miércoles, 25 de diciembre de 2024

¿el infierno son los otros?

El gato era pequeño. De tan pequeño, podríamos asegurar que sólo tenía cabeza. Ni tronco ni extremidades, sólo cabeza. Estaba hambriento, era evidente, se glorificaba famélico contra las fauces de la luna llena. Quizás tuviese frío. Pudiera ser, a la vista de su imperceptible temblor como provocado por la gélida mordida del atardecer andino.

Mallaba. ¿Mallan o maúllan, los gatos? A mí me suena mejor que mallen encendiendo enredaderas. Así que mallaba. Lo hacía de manera insistente, lacerante, con ese quejido que nos recuerda al humano recién nacido y recientemente expulsado a la inhóspita atmósfera de una aséptica sala de partos. Todos hemos sentido un escalofrío alguna de esas noches en que hemos dejado deambular en libertad a nuestros fantasmas interiores cuando escuchamos, proveniente de la calle pero como si se originase en la habitación de al lado, o en la cocina, el salón, o la asepsia azul desvaído del cuarto de baño, el prolongado y lastimero mallido de un gato en celo o simplemente abandonado, tan similar al del hijo que aún no pero ya por siempre tenemos, tan peligrosamente cercano a la máxima expresión acústica de desdicha del ser humano: he aquí el llanto.

Aquella no era la primera ocasión en que se encontraba con algún animal abandonado. No era la primera vez que recordaba, ante la vista de un gato callejero, la singular preferencia por tal animal que le llevaba a detenerse para contemplar sus merodeos de cazador mínimo regalando, de paso, a los viandantes, el incómodo espectáculo de un hombre de mediana edad estático en medio de la calle, como a punto de extraer del bolsillo interior de su chaqueta un revólver con el que comenzar a disparar a diestro y siniestro. Siempre lo había afirmado, no sin cierto ánimo de escandalizar: puestos a elegir animal de compañía, después de la mujer y el aparato de música, elijo al gato. Jamás un perro. Los perros son serviles hasta lo grotesco, no me apetece tener encima, todo el día, un enjambre de pelo y babas que sólo pretende mis caricias. Prefiero el gato, más parecido a la mujer, o al menos a las que clamaron por mi piel: independientes, altivas, autosuficientes... así las prefería antes... o también ahora, y por eso es que siento tal cúmulo de contrariedades cada vez que ella me asedia con sus besuqueos y arrumacos.

El caso es que los gatos formaban parte de su imaginario, digamos poético, desde hacía tiempo. Tal vez desde que leyese por vez primera Las Flores del Mal. Pueda ser. Quizás desde que descubriese el caminar de tan sigiloso animal embarrando en misterio las más gloriosas páginas de la literatura, desde Herodoto hasta Umbral, pasando por Allan Poe, Cortázar o Bukowski. De nuevo, incluso cómodamente aposentado en un terreno tan hueco de disquisiciones como puede ser el del reino animal, él aprovechaba para tirar de literatura y ennoblecer las supuestas virtudes de los gatos recordando sus ingrávidas lecturas de juventud.

Pudo ser esta la razón de que cediese a un repentino sentimiento de ternura hacia aquel animalillo que, cabezón y mugriento, se retorcía entre los restos de basura que hacían frontera con el inicio de la barriada.

Tiempo después se cuestionaría sus más íntimos sentimientos. Lo del gato ocurrió recién finalizada una de las confusas jornadas de voluntariado en San Simón, la más miserable y desatendida población del valle.

Como cada día, antes de hallar al diminuto felino, emprendía el camino de regreso por la polvorienta carretera, dejando atrás un desastrado vendaval de niños alucinados de lamparones, un tropel informe de chiquillos asediados por suciedades perennes y enfermedades venideras. Y resulta que, ajeno a tanta miseria, de repente, el gato se le aparecía como la quintaesencia de la indefensión y el desamparo, y le causaba mayor pesadumbre que las manos mordidas de labor agrícola de Cinthia (5 años de edad), o la respiración moribunda de pegamento de Cristian (9 años de edad) o la quiebra mental asomando al cráneo de Yonni (7 años de edad). El pequeño felino le resultó, en aquel momento, más necesitado de atención y cuidado. Son cosas que ocurren y a las que quizás no debiésemos prestar más atención de la precisa. Así lo decidió él, sin apenas valorar las consecuencias de su proceder. De igual manera que llevaba actuando desde que había regresado al país.

