Las noticias de hoy (al menos lo que ya ocupa casi en su totalidad el tiempo dedicado por los "medios" a "informarnos" sobre la actualidad) destacaban, con gran despliegue de datos y sondeos a pie de calle, el hecho de que el "museo" de un determinado club de fútbol superaba ya en visitantes a las grandes pinacotecas de la capital. Uno de los enfervorizados visitantes entrevistados aseguraba encontrarse en el paraíso.
Creo que fue Jorge Luis Borges quien aseguró "siempre imaginé que el Paraíso sería algún tipo de biblioteca".
Esta mañana he peregrinado hasta la biblioteca municipal más cercana, a efectos de depositar de nuevo entre sus estantes esa ópera magna de Lobo Antunes, Esplendor de Portugal, y a conseguir hacerme con, al menos, un par de libros de relatos brotados de la pluma de algunos de los hoy considerados como jóvenes promesas de la literatura en español. Latinoamericanos (para más señas) de mi misma edad (esto lo indico sólo por vangloriarme de que quizás aún pueda seguir considerándome joven).
Deambular por los pasillos inmerso en el silencio apolillado por el moribundo halo de luz exterior que la arquitectura pretendidamente vanguardista de la sala permite irrumpir en la misma. Tropezar con nombres y apellidos idolatrados. Dar de bruces con pelotones de letras que forman escuadrones de promesas, indicios de un esplendoroso descubrimiento que pueda llevarme a la inmersión total en nuevas vías de comunicación. Topar con títulos, sinopsis, reseñas promisorias de inéditos conocimientos. La biblioteca como manjar de curiosidades. Vagabundeo del tiempo y la prisa. Irremisible pérdida de tiempo. Y sufrimiento al descubrir que cargas con volúmenes que no eran los que inicialmente deseabas tomar prestados.
Regreso, a casa, portando en mi bolso un volumen de cuentos de Leopoldo María Panero, y una edición comentada de Tiempo de Silencio (sí, lo lamento, a pesar de conocer y amar hasta el delirio ambas obras no tengo en propiedad ninguna copia: el tiempo hace perezosos mis impulsos de posesión, ya me basta con leer, acumular en mi memoria maltrecha las palabras y no en mi hogar las páginas en que descansan éstas). Quiero decir que el paraíso (la biblioteca imaginada por Borges) es, inevitablemente, pérdida: todos los paraísos implican una ausencia de inocencia que los convierte en sufrimiento más que en goce, igual los que proclaman las grandes religiones: te impelen a perder la vida para poder gozar sus delicias...
Ya en casa enciendo la televisión (pequeña porción de masoquismo que me permito de tanto en tanto), y tomo cumplida cuenta del rostro embelesado, a la par que desorientado, de ese forofo que, dentro del museo del club de sus amores, duda entre adquirir todo producto de merchandising, por pueril o ridículo que pueda resultar, o destrozar las vitrinas en cuyo interior se exhiben los trofeos y robar alguno de éstos, dándose después a la fuga. El paraíso, ya digo.
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