Acostumbran a ocupar un espacio de mi memoria, en ciertas ocasiones, las partidas de póker de la adolescencia: cuatro chavales jugando cartas al calor de una lámpara baja, más por conseguir ese efecto (tan de celuloide negro) del humo de tabaco cercenando rostros que se escrutan en silencio, que por ocupar el momento en un sencillo pasatiempo. En cada una de esas reuniones, invariablemente, se escuchaba de labios de alguno de ellos esa frase que pretendía sembrar dudas o aclararlas ante el resto del grupo: "¡va de farol!"
Al escuchar la citada frase se alumbraba, en el entendimiento de los jugadores, la posibilidad de que una apuesta fuese demasiado arriesgada como para tener asegurada el éxito. La probabilidad del engaño reptaba entre las piernas de los jóvenes, enroscándose sigilosamente en sus nervios y haciéndoles descubrir, sin tomar verdadera conciencia de la gravedad del asunto, que la mentira campa a sus anchas hasta en las más inofensivas de las relaciones humanas.
Hace apenas unos meses regresé de Perú. Allí dediqué tiempo y esfuerzo colaborando con una pequeña ONG, proporcionando a niños en riesgo de exclusión social clases de apoyo para evitar que abandonasen la escuela, confiando en que el futuro pudiese vestirles de fiesta y no de harapos, como la situación precaria en que se desenvuelven sus vidas parece prometer.
El grupo de voluntarios del que formé parte se nutría principalmente de jóvenes europeos animados por un encomiable espíritu solidario, no lo niego. Pero en alguno de estos humanitarios muchachos advertí una excesiva avidez por acumular experiencias de todo tipo, aunque especialmente de ésas que colaboran activamente en lo que nuestros padres llamaban "labrarse un futuro". El futuro al que hacían referencia debía ser cómodo, estable, lo suficientemente generoso como para permitir que pongas los pies encima de la mesa del anfitrión. Considero oportuno sincerarme: creo que la ayuda humanitaria, la colaboración social, la solidaridad, suponen hoy un inmenso campo dispuesto a ser hollado por los labradores del neoliberalismo económico, con vistas a obtener, en el menor tiempo posible, opulentas cosechas.
No se me malinterprete. No denigro la dura labor de tantas personas de buena voluntad que ponen su esfuerzo al servicio de aquellos a quienes consideran sus iguales, con la pretensión sola de que éstos puedan tener al alcance de sus manos los mismos beneficios que ellos gozan. Es sólo que, hoy que el muy corpóreo fantasma del desempleo y la muy real amenaza de la precariedad juguetean con mi vida como lo haría un niño con un mecano, he vuelto a prestar algo de atención a las noticias, y escuchar de nuevo frases que en boca de los dirigentes mundiales del despropósito, suenan huecas y lacerantes.
Cuando uno de los voluntarios aseguró en alta voz aquello de "lo principal son los niños", mientras remitía a su Universidad el documento de la ONG que certificaba su estancia en Perú, y rubricaba un currículum que le permitiría, en adelante, ubicarse en un solvente puesto de trabajo, pensé lo mismo que hoy al escuchar de labios de un laureado dirigente político esa elogiosa frase: "lo principal son los desempleados".
Difícil olvidar el rostro de los niños de Perú, especialmente la sombra que, tras su sonrisa de juguete, se deslizaba en el momento en que los voluntarios marchábamos para regresar a nuestra vida de comodidad y certezas.
Aquel niño que quedaba solo en la oscuridad de la escuela desocupada. Este desempleado que permanece solo ante la incertidumbre de un futuro lóbrego y cruel. Las cartas sobre la mesa.
Hoy quiero decir lo que pienso: ¡van de farol!
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