Quedamos en Lavapiés. Río abajo enjuagaban caminata y ropaje los moros entre menta y albahaca sembradas bajo lo que hoy es beligerante sustrato de ladrillo, restos orgánicos y hormigón. Somos puntuales, y el Portomarín nos resguarda de la lluvia. Abril finalizando, ya vencidos los calendarios de las fechas que soñé celebrar pero llueve, y sopla viento agreste nos decimos que norteño. Aun así voces de sirena tejen canción desde el este, que el Far West es para los cuatreros. Alguno, remedo de Robin Hood, penetró las lontananzas de hierro y cristal de Azca extendiendo sombra de guante blanco a lo Caravaggio. Pero esto es Lavapiés y aquí el Madrid casi sur.
Mis labios murmuran frío. Sólo queda el frío. Y unas cañas y unos calamares sin alma y una generosa ración de empanada. Como la que con Gazzano hace ya cuántos años, en este mismo lugar. También con su padre, trasegamos vino en aquel caso. Contigo no, jamás arribamos al Puertomarín lucense ni a este bar aún de barrio. Preferimos sortear el eco de la poesía y naufragar calle Lavapiés arriba. Soñando desovarnos el vientre cual salmones que sólo se detienen para decirse al oído Mira el Sol sabiendo que tal expresión puede dar en libros, partituras, lienzos, miradas y, de paso, en una calle de ciudad perdida en la billetera del turismo insolidario. Por ahí, no muy lejos, por El Rastro.
Madrid es un vendaval de aguas que no saben hallarle el pulso a la llamada de la mar, más violenta que la de lo salvaje que glosase Jack London cuando lobos le mordían la tinta y la saliva. Morder saliva y sonreír en tinta. Acaso la vida era eso. Yo pienso que sí. Masticar la saliva, te digo, y sonreír mientras caminamos hacia la Ronda de Valencia llorando defunciones de alga en que evitamos resbalar.
Madrid se desmadeja para los turismos de feria, como duques pederastas que comienzan a ordenar los pasos a los costaleros impúberes de la Semana Santa. Los miramos y sonreímos con deje burlón engreído de ateísmo que pretende ser visto como diferente cuando todo da y es lo mismo. Qué más da, que nos miren. Qué más da, que nos piensen sucios, deslenguados, ateos y aledaños. Qué más da si Lavapiés ya no lava sus pezuñas en la mar. Qué más da, si las torrijas nos contemplan desde la panadería superviviente con maneras de ya no hay lugar.
Hemos caminado Lavapiés abajo, corriente subterránea del ya tan corriente confín cotidiano, hasta llegarnos a Embajadores. Por aquí vivía el Davo. Sí, ya casi en Acacias. Pero vamos hacia Batalla del Salado. O Ferrocarril, comprende que me equivoque porque aquí, tan cerca, en Atocha, tomé trenes que me conducían al paraíso de múltiples huríes a un sólo cuerpo arracimadas. Atrás han quedado los magrebíes, trapicheando hachís en chanclas que atragantan lluvia entre los dedos de sus pies. Y nosotros buscamos trapicheo en un bar regentado por un chino hispalense que sólo ofrece quintos de Mahou durante la espera. Asegura, en un idioma ebrio de acentos mal engendrados, haber nacido en Sevilla y sólo sentir pasión por el flamenco. Muestra DNI que lo certifica, lo de su nacimiento. Agradecemos que no se arranque en un quejío. No hay música ni ruido alguno más allá del de nuestras voces y tu caminar como si descalzo. No hay más clientela que nosotros y mi amigo, atribulado de correteos cotidianos y ganándose, atornillado a la barra, el merecido descanso.
En el chino. No el de Radio Futura, sino el que sólo ofrece quintos y platos de ramen. Alrededor, en amalgama castrense, comandancias o cuarteles, cuestiones de esas, regentadas por la Guardia Civil y la Policía Nacional. Y en el interior del bar, Lorca declamando una Oda a Walt Whitman y yo buscándome la mariposa de tus dedos en la barba mientras intentas explicarle al barman que no quieres una tapa de oreja, que mejor un poco de queso o de jamón. Aceitunas, al fin y, como en un sueño perpetrado por David Lynch, de la cocina aflora una sonrisa delictiva portando efluvios orientales que bien quisiéramos para acompañar las cañas. El ramen es nuestra especialidad, dice.
Podemos salir afuera con las botellas en la mano. Aquí, cercados por las fuerzas del orden, no pasa nada por cometer acto tan incivil. Cuestión que sí ocurre en el puro centro de Madrid, qué contrariedad. Tanta como la que refleja la cara del camarero chino cuando exclama, regalándonos su sonrisa de Buda con sobrepeso y decalaje intelectivo, por qué salir llueve mucho. Pero hay costumbres que labran las páginas de la historia pequeña de los barrios, ritos que hay que mantener. Los del trapicheo y el cambio de bolsillos que ejercen billetes y enana marrón, mejor, siempre, cuando no haya moros en la costa. Quedaron puerto arriba, ya lo expliqué. Así que material cambia de bolsillo, un vapeo, un cigarro y tú susurras que no estaría mal probar y comprobar la calidad. Un ratón nos sonríe amarillos de queso rancio al filo de la alcantarilla más cercana.
Sobre la caja registradora hay un sobre cerrado, color granate con ribetes dorados, que mi amigo solicita al camarero y me obliga a firmar asegurándole a voz en grito que ahora sí, debe seguir guardándolo. Porque, explica, junto a los deseos que escondió en su interior cuando inauguró este año de la serpiente que incita a sus compatriotas a enfocar diferente la vida si quieren realmente alcanzar sus deseos, tendrá además una firma que valdrá dinero cuando yo haya muerto. Rubrico un autógrafo nuevo, tal vez inventado, como todos, por ganas de sobrevivir, mientras te sonrío y explico que, puestos a elegir años chinos, siempre preferí el del dragón, tan creativo, poderoso y magnánimo. La serpiente puede sorprenderte en un descuido y pretendo que mi firma perdure.
El camarero saca de no sé dónde unos gintonics sin cardamomo, resudados en vasos de tubo. De bien nacido es ser agradecido, así que un trago largo para no ofender, un cigarro en la cocina del bar, un ramen hirviente compartido y regreso no sé a dónde caminando solo y diciéndome, asediado por el eco de agujas que pespuntea la lluvia, que cuando llegue a no sé dónde escribiré algo que nadie querrá leer. En mi bolsillo, el material. Luego la noche y ya después todo.
Y la lluvia.
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