El gato lloriqueaba. Mallaba y balanceaba su enlodada cabezota por entre los restos de cochambre del rincón que hacía las veces de vertedero en la comunidad de San Simón. Mientras el felino sollozaba él aseveraba, mentalmente, que a pesar de toda la desdicha que arreciaba sobre sus difusos futuros, los niños continuarían sonriendo, tal vez carcajeándose abiertamente con la impudicia del que nada tiene que perder.

Ellos siempre abandonaban el polvoriento recinto del aula en primer lugar, sin siquiera preocuparse por despedir correctamente a los «profesores», ese desbarajuste lingüístico de juventud deseosa de cumplimentar buenas acciones que se le comenzaba a antojar el grupo de voluntarios (incluido él). Corrían campo a través, entre disputas de juguete, piedras como proyectiles y polvo de trinchera falsa y ya estarían en casa, bajo el mísero techado de barro y maderos, acunados al albur de la ebriedad hoy, tal vez, ojalá, inofensiva del padre, como momentos antes, en clase, cuando rememoraban a carcajadas los errores del voluntario belga que pretendía rezar en español y en alta voz el Padrenuestro.

Sí, ellos reían siempre, y su propia pobreza o su desnortada miseria sólo suponían novísimos campos de juego en que dilapidar los días. A pesar del hambre, de los guantazos nocivos de la paternidad mal entendida y la hambruna mal encajada, era muy probable que ellos, en estos momentos, mientras él sopesaba la conveniencia de tomar entre sus manos a aquel animal indefenso, sostuviesen entre sus labios el peligroso milagro de una sonrisa sincera. Al menos algo había seguro: el gato lloraba. Pero, pensó, ¿qué haría con aquel animal? ¿Lo llevaría consigo de regreso a eso que se había acostumbrado a llamar casa por más que lo sintiese cada día más lejano? ¿Lo depositaría entre los brazos de ella, como cálido y equívoco recuerdo de las noches de pasión consumidas al implacable ritmo del exceso y los relojes ebrios de deseo? ¿Podría ser, el animal, digno sustituto y afelpado bálsamo para la herida en que ya comenzaba a ahondar el presagio de su partida?

El milenario polvo que zurcía los bordes de la carretera comenzaba a cobrar vida y ejecutar silenciosa danza en la frontera visual de un atardecer redundante. Sobreponiéndose al llanto desconsolado del pequeño animal, comenzó a advertir el rugido acatarrado de la combi que ya se acercaba a marchas forzadas por la carretera, repleta como cada día de labriegos trasnochados de trabajo que evadían horas al sueño para acometer la difícil tarea de vender, ya en la ciudad, los productos que sus garfios como manos habían arrancado, durante el día, a la Madre Tierra.

La combi se acercaba. El gato, como consciente de su titubeo, redoblaba afligidos lamentos.

Él quiso creer hallarse ante uno de esos momentos en que con una decisión podemos cambiar el rumbo de nuestras vidas. Miró alternativamente al gato, cada vez más pequeño, hundiéndose a cada esfuerzo en el lodazal de desperdicios, y a la combi, cada vez más grande contra el polvoriento atardecer, como uno de esos recortables que utilizaba cuando niño: cortar con tijeras sin filo el contorno del vehículo, mordisqueada su carrocería de colores chillones, y situarlo sobre alguna de las opciones que hacían de paisaje y fondo para el mismo: ahora un verde prado, ahora la ordenada salida de un colegio, después la avejentada carretera de una ciudad de provincias, luego una ciudad en guerra siglo veinticuatro.

