Nos informaban, ayer, de que en la fecha inaugural e iniciática de esta semana festiva en que nos adentramos, algunas cofradías religiosas se han visto obligadas a no desfilar con sus religiosas imágenes, debido a las fuertes lluvias.
Lástima. Enternece ver los rostros compungidos de los cófrades, algunos al borde del llanto o decididamente a él entregados. Todo un año transcurrido en espera de ese momento en que su fe iba a ser motor de la procesión que pasearía por la ciudad la ancestral escultura de esa virgen, ese Cristo. Pero resulta que el hogar de dichas divinidades, ese cielo algodonoso que circunda nuestras vidas, ha decidido teñirse de negro y lanzar sobre el empedrado de la piadosa urbe un grosero ejército de aguacero que promete deslucir los actos religiosos.
Comprendo la tristeza de los penitentes que han de permanecer a cubierto, observando la lluvia como las vacas observan el paso del tren, renegando de ese cielo inmisericorde que les impide pasear la imagen del Divino Hacedor por las calles vetustas de la ciudad insomne.
Es lo que tienen los dioses, a veces son traicioneros.
Decidí apagar la television, cancelar la pena de los desconsolados nazarenos apretando el botón de off y sumergirme en la eléctrica marea de acordes de la guitarra de ese otro dios, Neil Young, al que venero en igual medida que los cofrades a su vírgen. Durante un par de horas mis pabellones auditivos fueron recolectores de siembra fresca y emocionante que repta por mis venas con el sigilo ruidoso de la electricidad arrebatada. Se instalaban, sí, cada uno de los acordes que a su instrumento arrebatan los dedos del divino guitarrista, en un punto inconcreto de mi cuerpo que podríamos considerar lo que algunos han dado en llamar "alma". Durante esas dos gravitaciones completas del minutero, el mundo se difuminó ante mis ojos y transmutó en algo muy similar al soñado paraíso de los creyentes (de todos los creyentes, aunque quizás mejor el de los musulmanes). Imagino el cruel martirio que supondría verme privado, en el futuro, de escuchar la guitarra del "joven Neil" y, como decía, comprendo a los llorosos cófrades abatidos por la intempestiva y brutal aparición de la húmeda tempestad. Pero nunca llueve a gusto de todos, dicen. Y es cierto que si mañana ya no pudiesen mis oidos recoger el magma sagrado que escupe la guitarra de Neil Young, habría, de seguro, cientos de oídos otros que pudieran disfrutar su aguacero de melodía y electricidad.
Neil Young, cortesía de "la red" |
Ha llovido también en los campos resecos. El agua ha recorrido los senderos de la siembra, lúbrica y libidinosa, fornicando con los agonizantes brotes vegetales, dispuesta a que estos alumbren, tras la violencia salvaje del subterráneo coito, frutos y recolecciones que nos darán alimento. Sonríen, alzando al cielo tormentoso una mirada inundada en chubasco mirífico, los campesinos que, hasta ayer, maldecían su adversa fortuna ante la expectativa de cosecha perdida. Resulta que, ante el mismo acto divino (esta tormenta), unos sonríen y otros sollozan. Al final resultará que Dios es joven (*) y, como tal, juguetón y caprichoso.
He inaugurado el día, hoy, queriendo prolongar el gozo nocturno escuchando de nuevo a Neil Young. Pero mi sistema de sonido de alta fidelidad ha decidido, justo hoy, como tantos trabajadores nacionales, tomarse unas vacaciones. Creo que está averiado. Quiero llorar, como los cófrades. Mientras maldigo mi suerte recibo la llamada de un amigo al que mucho hablé de los parabienes sónicos del viejo guitarrista. Me llama, entusiasmado, sólo para darme las gracias. Al fin se ha decidido a escuchar Ragged Glory, y me asegura que jamás imaginó que la música de mi adorado guitarrista pudiese colocarle en tal estado de beatitud y belleza.
Lo dicho, será que Dios es antojadizo y travieso, será que God is Young (*)...
Alabado sea dios, nuestro DIOS particular e insustituible.
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