jueves, 26 de junio de 2025

canta Caetano

Você não quer ouvrir o Caetano? nos increpó la mesera mientras acercaba a nuestra mesa otra caipirinha y otro shot de chachaza artesanal elaborada en Minas Gerais. Tras los necesarios ensamblajes idiomáticos conseguimos comprender que en el bar de al lado, ese en que no entramos porque nos pareció en exceso mustio, estaba cantando Caetano Veloso. Nos había sorprendido, momentos antes, cómo los clientes iban de a poco abandonando el local en que tan bien nos estaban tratando. Tú tenías miedo. Yo masticaba el riesgo. Así que, aun dudando de si estaba haciendo de trilera con nuestras dudas de foráneo, le pregunté a la camarera qué hacíamos con las copas recién servidas.

Você pode levar para fora, masticó entre unos labios de negritud que se desayunaba a sí misma y, de paso, a mis desorbitadas pupilas. También nos explicó que no había prisa por pagar, que después regresáramos y nos invitaba un trago. Tú no conocías a Caetano. Tal vez sí. Te dije una vez, en Madrid, que volaron las entradas y además, marcaban precio demasiado elevado. Pero en aquel momento no recordabas. Yo pensé que el tal Caetano que cantaba al lado sería un vecino del barrio de Ribeira hasta el que te casi forcé a llegar para ver surcando las aguas a Yemanjá aquel remoto dieciséis de julio.

Virgen del Carmen, patrona del mar, las olas ya de alguna manera me reclamaban el aliento, el salitre se hacía verbo entre los dientes exponiéndome a cicatrices venideras. Y yo no lo sabía, a pesar de intuir que en numerosas ocasiones escribo y vivo por adelantado. Sin la compañía adecuada, lo comprendo, pero eso que me llevo. No lo sabía, y tú nunca llegaste a comprender mi obsesión por asistir a una ceremonia de candomblé no oficiada en loor de la sacrosanta herradura del turismo, ni por qué con ese motivo recorríamos favelas exponiéndonos, en más de una ocasión, a un mal final. No me bastó con pedirte perdón, pero hoy quizás lo comprendas mejor, las vísceras me guían, me dejo llevar por el olfato como cualquier otro animal. Y el candomblé olía a sangre. Y mi futuro al más delicioso reguero de hemoglobina, por más que fuese a brotar breve y a intervalos. Brotó intenso y hoy todo mi pulso supura carmín extremo. Es bueno reconocerlo. Cuando mejor me reconozco es así, como animal, perro guiado por el olfato, buscando un reguero de orín, saliva y plasma, aunque en Salvador de Bahía sólo fuese de gallina.

Oficiantes pulcramente vestidas de blanco. El sueño de los orixás cimbreando sus gargantas mientras la de la gallina en cuestión era inmisericordemente seccionada para dibujar senderos de lontananza. Em seu rastro vo
cê encontrará seu destino me murmuró casi escupiendo una anciana a la puerta de una vivienda en que nadie habitaba más allá de las decenas de feligreses de ese culto sincrético que conjugó África con catolicismo para erigirle a la religión su verbo más lascivo. Habíamos llegado tarde, y sobre el piso restos de sangre y serrín y caminares de piadosos desorientados y tú me mirabas cómo preguntándome si de verdad me sentía atraído por aquello. Sí, la sangre, lo siento, nunca lo comprendiste, pero ya advirtió la anciana que mi destino estaba sellado. Y la piel negra por algo, ahora lo comprendo, se cubría de blanco. Como la sangre cuando despavorida, perra y oscura, aúlla en calles de lluvia clamando por un torniquete de piel de leche, nubes y lluvia.