Levantó el brazo para que el chófer pudiese verlo y no pasase de largo. Las combis solían llegar atestadas de gente a estas horas, pero los conductores tendían a apiadarse de aquel extranjero que caminaba calmo el arcén de la más peligrosa carretera de la comarca. El resto de voluntarios, sensiblemente más jóvenes y adinerados que él, tenían por costumbre llamar al único taxista que operaba en la zona para que les acercase a la casa común en que compartían carcajadas, cervezas, ideas más o menos brillantes, piscos de saldo y contradictoria desidia por comprender mejor el país al que habían llegado con la sana intención de HACER EL BIEN, así, en letras mayúsculas. Al menos de tal manera consideraba él que ellos lo sentían, a pesar de no preocuparse ni por un instante de pasear la ciudad, comer en sus boliches, ayudar con una mínima moneda a aquellos a quienes repartían la mirada en pedazos de sonrisa más o menos complaciente. Pero no se permitían el lujo de favorecer de la manera más obvia una mínima porción de la mermada economía nacional. Él siempre prefería caminar por la carretera, entrar en la combi y rodearse del huraño murmullo de los trabajadores del atardecer, arriesgar a perder sus pocas pertenencias por el sigiloso avance de una mano huérfana de monedas. Después, llegar a la ciudad y buscar la taberna más tranquila en que engullir una cena escueta y apurar una considerable cantidad de pisco. Eso le hacía sentirse mejor pero, en el fondo, no se creía tan distinto a sus compañeros de voluntariado, y… la combi reducía velocidad. El conductor le hacía señas acústicas con el claxon.

Ya en el interior del vehículo, amortiguado por el mustio parloteo de los campesinos que, tras arduas horas de siembra, emprendían el viaje a la ciudad para intentar arañar migajas o monedas con el producto culinario a que sus manos, durante el día, habían conseguido dar a luz, pudo abrirse paso entre la marabunta de petates, cubos, sacos de papa y útiles de labranza, hasta el asiento del que aquella señora de mirada amable despegaba a su pequeña hija para indicarle a él que podía ocuparlo. Agradeció e hizo una carantoña a la chiquilla que, sin queja alguna, se acomodó en el regazo de su madre.

Los kilómetros se difuminaban al ritmo de polvo en nube que, irremediablemente, invadía el interior de la combi asediando ventanas, rejillas de ventilación y cristales rotos. Por momentos se hacía imposible reconocer el rostro más cercano, tal era la cantidad de partículas en suspensión. Él entrecerraba los ojos sin dejar de apretar con fuerza la mochila, temeroso de los muchos latrocinios que propiciaban tales momentos de nula visibilidad. Lo más difícil era aguantar la respiración, o adecuarla de manera tal que los pulmones no quedasen insertos en el ámbar de una insuficiencia respiratoria.

Eso debió ser lo que molestó al pequeño felino, enredado hasta el momento en el fondo de la mochila, asediado por la turgencia inexacta de la chaqueta y los irregulares bordes de libro, libreta, bolígrafo, paquete de tabaco, bolsita de filtros, encendedor, librillo de papel.

Fue entonces que arreciaron sus mallidos (porque los gatos, ya lo sé, mallan y enredan) y la chiquilla adormilada decidió hacerles eco con gritos de irrefrenable emoción.

Ya no pudo mantener al animal por más tiempo en el fondo de la mochila. Introdujo sus manos en su vientre, cuidadosa, pausadamente, y extrajo de su interior la hidrocefálica masa de peluche para depositarla con calma entre las manos de la niña, no más grandes que las zarpas del gato.

Arreciaron las miradas en rededor. Algún que otro de los campesinos esbozó una sonrisa.

Los gritos de la niña apenas le dieron tiempo para agradecer a su madre el haberla depositado en su regazo a efectos de que él pudiese tomar asiento. No fue necesario, la mujer se encargó rápidamente de agradecerle que permitiese a la chiquilla tomar al gato entre las manos,  independientemente del aroma a estercolero que este exhalaba. Y al momento: no se preocupe, yo estoy acostumbrada a cargar con la niña, además ella prefiere, toma más fácil el sueño, aunque ahora no dormirá, es seguro, hasta que usted se baje, mírela, le encantan los animales, jugar con ellos, en el campo hay hartos perros pero pocos gatos, la verdad, muy pocos, perros sí, pero ladran y son poco de amistad y a Yeni no lo gustan, pero este gatito se ve le encanta, si consigo plata suficiente quizás le compre un gato para que juegue con él después del trabajo...

