El baobab es un espectacular árbol que crece especialmente en el África Subsahariana y que se convierte, en lugares como Madagascar, con su tremendo aspecto de arbusto invertido, en símbolo paisajístico y cultural. Asemeja, sí, el baobab, un ciclópeo árbol plantado al revés, con las raíces peinando la escueta brisa del ardor africano. Como un gigante que horadase la tierra a dentelladas, airea sus ramas como bulbos a la tórrida intemperie de la mañana subtropical. Es sólo en la noche, al amparo del opaco aleteo del murciélago, cuando el baobab florece. Sólo en la noche, únicamente durante unas horas, el colosal arbusto eyacula esplendorosos ramilletes de níveas flores, disfrazando así su árida corteza de fiesta y galanteo.
No es que pretenda ahora sumergirme en los misterios de la botánica, no. Pienso en esta especie vegetal y, más que en ella, en los científicos que escalan su corteza, en la fugacidad del crepúsculo, sólo por gozar el milagro de su floración durante unos minutos. Es por ello que, aunque tildados de enajenados dichos estudiosos de la flora, los considero yo más cuerdos que al resto de la civilización.
Fue en Suwon, una pequeña ciudad de Corea del Sur, que asistí, hace tiempo, a una diminuta floración de la belleza comparable a la del baobab. Tras mucho deambular entre calles angostas en que la más absoluta modernidad copulaba violenta con la más ancestral tradición, decidí entrar, dispuesto a alimentarme, en un modesto local escondido en una enredadera de caminos sin asfaltar.
Mi aparición en el humilde restaurante alarmó a quien supuse el dueño del negocio: un venerable anciano de andar pausado que, imagino, veía a un occidental, cara a cara, por vez primera. Sin saludar apenas, alterado por mi presencia, corrió hacia la cocina, enredando la atmósfera con pequeños gritos de sorpresa. Al momento apareció una joven coreana de tez marfileña y sincera sonrisa que, en un inglés de andar por casa, me invitó a tomar asiento. Así lo hice, y dispuso la mesa como si de la de un rey se tratase. Lamentablemente, su inglés, del que tan orgullosa parecía sentirse, no alcanzó lo suficiente para explicarme la composición de las viandas. Pasamos largo rato mirándonos, sonriéndonos e intentando explicarnos el uno al otro. Demasiado tiempo si estás hambriento como yo lo estaba. Finalmente conseguí hacerle saber que me parecía bien cualquier cosa que trajese a mi mesa, que comería con gusto lo que a ella le pareciese más adecuado.
Imagino que cualquier viajero hambriento hubiese abandonado el local y corrido en busca del primer Mc Donalds. Yo tuve la fortuna de esperar, deleitarme con los platos servidos y, sobre todo, encontrar entre mis manos, creciendo como una flor maleable, la suavidad de las de la joven cuando abandoné el local, mientras escuchaba de sus esculpidos labios un "come back, please" que apetecía seguir escuchando de por vida.
Mi aparición en el humilde restaurante alarmó a quien supuse el dueño del negocio: un venerable anciano de andar pausado que, imagino, veía a un occidental, cara a cara, por vez primera. Sin saludar apenas, alterado por mi presencia, corrió hacia la cocina, enredando la atmósfera con pequeños gritos de sorpresa. Al momento apareció una joven coreana de tez marfileña y sincera sonrisa que, en un inglés de andar por casa, me invitó a tomar asiento. Así lo hice, y dispuso la mesa como si de la de un rey se tratase. Lamentablemente, su inglés, del que tan orgullosa parecía sentirse, no alcanzó lo suficiente para explicarme la composición de las viandas. Pasamos largo rato mirándonos, sonriéndonos e intentando explicarnos el uno al otro. Demasiado tiempo si estás hambriento como yo lo estaba. Finalmente conseguí hacerle saber que me parecía bien cualquier cosa que trajese a mi mesa, que comería con gusto lo que a ella le pareciese más adecuado.
Imagino que cualquier viajero hambriento hubiese abandonado el local y corrido en busca del primer Mc Donalds. Yo tuve la fortuna de esperar, deleitarme con los platos servidos y, sobre todo, encontrar entre mis manos, creciendo como una flor maleable, la suavidad de las de la joven cuando abandoné el local, mientras escuchaba de sus esculpidos labios un "come back, please" que apetecía seguir escuchando de por vida.
Quiero decir que, en ocasiones, merece la pena esperar, esforzarse, sólo por gozar unos instantes de la belleza de un gesto, sea una sonrisa fugaz, una solícita caricia, una palabra susurrada, o una flor que nace a la luz apagada de la noche sólo para morir instantes después.
Los investigadores botánicos que se desplazan hasta Madagascar, recorriendo kilómetros de polvo, alimentándose durante días sólo de vegetales y enlatada manduca, para escalar en la noche la corteza agreste del baobab, y asistir durante un instante a su floración milagrosa, me comprenderán. Estoy seguro de que saben que la belleza es flor de un día...o de una noche.
Excelente reflexión Pablo. Felicitaciones. Yo tengo un baobab plantado en mi alma...
ResponderEliminarQué bonito post. La chica de la foto es preciosa, aunque no creo que sea la chica de la que hablas, verdad? Me ha gustado tu historia ;-)
ResponderEliminaro instantes eternos
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