Escuchar a Jonathan Wilson es como hacer un viaje al pasado reciente (60's) con todos los gastos pagados, una de esas excursiones de poco riesgo a algún lugar sintéticamente paradisíaco en que el hecho de portar una pulserita de color chillón te permite el acceso gratuito a un sinfín de consumiciones, productos y emociones. Y conste que nunca he realizado uno de esos viajes, creo que necesitaría drogas. Pero quiero imaginar que puede haber, efectivamente, auténticos deleites con que agasajar los sentidos en cualquiera de esos resorts que las agencias de viajes nos venden como el cúlmen de toda una vida de lujo y excesos.
Jonathan Wilson (cortesía de "la red") |
Con Wilson susurrando sombrías nostalgias a través de los altavoces, enredando su voz de sueño ácido con el rasgueo melancólico de una guitarra que suena como lo hace la madera recién cortada, alcanzarás a sentirte en ese paraíso musical que supuso la década comentada. Efectivamente: puedes soñar que portas en tu muñeca la pulserita de "todo incluido" y tomar un daiquiri junto a Carole King, pasear las calles de Ontario acompañado de los miembros de Buffalo Springfield, compartir el desequilibrio mental del Syd Barret de A saucerful of Secrets embriagándote de sus delirios cósmicos...y podrás hacer todo esto como si de un paseo por un parque de atracciones de rancias reminiscencias se tratase, o bien, si haces acopio de introspección y espíritu aventurero, llegues a convertir el viaje en una experiencia sensorial de la que te costará trabajo salir (si es que sigues deseándolo cuando la noria del vinilo haya dejado de dar vueltas).
Aún a riesgo de repetirme, expreso mi convencimiento de que hasta en unas vacaciones de resort caribeño hay, dispuestas a ser gozadas, experiencias más allá del garrafón de la pulsera de color imposible. Libar, quizás, densa leche fresca del más alejado de los cocoteros que parecen haberse dibujado en el fondo del decorado que supone la playa de acceso exclusivo para clientes, ése que adormece los murmullos de la brisa marina al compás de su respiración de arbusto grandullón y torpe, allí, a lo lejos, en ese punto en que la vigilancia del hotel, supuestamente de lujo, deja de escrutar sus dominios por hallarse ya éstos en desvanecida linde territorial con el pueblo de pescadores más cercano. Tú decides, eres libre: puedes quedarte en la apreciación superficial de Gentle Spirit (el disco de Wilson del que tan difícil me resulta salir últimamente) y considerarlo un apócrifo crisol de sonoridades añejas, o bien zambullirte en el paraíso de emociones inéditas que se esconde entre los surcos del vinilo.
Tuya es la elección pero...yo me quitaría la pulsera.
Aún a riesgo de repetirme, expreso mi convencimiento de que hasta en unas vacaciones de resort caribeño hay, dispuestas a ser gozadas, experiencias más allá del garrafón de la pulsera de color imposible. Libar, quizás, densa leche fresca del más alejado de los cocoteros que parecen haberse dibujado en el fondo del decorado que supone la playa de acceso exclusivo para clientes, ése que adormece los murmullos de la brisa marina al compás de su respiración de arbusto grandullón y torpe, allí, a lo lejos, en ese punto en que la vigilancia del hotel, supuestamente de lujo, deja de escrutar sus dominios por hallarse ya éstos en desvanecida linde territorial con el pueblo de pescadores más cercano. Tú decides, eres libre: puedes quedarte en la apreciación superficial de Gentle Spirit (el disco de Wilson del que tan difícil me resulta salir últimamente) y considerarlo un apócrifo crisol de sonoridades añejas, o bien zambullirte en el paraíso de emociones inéditas que se esconde entre los surcos del vinilo.
Tuya es la elección pero...yo me quitaría la pulsera.
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