Después a la costa de Ribeira para ver a los pescadores engendrar una marea de flores entre el oleaje vistiendo de azul y colores el vuelo de la falda de Yemanjá. Azul y colores que, mezclados, suponían espuma de pasto norteño que cuando desde iris te contempla casi te impide hablar. Más tarde, como llevado por una renovada fe, te conduje hasta la Basílica de Nosso Senhor do Bonfim. Allí encendí cirios mientras sentía palpitar todo lo que en mí había de longitudinal. Rodeado de hembritud africana, de africanidad hembra, de aromas a incienso y canela más allá de la de la chica de Neil Young. ¿Dónde? Lejos aún. Pero llegaría galopando como sus crazy horse. O como los caballos canela de Nick Cave. Todo fue canela, durante un tiempo. Todo cúrcuma, y aún, en un tiempo mejor. Especias invadiendo la moqueca, el vatapá y el acarajé, cómo con este calor pueden devorar tan vastos y calóricos platos nos preguntábamos mientras no dejábamos de comer. 

Y Caetano en el bar de al lado. Y el interior ya embadurnado en la pintura plástica del sudor comunal, las pupilas hechas banquete y las junglas del abrazo. Así que tuvimos que quedarnos afuera, mirando asomados a aquella incisión que desenladrillaba el ladrillo a modo de ventana en el muro exterior del local. El músico brasilero acababa de finalizar un concierto multitudinario en algo parecido a un estadio. Después, siempre lo hacía según nos informaron algunos de los circundantes, volvía a uno de sus barrios favoritos de Bahía para interpretar, de manera gratuita, ante el personal menos adinerado, sus tonadas de rotura seda, melodía vértigo y dedos bien labrados por sierpes de sangre que no dejan de acariciar la guitarra que muerden. 

Como en un guiño a nuestro hogar ya olvidado, a mitad del recital interpretó, en español perfectamente diccionado, ese Te vi que compusiese Fito Páez. Y temblé. Pero aquel Madrid susurrado entre los labios de Caetano, comprendo ahora, me alejó más del origen de lo que jamás hubiese pensado. Porque desde entonces sólo pensé en mar de por medio. En mar adentro y en costa, en orillas como esas en que los besos encuentran su verdadero rompiente, esas que suelen dejarse olvidadas en lo cotidiano y la asimilación de la irrealidad los amantes que nunca llegaron a serlo porque nunca supieron pronunciar la palabra amor con todas sus coordenadas enhebrando los versos de la victoria final ante una santa muerte que lejos, en México por ejemplo, es panal del que succionar daño y extraer una melosa instantánea ebria que algún día diseccionará como puñal las páginas del más hermoso libro de fotografía. 

Quise saludarlo, a Caetano, pero cómo siquiera intentarlo. Y para qué, si ya le habíamos escuchado. Si ya habíamos contemplado su fina estampa, con peruano permiso de Chabuca Granda. También de Vallejo, que le hubiese dado el beneplácito. Porque la poesía es juego y a mí me jugó las vísceras tu andar o trotar futuro en que ya relucía la arena de la playa de Ribeira. La poesía es juego, te intenté explicar, pero debíamos cancelar la deuda en el otro bar. Así que regresamos para, en vez de pagar lo consumido, consumir más. 

Después yo quise regresar a la playa, imitar a Yemanjá, vestirme de flores futuras y lanzarme a la mar. Ya tú no. Sólo querías regresar al hotel y descansar. Por mi parte, comprendí que en realidad tampoco me apetecía mojar los pies. Vivía por adelantado y los pies que soñaba bañados en Atlántico eran cangrejos de sueño que recorrerían, con timidez y cautela, distancias tan cortas como las que separan la habitación del cuarto de baño. En el del hotel, ya regresados, yo tarareaba contigo en la distancia mientras miccionaba, antes de tumbarme boca abajo en la cama para calmar mi espalda incinerada por el sol de Brasil y por el peso de los años sin ti. Antes de caer en lo más hondo del sueño, recuerdo susurrarme a mí mismo que Yemanjá me había bautizado, Olorum me había marcado como res sacrificial y la garganta de Caetano, suave me había acariciado. Algún día te lo recordaré a ti, me dije antes de traspasar el umbral onírico y sentir tus manos como hiedra tatuándome la espalda. 

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