Se suceden en diversos lugares de la geografía patria unos orquestados simulacros en que intervienen diversos cuerpos de seguridad.
En uno de estos ensayos, los agentes de la autoridad, persiguen y neutralizan a un supuesto terrorista dispuesto a volar por los aires un edificio de viviendas. En otro, se hacen con el mando de la situación en un complejo fuego cruzado de disparos entre bandas rivales de narcotraficantes. Muy edificativo todo. Muy preparados los agentes del orden, oiga. Y además buenos actores. Sí, cualquiera podría decir que han elegido para los citados simulacros a los más apuestos, más altos, fuertes y machos integrantes de los cuerpos de seguridad del Estado. Y disculpen por el término "macho", porque cierto que hay también mujeres entre los agentes/actores, pero su porte y maneras adecuan perfectamente al calificativo. Y esto imagino que me obliga a pedir disculpas nuevamente. Así sea.
El caso es que las espectaculares maniobras congregan, en los alrededores, a un no poco nutrido grupo de ciudadanos que corean las acciones más espectaculares y aplauden a los agentes, que ni por esas esbozan al menos una tímida sonrisa. La violencia como edificante espectáculo, o sea.
Fue en Cusco (sí, con "s", así citan a esta gloriosa ciudad sus habitantes), el pasado año, durante las celebraciones del Corpus Christi, que pude asistir, perplejo, a diversas procesiones religiosas que pretendían glosar tan señalada fecha. El caso es que las procesiones de Cusco distaban mucho de parecerse a las que en nuestro país se desarrollan. Eran, aquellas, más romerías carnavalescas que doloridas muestras de pasión. Tanto que los cófrades de las distintas congregaciones religiosas que habían tomado el centro de la ciudad vestían colores de fiesta y portaban, amén de diversas figuras del santoral y los evangelios, instrumentos musicales a los que arrancaban sonidos cercanos a la milonga, la bachata o el vals peruano. No encontraron mis oídos símil alguno con los ténebres tañidos de la religiosidad hispana.
Pude, al calor de esta algarabía jaranera y colorida, comprobar que numerosos extranjeros acudían con sus cámaras digitales prestas a inmortalizar tan vertiginoso desfile. Ellos, imagino, ignoran el significado último de los pasos religiosos. Pero yo, que lo conozco, no pude menos que gozar aquella marcha como una celebración de la alegría en vez de como una glosa del sufrimiento, que sería el fin último de toda procesión piadosa. Esto es, asistí entusiasmado a un simulacro de júbilo.
Recuerdo aquellas celebraciones cusqueñas e imagino que ocurriría de convertir, los cuerpos de seguridad del Estado, sus terroríficos simulacros en algo más amable, más cercano. Descubrir públicamente el truco del trilero, sorprender al carterista con una billetera de gominola, beberse lo que reste en el cartón de vino del dipsómano mendigo que incomoda a los viandantes, amarrar a un caballito del tiovivo al chiquillo que asusta a ritmo de petardos a quienes pasean la feria, y en este plan. Claro, que eso no da miedo, y resulta pueril, poco hollywoodiense, e impediría a los agentes de la autoridad hacer gala de su buen hacer y sus dotes interpretativas.
Y, lo peor, para qué engañarnos, es que dichos simulacros congregarían poco público.
¿Acaso habíais olvidado que vivimos en la sociedad del espectáculo?
Y, lo peor, para qué engañarnos, es que dichos simulacros congregarían poco público.
¿Acaso habíais olvidado que vivimos en la sociedad del espectáculo?
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soy todo oídos...