martes, 22 de abril de 2025

el don de la ternura

No hay victoria que sea final
ni derrota total
Llegará con mano dura y perderán la ocasión
de entender que es la ternura nuestro don
Nacho Vegas

Casi con total seguridad, Miguel Ángel carece de hogar. Así estamos obligados por la corrección política, hoy, a adjetivar, calificar, definir o clasificar a las personas que viven en la calle: sin hogar. Cuando tantas y tantos (seamos correctos) aseguran tener cuatro paredes que les cobijan aunque carezcan de hogar. Hogar es abrazo, y en esta sala de urgencias lo es (para pacientes y quienes pacientemente esperamos los resultados del análisis completo) la palabra tierna, el ademán respetuoso y la caricia sonriente de los y las (sigamos con la corrección) profesionales del riesgo que son enfermeros, celadores, auxiliares y médicos, entre otros (perdemos la corrección y acudimos, aquí, al plural masculino que aún permite la RAE para referir al género no estipulado cuando no especificamos el género de los individuos a que referimos).

La cuestión es que Miguel Ángel, casi con total probabilidad, vive en la calle aunque lleve horas intentando explicar que necesita coger el autobús a Barajas. Tal vez le espere un vuelo hasta la capital de un país sin geografía. Quizás una familia y sus ropas desastradas de orín, tinto de cartón, hambre y tabaco me hagan a mí clasificarle como persona sin hogar. Estamos hechos de prejuicios. Me escuece cada vez que Miguel Ángel pronuncia su supuesto destino y pienso en todos los viajes que ya no. A él le escuece la vida y reniega y no quiere sentarse en la silla de ruedas que le asignan para que buenamente espere hasta que quede libre la sala de radiología. 

El joven cocainómano despierta de su mal sueño y no comprende por qué tiene enchufada una vía, ni qué extraño líquido es el suero que le mantiene hidratado en espera de una receta que le salvará de ese estar alerta que entra por su nariz cada día con mayor soltura. Que por qué le han dejado dormirse, aúlla, que llega tarde al trabajo, que es lo único que le queda para poder seguir esnifando, que quiere dejarlo y sólo necesita la receta para pertrecharse de nuevas dosis de antídoto. Que necesita comer. Agrede verbalmente a las enfermeras (no es sexismo, sólo que no hay enfermeros, ahora, en esta sala) que, ciegas de paciencia y caricia, le calman, logran que se siente, se relaje. Una, estudiante de psicología (me dicen sus compañeras), le abraza y susurra al oído. Porta, como el resto, el don de la ternura. 

Al final sólo aquí, pienso, entre arterias acordonadas, goteos que resetean vidas y suturas de punto y aparte, tal vez, se haga corpórea esa magia que portamos y de la que olvidamos la varita en el fondo de cualquier armario. Ternura. Habrá quien diga que sólo es impostura obligada por el juramento hipocrático, y que el resto son palabras delineadas en la arena de cualquier playa. 

¡Hipócrates!, gime Miguel Ángel en voz baja y tú me preguntas qué significa. No qué, hijo, quién. Hipócrates fue un señor antiguo (así le consideran porque no vestía ropa de marca sino túnica comunitaria), casi un alma de otro tiempo, al que se considera padre de la medicina, esto que ayuda al joven cocainómano, a Miguel Ángel y a mamá a que sigan creyendo en la importancia de la vida y, también, a que en su epicentro puede habitar la ternura, ese don. Te lo intento explicar con cuentos y poemas inventados, regresas a su regazo y yo encapsulo un mensaje en botella de tinto voluble con tinta desdibujada por el suero. Comida fusión, ríes (no dejes nunca de jugar) cuando ves cómo Miguel Ángel introduce la tortilla (segundo plato de cena de hospital) en el cuenco en que una sopa sin náufragos reclama maderos a los que estos se puedan amarrar. 

Estás agotado y se han sorprendido en tus pupilas los cantos de sirena de las ambulancias. Y no buscas mar sino en el interior de un vientre que años ha te acunó y sí, también, te acuñó (el macho sólo es injerto no reclamado). Estás agotado y el hambre es despiadada y tú sí tienes hogar aunque sea departido, demediado o compartido. Estás agotado y tus dedos han aprendido, hoy, a zurcirle sonrisas al miedo. Regresas a mí para dejar a las y los profesionales del riesgo ejercer su acrobacia de esperanza bajo la carpa de latido de la vida mientras yo te canto canciones que debieran ahondar la herida. Pero como no las entiendes sólo encienden tu sonrisa.

Cantaba Bunbury, te digo, ya que tanto te gusta (esa canción aún no te la he dado a escuchar, por más que me reclames más), algo así como que un gato y una mujer y la fábrica de Jim Bean dependen en parte de mí. No lo entiendes y todo está en calma. Miguel Ángel, aunque perdido, porta en los bolsillos un papel con números de teléfono y un puñado de monedas, por si se pierde mientras busca por las calles de Madrid un autobús que le regrese a Barajas. El joven cocainómano porta en su bolsillo, junto a su necesaria receta, un puñado de monedas que le permitirán subsistir mañana si no llega a tiempo a su puesto de trabajo sin contrato. Una veintena de personas hemos hecho espejo a las y los profesionales del riesgo, a quienes nos acunan el pánico, pensando sólo en ese abrazo que, aunque no materializado, nos resulta tan necesario. 

Regresamos a casa, debidamente arrinconado el miedo y yo pienso que una vida en desarrollo, con todos sus aledaños, una gata viajera y un puñado de viñedos también dependen, en parte, de mí. Y tal vez, ojalá, el don de la ternura. Cierto, eso lo digo ahora que descansas profundo y las y los profesionales han sorteado el riesgo y todo está en calma. Descansa y duerme, que ya yo te canto. Y también mañana.


Medicina, Gustav Klimt

3 comentarios:

soy todo oídos...