Recupero de "la red" la curiosa noticia sobre la talla en madera de ataúdes con diversas, extrañas, estrambóticas formas, en un suburbio de Accra, la capital de Ghana. Recuerdo cómo, en su momento, la noticia se difundió por diversos medios con el desenfado de la sonrisa y la chanza. Cierto, conseguían alejar nuestro reverencial pánico al final suspiro, haciéndonos evitar, por unos instantes, toda visión fatídica de la parca. Y tenía su lógica. Difícil evadir la sonrisa ante el colorido despliegue de féretros primorosamente tallados como réplicas algo naïf de vehículos deportivos, aerodinámicos aeroplanos, esféricos balones de fútbol, tornasolados crustáceos, demediadas botellas de burbujeante cerveza o popular refresco, e incluso aparatosos teléfonos móviles de penúltima generación.
La insólita costumbre de este suburbio africano, desde que se dió a conocer por las ondas de la información, ha transformado al poblado en novedoso destino turístico, proporcionando a sus habitantes inesperados beneficios que podrán invertir en mejorar, si cabe, el diseño de sus ataúdes. Numerosos excursionistas occidentales visitan hoy día los artesanales talleres en que se confeccionan los cubículos encargados de custodiar a buen recaudo los cuerpos ya sin vida de los habitantes de la zona. Al fin y al cabo no sorprende, llevamos ya años de fascinación por las artes decorativas de nuestros lugares de esparcimiento. La diferencia es que aquí se trata del esparcimiento definitivo, aquel del que ya no se regresa, el último recreo.
No me considero en exceso preocupado por el relumbrón estético del entorno que me rodea, siempre agradeceré poder tener un techo bajo el que vivir como bendición más que suficiente. Pero uno no vive en soledad, y la opinión del otro cuenta, cómo no. Así que permito a quien me acompaña las horas hogareñas desplazar muebles y enseres, reordenar fruslerías y decoraciones, colorear paredes o añadir florilegios a los rincones más inesperados del domicilio. Y me gusta, que conste. Es sano poder redecorar la vida, de tanto en tanto. Antaño, nuestros padres, invertían gran parte de sus ahorros en costosos moblajes de resistente y noble madera, con la intención de dotar a cada estancia del aspecto acogedor que les acompañase por el resto de sus vidas. Hoy la vida es móvil y, tal vez, el único mobiliario definitivo que podamos elegir sea, como en Ghana, el que acoja, al fin, nuestros cuerpos ya ausentes de latido.
La gente del poblado que nos ocupa continúa habitando coloridas e improvisadas barracas confeccionadas con lo que podríamos considerar restos de stock de la habitabilidad, esto es: irregulares listones de carcomida madera, discontínuas techumbres de deshilvanada uralita, y en este plan. Parece que sus escasos recursos económicos prefieran invertirlos en la decoración de ese otro hogar en el que, de seguro, deberán residir larga temporada. Lo que a nosotros podría parecernos ausencia de interés por la comodidad cotidiana, imagino que es para ellos empleo de una lógica aplastante: ningún hogar de los que, en vida, habitemos, tendrá por más que queramos el carácter de permanencia de que, con nuestros relumbrones de mobiliario caro y cómodo butacón de cuero, pretendemos revestirlo.
Hoy, ya, me veo forzado a desmantelar la que durante años ha sido mi casa. Nada permanece, ningún hogar salvo, quizás, el definitivo. La vida late de puertas afuera. Allá nosotros si preferimos encerrar entre cuatro paredes nuestra ilusión de habitualidad. Más dura será la caída...dijo alguien. Más dura será la salida...digo yo: la salida del domicilio que tan primorosamente hemos adecuado, cuando llegue el momento de abandonarlo.
Por otra parte, no debería sorprendernos tanto la elección de caprichosos motivos ornamentales con que los oriundos del suburbio ghanés deciden ataviar su postrera morada. Paseando los camposantos de nuestra civilización podremos admirarnos ante la desbordante fantasía de piedra y cenefa que engalana ciertos panteones más o menos ilustres. Inolvidable el de Oscar Wilde en el cementerio Père-Lachaise de París, decorado por sus admiradores con más besos de los que quizá pudiese disfrutar el genial escritor en vida.
Quiero decir que comprendo la africana obsesión por redecorar el fin, su despreocupación por el ornamento de la vivienda habitual, su deleitosa costumbre de hacer vida de puertas afuera.
Hoy, ya, me veo forzado a desmantelar la que durante años ha sido mi casa. Nada permanece, ningún hogar salvo, quizás, el definitivo. La vida late de puertas afuera. Allá nosotros si preferimos encerrar entre cuatro paredes nuestra ilusión de habitualidad. Más dura será la caída...dijo alguien. Más dura será la salida...digo yo: la salida del domicilio que tan primorosamente hemos adecuado, cuando llegue el momento de abandonarlo.
Por otra parte, no debería sorprendernos tanto la elección de caprichosos motivos ornamentales con que los oriundos del suburbio ghanés deciden ataviar su postrera morada. Paseando los camposantos de nuestra civilización podremos admirarnos ante la desbordante fantasía de piedra y cenefa que engalana ciertos panteones más o menos ilustres. Inolvidable el de Oscar Wilde en el cementerio Père-Lachaise de París, decorado por sus admiradores con más besos de los que quizá pudiese disfrutar el genial escritor en vida.
Quiero decir que comprendo la africana obsesión por redecorar el fin, su despreocupación por el ornamento de la vivienda habitual, su deleitosa costumbre de hacer vida de puertas afuera.
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