco se hunde y no por ello renuncian a su vaivén de oleaje y su festín de pudding Waldorf con éclairs de vainilla.
Cierto. Olvidé que la memorable cena no se representó en un transatlántico a la deriva, sino en un restaurante muy fino del puerto de Barcelona. Pero, a pesar de todo, es posible que algo se hundiese aquel día, como hace cien años...es muy probable que algo se esté hundiendo.
Por favor, Pablo, no dejes de alimentarnos gratis con tus palabras para evitar el naufragio.
ResponderEliminarInsólito aunque era de esperar el provecho que se ha sacado de la tragedia del hundimiento de Titanic. Todos los participantes del taquillazo de James Horner de 1997 han vuelto a salir de gira y han asistido a galas "conmemorativas", frotándose las manos por las cuantías que adquirirán, esta vez sin el esfuerzo que conlleva una superproducción. Incluso Downton Abbey, una de las pocas series dramáticas británicas que han cruzado el charco en los últimos años tiene como punto de partida la supuesta muerte de una pieza importante de la familia en el choque contra el iceberg. En fin, esta tragedia, por increíble y de mal gusto que nos parezca, sigue siendo muy, muy rentable. Un saludo :)
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