lunes, 14 de noviembre de 2011

¿hay alguien ahí?

Retórica,  ridícula cuestión.
¿Quién habría de atesorar suficiente decisión, gana o desvarío para apoltronarse a la sombra fragante y sucia de este recién inaugurado blog?
Ya respondo yo, no desesperéis: ¡nadie! Y si alguien lo hace será por inconsciencia o simple casualidad fruto del abotargado deambular por "la red" en que todos, en mayor o menor medida, andamos hoy en día inmersos.
Ahora bien: habiendo ya recalado en este atracadero de pesadilla y esperanza que es el Hafa, mi Hafa, déjate llevar por los cantos de sirena que desgarran la noche ahí fuera, a mis pies, entre las olas.

El Café Hafa es un pequeño establecimiento 
situado en una de las colinas desde las que, 
en Tánger (Marruecos), 
podemos divisar esa lengua de mar en que se mezclan 
las aguas del océano Atlántico con las del mar Mediterráneo. 
Esa marea inconstante separa Europa de África y, 
para algunos, muchos de los que en este Café recalan, 
supone la frontera entre sueño y vigilia, ficción y realidad.

Hablaré del Café, más adelante.

Ahora quiero hablar de mi Hafa que, más que un lugar geográficamente definido, es un estado mental, una turbulencia de los sentidos, un temblor de la memoria.




Llegué al Hafa para quedarme, una tarde de verano en que las gaviotas picoteaban retazos de nube y las luces fluorescentes del puerto de Tánger comenzaban a mordisquear los talones de los niños de la calle, esos que tras esnifar pegamento se dejan llevar por la intrepidez apócrifa que en sus pulmones acaba de fijar residencia y reptan bajo los camiones de mercancías que se disponen a cruzar "al otro lado", en busca de un hueco lo suficientemente amplio para esconder en él sus cuerpos a medio hacer.

Sucio de exotismo barato, acomodé mi cuerpo en una de las sillas del Café Hafa y dejé vía libre a mis ensueños. Con la inestimable colaboración de los efluvios del hachís, rellené mi cuerpo vacío como lo hacen los labriegos con las ropas del futuro espantapájaros, y me abandoné a un sueño inversamente proporcional en intrepidez al de los niños de la calle: soñé permanecer anclado al vaivén de mis fantasías, con los pies clavados a la tierra de África, ausente de melancolías o añoranzas por el pasado perdido: ni una lágrima por Europa, ni un lamento por el rastro perdido ni las vidas cruzadas que dejé al otro lado del Estrecho.

Aunque lo sospechéis no hablo aún del Café Hafa, sólo, ya lo dije, de un estado mental. Es cierto que para alcanzarlo, tuve que poner mis pies en el puerto de Tánger.
También es real el sórdido espectáculo de los niños de la calle, los niños del pegamento, puedo asegurarlo: uno de ellos, mientras yo depositaba mi mochila en el suelo para mejor acoplarla de nuevo a mi dolorida espalda, permanecía tumbado boca arriba, debajo de un monstruoso trailer decorado con publicidad de El Corte Inglés. Al agacharme pude verle ahí tendido. Al mirarle pude apreciar mejor su voz desorientada, llamándome "sidi, sidi". Sin pensar en las consecuencias dejé la mochila en el suelo, en el punto exacto dónde ésta había logrado desembarazarse de la tenaza de mis hombros. Me acerqué al chaval, ¿11?,¿12?, ¿13 años?, nunca se me dió bien averiguar la edad de las personas pero la de aquél chico hubiese sido harto difícil aún habiendo yo poseído una mágica bola de cristal, tan ajado su rostro, tan envilecido por la mordedura infalible del hambre, sus cuencas oculares parecían devorarle la cara hasta más allá de las fosas nasales. Con su limitado y entonces ebrio vocabulario español consiguió hacerme entender que precisaba mi ayuda para instalarse en los bajos del trailer, sus fuerzas eran más niñas que su edad.

¿Qué habríais hecho vosotros? Pensadlo por un momento. Quizás si halláis una respuesta podréis comprender mi reacción. Cierto es que no importa mucho lo que yo hiciese, lo relevante es que puedo aseguraros que esa tarde entré en ese estado mental que antes os comentaba, y que desde entonces ya no he podido, ni quizás querido, salir de él. Desde él os envío estas postales.

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