El trabajo. Sí, otra chiquilla trabajadora. ¿Qué edad tendría? ¿Cinco? Puede ser. Seis a lo sumo. Y sus manos, más sucias y desgastadas que la piel del gato. El trabajo le gusta, no lo hace mal, eso asegura su madre. La recogida de maíz no es de lo harto duro que hay en el campo, y si la pequeña no la ayudase ella sería incapaz de recolectar una carga suficiente para preparar los tamales que se disponía a vender a la puerta del mercado, cuando la pleamar silenciosa de la tarde y la dentadura azul imposible de la bajada. Después pasarían la noche bajo algún techado público y a la mañana, temprano, comenzaría la venta de los que no hubiesen podido despachar la tarde anterior. La niña le ayudaba bastante: no se crea, es bien viva y llama la atención a la clientela, se acercan con más facilidad a nuestro puesto, y de vez en cuando regalan alguna moneda, ese algo de más que sacamos nos permite regresar en la mañana para de nuevo iniciar  a recolectar.

Así que ahí se veía, preguntándose quién, hoy, puede hablar así, cómodamente apoltronado y en cordial coloquio con la amable mujer, contemplando a la niña hacer cosquillas al pequeño felino que, momentos antes, se asfixiaba de costuras entre los retales de basura que bordean las callejas de la comunidad de San Simón.

El gato parecía haber recuperado la calma. Mordisqueaba los pulgares de la pequeña. Hambriento, se proclamaba y los restos orgánicos que deformaban las manos de la niña parecían ser suficientes para dar de comer a una camada entera de animales de compañía. Surcos como grietas geodésicas reteniendo miríadas de oscuros gérmenes en deleitosa procreación, como una escena microscópica de un relato perpetrado por el Marqués de Sade.

El animalillo mordía y mordía. El efecto de sus fauces, en la pequeña, no iba más allá de una leve cosquilla que se deleitaba en desvelar al resto de los viajeros con profusión de carcajadas.

El trayecto continuó entre nubarrones de polvo que anunciaban la tormenta de baches previa al alcanzar la ciudad. Las luces del día habían ya trocado su espesor de calima por un brochazo grueso de neones, y en las calles comenzaban a arracimarse los vendedores nocturnos y holgazaneaban, como en probeta de laboratorio, los ensayos de delincuencia que darían, cómo no, tarde o temprano, violentos y gloriosos frutos.

Como cada tarde, una vez la noche inauguraba su dominio de sombras en esquinas y tenderetes, él desalojaba los lentes de su rostro, abría desmesuradamente la mandíbula y exhalaba su ya hediento hálito sobre los cristales, para posteriormente pretender limpiarlos con el borde más gastado de su roída camiseta. Acto seguido volvían las gafas a ocupar su lugar habitual, cómodamente apoyadas en el tabique nasal. Intentaba, con tan teatral aspaviento, recuperar la visión que, en el atardecer, parecía perderse copulando con la oscuridad circundante y comenzaba a jugarle malas pasadas. Aunque sabía bien que no era la suciedad de las lentes, sino el difumine de las callejas atestadas lo que provocaba su desorientación, siempre ejecutaba la misma rutina. Era consciente de que identificaría sin problema el lugar en que debía apearse de la combi, pero aun así insistía en su cotidiano acto de impostada pulcritud. En la repetición anida el germen de la sabiduría, se decía, y sonreía de manera algo torpe, casi cretina, como si acabase de recitar un mal chiste a un compañero de viaje hacia los confines del cementerio.

Aquel día su sonrisa se topó de bruces con la carcajada de trapo de la chiquilla, que continuaba proporcionando al diminuto felino sus caricias de betún y sus deditos de mimbre viejo.

La madre le miró atentamente cuando él comenzó a agachar la cabeza intentando enfocar, entre la marabunta humana del interior de la combi, la geografía de piedra de las calles que se sucedían al ritmo de los socavones y los violentos virajes, y le preguntó dónde tenía que apearse. Él explicó que no había problema, que conocía el camino, pero continuó asomando la mirada entre los contornos de los numerosos cuerpos que abarrotaban el interior del vehículo.

