Radican en el norte de nuestra geografía unos intrépidos versificadores, llamados bertsolari en su idioma natal, que improvisan cantos y poemas siguiendo unas estrictas reglas métricas. En lo alto de un escenario, sin más atrezzo que su propia persona, estos rapsodas desglosan para un público entregado las celéricas invenciones poéticas que su creatividad les permite.
Se supone que la costumbre viene de lejos, algunos incluso aseguran que la practicaban ya los pastores euskaldunes allá por el Neolítico. No sé, no tengo referencia y se me hace fastidioso investigarlo. Lo que me fascina es que una costumbre de tan rancio abolengo haya evolucionado hasta tal punto que esta misma semana se presentaron ante el público dos robots bertsolaris. Sí, han leído bien. Resulta que una célebre Universidad del País Vasco ha presentado el producto de su más innovadora investigación: un par de androides a los que, a base de alimentar sus cibernéticos circuitos con bertsos, rimas, reglas métricas, etc., han conseguido hacer que declamen (con mayor o menor fortuna) al estilo de los bertsolaris de carne y hueso.
Cuando niño, recuerdo haberme escondido del marasmo de danzarinas cifras de las Matemáticas, en la gruta musical y sensible de la Literatura. Recuerdo que, ante la inatacable certeza de las incomprensibles leyes Físicas o Químicas, oponía yo la duda temblorosa de la Poesía. No me enorgullece haber transitado por los corredores obtusos de la educación haciendo oídos sordos a los cantos de sirena de la Ciencia, no. Pero permitan al niño su incapacidad o ausencia de interés en ganar batallas sentenciadas de antemano. Es en la infancia cuando ya decidimos cuáles son aquellas materias que más conmueven la nuestra, y harto difícil es luchar contra los gustos y disgustos de un niño.
Rememoro charlas al calor de la amistad recién modelada, en que mis compañeros de dialéctica y juego glosaban los parabienes y fascinaciones que despertaba la llegada del hombre a la Luna, un suponer. Yo siempre respondía lo mismo: no me interesa, no me impresiona. Y cierto fue y aún lo es: más me fascinan las simas de la condición humana que las cumbres del progreso científico. Y es así que descubrí en la poesía el hábitat perfecto en que pudiesen crecer y reproducirse mis inquietudes y sentimientos. ¿De qué sirve que el Hombre pasee la superficie cósmica de la Luna si no es capaz de comprender el dolor de un congénere?
A día de hoy, otros no tan niños, adultos ya en edad de adulterios y declives, argumentan como yo lo hacía contra las ayudas presupuestarias a lo que hemos dado en llamar I+D+I.
Investigación. Desarrollo. Innovación. Grandilocuentes términos que incitan a soñar con un futuro más bondadoso, un porvenir que se presenta vacío de dolores, sufrimientos, hambres, muertes, enfermedades. Pero resulta que los fondos que con su esfuerzo recaudan los ciudadanos van a una renombrada Universidad que los emplea en dar vida a dos seres cibernéticos que recitan poesía con metálico timbre y cibernético alborozo. Y aún brujulean, entre los linfocitos y células de millones de humanos, pequeños ejércitos de bacterias capaces de dar al traste con sus esperanzas de vida. Aún enfermedades que ningún presupuesto, por abultado que sea, ha permitido erradicar. ¿No será que está mal empleado el dinero destinado a I+D+I? Así aseveran no pocos, y argumentan, de inmediato, que puede eliminarse la partida de patrimonio que los estados dedican a la investigación científica. Al fin y al cabo no necesitamos robots cantarines, sino acabar con la malaria, por ejemplo.
Por mi parte, descubro no haber madurado en exceso. Los pensamientos de la edad escolar aún persisten en mi debilitado raciocinio. Me interesan tan poco los robots bertsolaris como lo hacía, cuando niño, la llegada del hombre a la Luna. Leo poesía, ahora que todavía existe, por ahondar los sentimientos.
Claro que, quizás, en un futuro no muy lejano, extinguido ya el papel y olvidados por el común de los mortales los versos que un día nos hiciesen conmover, perdida definitivamente la Poesía en el celérico tráfago del consumo y la comodidad, sólo nos quede recurrir a la lírica registrada en el disco duro de un robot bertsolari. Llegados a este punto tal vez comience yo a considerar imprescindible el avance científico. Tal vez el presupuesto invertido en I+D+I no sea, por tanto, cosa sin importancia
Claro que, quizás, en un futuro no muy lejano, extinguido ya el papel y olvidados por el común de los mortales los versos que un día nos hiciesen conmover, perdida definitivamente la Poesía en el celérico tráfago del consumo y la comodidad, sólo nos quede recurrir a la lírica registrada en el disco duro de un robot bertsolari. Llegados a este punto tal vez comience yo a considerar imprescindible el avance científico. Tal vez el presupuesto invertido en I+D+I no sea, por tanto, cosa sin importancia
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