Anchoas en su exacto punto de carnosidad mordida por la mordiente de la mar en crecida. Piparras navarras al punto de sal ejerciendo nataciones en vinagres inciertos. Tomate bien picado, triturado, molido dirían en Bolivia, como la carne de las hamburguesas o de los filetes rusos de antaño. Champiñones, enteros, por supuesto, coronado su falso fieltro de sombrero callampa por virutas de jamón ibérico y generosas rodajas de ajo. Ibérico, también, el lomo, de bellota que de alguna manera dejó entreverada su pulpa de grasos blancos para que compitiesen con la piel del universo. Aunque partida perdida, siempre.
Dispongo los alimentos como deseo imaginar Chagall esparcía sobre el lienzo los colores y los sueños a la hora del boceto. La comida, dicen, entra por los ojos, y me he permitido añadir unas olivas. Color que ya no puedo evitar si pienso en alimento. Y un coupage Tempranillo, Syrah y Cabernet Sauvignon que juega a las matemáticas o los códigos sin descifrar: 8.0.1. con su diseño de futurismo ruso mientras Stalin y un tipo con un parche o una medusa en el ojo me contemplan desde la puerta de la heladera conminándome a compartir con el pueblo.
Miro a la gata, que ya no está, para invitarle a cenar. Hoy si te dejaría, gustoso, compartir plato. Miro a Munay, que tampoco, y le digo que no se inquiete. Sé que no le gusta lo que he preparado, pero su paladar lo deleito con diferentes texturas, sabores que a él le embelesan y le regalo porque más me gusta a mí cuando me besa y me dice te quiero. Por la panza se gana al hombre, decía abuela. Enseñanzas de esclavas que pudieron atisbar en las voces de la radio qué cosa era la escuela. Miro y ya no está la gata, tampoco Munay, y me digo detente, mejor no sigas mirando.
Invito a cenar al silencio y la casa quiebra sus paredes en orfandades de dicción. Tom Petty desordena todo cantando breakdown y las paredes caen infectadas de melodía y se me acaba pasando el hambre. Pero me alimento. Y bebo sin dejar de brindar por el tiempo que sonríe sol y por las horas que pasó bien alimentado de luz y calor. Todo queda a medias. Demasiado condumio. El hambre no compartida es más fea que el señor mayor que te mira, cada mañana, desde el fondo del espejo. En ocasiones aparece un duende para enseñarte sus dientes atrincherados en fierros que le harán sonreír mejor, más bello, el día de mañana. Ese mismo que Bunbury advirtió «ten cuidado que vendrá, y ya verás».
Vuelve a llover y la cena queda a medias, ya lo he dicho. La media Verónica de Calamaro sorprende sus dedos de lluvia escribiendo sueños truncados contra la ventana. Ni un ápice de negacionismo en mí. No pienso que los partes meteorológicos sean farsa. Pero conozco los dictados de la temperatura y ahora me hiela este nuevo no seleccionado del que me avisa el móvil, parpadeando en la rueda de la fortuna del pan para hoy y hambre hasta la tumba. Oscura como aquella en la que yace un amigo de Lowry.
La gata, esta vez sí, acaba finiquitando el banquete. Miro a Munay y le digo que, por favor, luego retire los platos. Después a lavarse los dientes y yo ya le conduciré por los mares del sur a lomos de un barquito de cáscara de nuez. Mientras, entre mis dedos, la corteza, la envoltura, la cubierta... la piel.
No temas, hijo, que este Saturno sólo se alimenta de sueños. Y tú eres real y, además, no estoy solo.
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soy todo oídos...