Fue entonces que ella intentó recuperar la conversación explicándole que les quedaba aún largo camino hasta llegar a las calles aledañas al mercado. Allí se apearían, y necesitarían ayuda de alguno de los presentes para poder arriar los fardos que portaban consigo. Él dudó entre preguntarle o no cómo era posible que cargara ella sola con su pequeña y con todos aquellos bultos. No lo hizo, pero convino, mentalmente, que en su tierra natal sería imposible trasladarse así, que no sería fácil encontrar en cada interrupción del camino alguien dispuesto a echar una mano en tan ingratas tareas. Sólo era un pensamiento. Uno más, provocado por esa manía que había adquirido, desde que aterrizó de nuevo en aquellas tierras, de considerar a sus conciudadanos mucho más aletargados por el consumismo y el poder del individuo. En el fondo sabía que esto no era tan cierto, que aquí tampoco se destacaba el común de los habitantes por su amabilidad y solidaridad con el prójimo. Pero es más fácil culpar al país de origen, siempre, de ser la cuna de todo mal ignorando que también es la propia.

El infierno son los otros, se repetía mentalmente. Sí, esa fue la frase que legó a la posteridad el alegre Jean Paul Sartre. No recordaba en que libro se hallaba la manida frase. Era en una de sus obras de teatro, eso no lo dudaba, pero, ¿cuál? Mientras dudaba entre La puta respetuosa y A puerta cerrada, recordó que el gato de Sartre se llamaba Nada. Un nombre muy acorde con el carácter del pensador, aunque demasiado deprimente. Es fácil tener un gato llamado Nada y creer que el infierno son los otros, aunque se trate de aquellos que se guían por idénticos impulsos vitales que uno mismo. Tal vez, entonces, el infierno seamos nosotros, quién sabe.

Perdió de vista, por un momento, la sucesión de irregulares intersecciones que configuraban el transcurso de su habitual trayecto, extraviando momentáneamente la noción del tiempo y el hilo de kilómetros que se enmarañaba en un punto concreto, en el lugar en que él debía apearse.

Sabía que muchas de las taciturnas personas que viajaban junto a él, en el destartalado interior de aquel vehículo, trocarían su cercanía con el sueño por un repentino despertar en que ayudarían a la señora a depositar los bártulos fuera del mismo. Cómo los transportaría hasta el lugar en que decidiera, aquella noche, establecer su negociado portátil, era distinta cuestión. No obstante, para demostrar a sus lejanos compatriotas que él no compartía su desidia y afán de superioridad primermundista, decidió continuar trayecto charlando con la mujer con la sana intención de ser él quien le prestase ayuda en su cometido. Así aprenderían sus conciudadanos, y los de la buena mujer, de paso, que el extranjero no siempre es portador de males, enfermedades, conquistas, violencias... y él podría seguir afirmando, cual Sartre de arrabal, que el infierno son los otros.

Un nuevo socavón en la calzada provocó otro de los tremendos vaivenes que, redoblado en su violencia por la desvencijada maquinaria de la combi, balanceó a todos los viajeros en un  movimiento como de reloj de cuco ebrio, lanzando a unos contra otros y a todos contra asientos y cristales. La niña exclamó uy, y el gato reemprendió su mantra de mallidos quejosos. El mismo gato que le había llamado la atención, hacía escasa media hora, y que había provocado que ahora reposase su pelaje enlodado sobre la harapienta faldita de la chiquilla sin edad ni futuro.

Al contrario de lo que hubiese sucedido en su ciudad natal, se dijo él, no se escuchó lamento ni imprecación alguna. Nadie amonestó groseramente al conductor, y al inicial desbarajuste de cuerpos y fardos sólo sobrevino el más absoluto silencio. El infierno son los otros, y los otros son los occidentales, pensó de nuevo para, al momento, contradecirse al ver los manejos de uno de los tripulantes en el bolsillo del que más cerca de él se encontraba, aprovechando la tumultuosa situación. Dudó entre decir algo o guardar silencio, pero la mujer que estaba junto al carterista puso fin a sus desvelos reprendiendo a aquel que, con la misma precaución que hasta el momento había guardado, sacó la mano del bolsillo del vecino y la introdujo en el suyo propio.

