Días de alzar la vista al cielo, al salir de casa. Ya te has asomado a la ventana antes de vestirte, por comprobar si llueve o no. Pero aún así pisas el espejo sucio del asfalto recién mojado y, de manera instintiva, fuerzas tu cuello a una incómoda posición que te permita observar el rebaño de nubes negras que rumia el forraje celeste de la atmósfera.
Tiene su aquél, mirar el cielo. Breve ejercicio al que sometemos nuestra musculatura cervical sólo por ver si la lluvia comienza de nuevo su danza vertical, jaleada por los tambores inconstantes de la tormenta.
Nos pasamos la vida mirando al frente, cada cual a la altura de lo que su talla le permite, ni más abajo, ni más arriba, sólo de frente. Y así paseamos la existencia creyendo que, al mirarla de frente, la afrontamos, damos la cara, la enfrentamos. Pero resulta que hemos desperdiciado los mínimos pasos de baile del gato callejero, demasiado a ras de suelo, o el zurcido exacto con que la cigüeña, en su vuelo, remata la geometría de siglos de la torre del campanario, demasiado en lo alto. Tienen que llegar días de lluvia, atmosférica inestabilidad que nos obliga a mirar el cielo y también, claro, el suelo, por no pisar los charcos. Y es de agradecer porque, tras el fastidio inocuo de portar el paraguas para después olvidarlo en cualquier esquina, tras el incómodo zigzageo que evita hundamos nuestros pies en los residuos de lluvia crecidos al amparo de la irregularidad exacta del pavimento, se esconde un brote de mirada nueva y observación innovadora. Descubrimos pues, merced a la lluvia, que la vida no hay que embestirla sólo de frente, que existen charcos en que naufragar el alma y cielos a que abandonar el vuelo de cometa loca de nuestros anhelos.
Vivimos tiempos de enaltecer y admirar al hombre recio, el de firme porte y recto caminar, el que encara la vida de frente y establece su campo visual, su objetivo, su camino, en la escueta foto frontal de los días soleados. Lo lamento pero siento crecer en mí, con el paso del tiempo, la desconfianza hacia aquellos que orientan el dardo alegre de su mirada en el centro de la diana que la horizontalidad visual les ofrece, los que desafían la existencia con la seguridad asesina de tener frente a ellos todo lo necesario para seguir adelante. Vengo yo, hoy, aquí, a reivindicar la dubitativa mirada del que no tiene tan claro dónde comienza el camino, el que lo busca en los alredededores de su caminar inexacto, orientada su vista hacia el suelo. Vengo hoy, también, a defender la soñadora mirada del que se pierde en los sueños y los busca en un caótico y abigarrado almacén de nubes, fija su mirada en los cielos.
Hay una posibilidad de lluvia, hoy, ensuciando con sus dígitos de nube los volubles perímetros del cielo. Salgamos a la calle y alcemos la vista al cielo. Llueva o no llueva, quizás descubramos algo nuevo.
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