El infierno son los otros... y los otros son todos los demás.

Quizás fuese esta recién adquirida certidumbre lo que le llevó a afianzar su intención de mostrar que él era distinto y dejar pasar, sin remedio, el lugar en que habitualmente descendía de la combi tras gritar al conductor baja en la esquina. Sí, él ayudaría a la señora a descender sus bultos y a su pequeña hija. Estaba decidido. Y casi al mismo tiempo de tomar tal resolución, recordó que debía hacer una excursión al pueblo ese del que tanto hablaban sus compañeros de voluntariado, donde un amable anciano dispensa ayahuasca y cobijo. Al fin y al cabo, Sartre quizás decidió que el infierno eran los otros tras alguna de sus repetidas ingestas de mescalina.

Ya tartamudeaban las luces del mercado, titilantes de abandono. Él se preguntó cómo era posible que la mujer fuese a pasar la noche en tan desapacible lugar, vendiendo tamales a las cuatro sombras que por allí paseaban su pesadumbre de horas vacías y preparando los que vendería al día siguiente, con el amanecer, a los trabajadores de la madrugada.

Casi a la par que la mujer gritaba baja en la puerta del mercado el gato redobló sus desamparados mallidos y la niña hizo lo propio con sus risueñas carcajadas mientras le cogía a él de la manga de la camiseta y le preguntaba a voz en grito ¿por qué llora tanto?

Él, por un instante, mientras se ponía en pie para dejar a la señora ir acomodando sus bultos en el pasillo, quedó mudo y sólo pensó lo ignoro como ignoro por qué tú ríes. Ellos siempre ríen, concluyó sin verbalizarlo, mientras le explicaba a la pequeña, adelgazando la voz como si se dirigiese a un duende o un muñeco de cartón: es un pequeño gatito que está solo y triste porque su mamá se ha marchado sin él, no como la tuya que siempre te acompaña, ¿ves? La mujer le disparó una sonrisa a bocajarro que definitivamente le animó a decir a la pequeña: ¿te gustaría cuidarlo para que ya nunca más vuelva a sentirse solo?

La niña miró a su mamá y gritó, cercana a la histeria, ¿puedo, mamá?, ¿puedo quedármelo?

Él comenzó, entonces, a dudar si el infierno, en vez de ser los otros, no estaría en uno mismo, que en estos precisos instantes añadía a la carga de trabajo, prole, hambre y bultos de la buena mujer, la crianza inesperada de este pequeño y maloliente felino cabezón.

Ella musitó, con un tono cercano a la reverencia, gracias, amigo, muchas gracias, sonrió a la pequeña, la espetó un brusco apurate, y comenzó a agradecer también, al hombre que minutos antes intentaba agrandar su de seguro escueto salario con el del bolsillo ajeno, el hecho de que estuviese ya disponiendo los bultos de maíz cerca de la puerta de la combi.

Pretendió hacer una digna despedida del bufonesco balanceo de mano que dirigió a la niña y al gato mientras volvía a preguntarse si el infierno, en verdad, son los otros. Tomó asiento de nuevo y, sin querer ya asomarse a la ventanilla más cercana, sonrió al frustrado ladrón y le agradeció con voz muda el que hubiese colaborado para que la señora pudiese bajar sus fardos.

Ahora debería estar atento a las calles. No sabía bien cómo volver a casa. Posiblemente alguien le ayudaría a encontrar el camino que él ya había aprendido a llamar hogar sin comprender qué cosa era esa.

Mientras esperaba su avión de regreso, en el aeropuerto, el extranjero pensó que, aparte sus besos y caricias nunca aprendido si ciertas, sólo dejaba en esta tierra un gatito cabezón. Estaban los niños, sí, pero a ellos nunca les había visto llorar tan desconsoladamente. Tal vez debería dar la razón a quienes afirman que la vista es el más culpable de los sentidos. A quienes dicen que es más fácil ver la paja en el ojo ajeno que la viga en el propio.

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