lunes, 24 de marzo de 2025

banquete platónico

Anchoas en su exacto punto de carnosidad mordida por la mordiente de la mar en crecida. Piparras navarras al punto de sal ejerciendo nataciones en vinagres inciertos. Tomate bien picado, triturado, molido dirían en Bolivia, como la carne de las hamburguesas o de los filetes rusos de antaño. Champiñones, enteros, por supuesto, coronado su falso fieltro de sombrero callampa por virutas de jamón ibérico y generosas rodajas de ajo. Ibérico, también, el lomo, de bellota que de alguna manera dejó entreverada su pulpa de grasos blancos para que compitiesen con la piel del universo. Aunque partida perdida, siempre. 

Dispongo los alimentos como deseo imaginar Chagall esparcía sobre el lienzo los colores y los sueños a la hora del boceto. La comida, dicen, entra por los ojos, y me he permitido añadir unas olivas. Color que ya no puedo evitar si pienso en alimento. Y un coupage Tempranillo, Syrah y Cabernet Sauvignon que juega a las matemáticas o los códigos sin descifrar: 8.0.1. con su diseño de futurismo ruso mientras Stalin y un tipo con un parche o una medusa en el ojo me contemplan desde la puerta de la heladera conminándome a compartir con el pueblo.

Miro a la gata, que ya no está, para invitarle a cenar. Hoy si te dejaría, gustoso, compartir plato. Miro a Munay, que tampoco, y le digo que no se inquiete. Sé que no le gusta lo que he preparado, pero su paladar lo deleito con diferentes texturas, sabores que a él le embelesan y le regalo porque más me gusta a mí cuando me besa y me dice te quiero. Por la panza se gana al hombre, decía abuela. Enseñanzas de esclavas que pudieron atisbar en las voces de la radio qué cosa era la escuela. Miro y ya no está la gata, tampoco Munay, y me digo detente, mejor no sigas mirando.

Hoy, por fin, el sol ha vuelto a reclamar su reinado de inviernos difuntos y, masticando cirros, cúmulos y estratos como en aquella canción de Javier Krahe, asoma su rostro de titiritero magno. También, parece, la temperatura ha decidido acumular, como grasa en su torso declive para los ejércitos del mantente sano, un puñado de grados. Dictadura de la climatología, que se cansa de ser feroz y se inventa un termostato. 

Invito a cenar al silencio y la casa quiebra sus paredes en orfandades de dicción. Tom Petty desordena todo cantando breakdown y las paredes caen infectadas de melodía y se me acaba pasando el hambre. Pero me alimento. Y bebo sin dejar de brindar por el tiempo que sonríe sol y por las horas que pasó bien alimentado de luz y calor. Todo queda a medias. Demasiado condumio. El hambre no compartida es más fea que el señor mayor que te mira, cada mañana, desde el fondo del espejo. En ocasiones aparece un duende para enseñarte sus dientes atrincherados en fierros que le harán sonreír mejor, más bello, el día de mañana. Ese mismo que Bunbury advirtió «ten cuidado que vendrá, y ya verás».

Vuelve a llover y la cena queda a medias, ya lo he dicho. La media Verónica de Calamaro sorprende sus dedos de lluvia escribiendo sueños truncados contra la ventana. Ni un ápice de negacionismo en mí. No pienso que los partes meteorológicos sean farsa. Pero conozco los dictados de la temperatura y ahora me hiela este nuevo no seleccionado del que me avisa el móvil, parpadeando en la rueda de la fortuna del pan para hoy y hambre hasta la tumba. Oscura como aquella en la que yace un amigo de Lowry.

La gata, esta vez sí, acaba finiquitando el banquete. Miro a Munay y le digo que, por favor, luego retire los platos. Después a lavarse los dientes y yo ya le conduciré por los mares del sur a lomos de un barquito de cáscara de nuez. Mientras, entre mis dedos, la corteza, la envoltura, la cubierta... la piel.

No temas, hijo, que este Saturno sólo se alimenta de sueños. Y tú eres real y, además, no estoy solo. 


lunes, 27 de enero de 2025

días estoicos

Derrick lee un artículo, puramente alimenticio, que recién escribí acerca de los libros de cabecera del estoicismo. Me habla, desde México, de esclavitud, servidumbre, plenitud, conocimiento, inteligencia emocional y abrazos pendientes. Cuestiones todas ellas que darían para una buena charla debidamente aderezada. Ay, amigo, si la buena mota estuviera en Europa, como cantaba aquel. Sé que mi respuesta te ha desconcertado. A ver si ahora me explico, querido, pero necesitaré tiempo y párrafos. Y va para largo, no puedo colgar el advertisement de tiempo de lectura. Sólo lee si tienes tiempo, espacio y calma.

Gazzano, también desde México, viene hablándome estos días de fe y misterio. Lo lleva haciendo desde que celebró conmigo on the road de las telecomunicaciones esa fecha que el calendario marca como fin o inicio de año, pateando Frisco, Twin Peaks arriba y abajo, fentanilo a espuertas en las calles, vivos muertos y bancarrota de la compasión ciudadana que ya invade los iueisé y el orbe todo. Que Trump no trajo el desgaste (qué miedo da, ahora, el monstruo al que cada día seguimos alimentando), sólo aprovechó los flecos del desastre. El caso es que, Papini mediante, Gazzano me recuerda cómo estamos olvidándonos de nosotros mismos cual Quijote cauto que denigra la sed de justicia de Sancho, mientras pululamos, cual disfuncionales arañas de Marte, la vida y las redes sociales. Hasta tal punto que, algunos, encuentran sinonimias entrambas.  

El estoicismo, querido Derrick, sí, parece a día de hoy algo así como la panacea contra la esclavitud. Pero nada de eso promulgaban sus antiguos fundadores. Ni siquiera Séneca, a pesar de su acolchada cuna. Mucho menos Epicteto, que fue esclavo antes que filósofo (más bien a la par), ni Marco Aurelio, que gobernó con sabiduría antípoda a la de Erasmo (este no gobernó, de ahí su bilis). Que la vida nos golpea, es obvio. Para qué, si no, llamarla vida. Pero parece existir una corriente mercantilista, hoy, que toma en vano las enseñanzas de los próceres del estoicismo. Una corriente que desea situar al humano en el que considera su justo lugar: a merced de los mercaderes y los mercados. Pero el estoicismo no es recibir los palos basándose en algún tipo de espiritualidad defectuosa. Es encajar los golpes consciente de que les duelen más a quienes los propinan.

Asumida la esclavitud, deglutida la alienación del sufrimiento, comprendemos que es el argumento de las nuevas masas, el eslogan de los gurús del agacha la cabeza y esto es lo que hay y no me da la vida pero paso por el aro, una y otra vez, para dilapidar en autoproducción y autoconsumo el propio salario. Y lo disfrazan de estoicismo. Y eso escuece, es lo que intentaba decirte en aquel mensaje. Hay ya, lo he descubierto, libros de autoayuda que dinamitan su corpus de infinitas páginas con mensajes destacados (Times New Roman 50) como quote cibernético que pretende engañar al lector explicándole qué cosa es el estoicismo. ¿Y qué terminarán sabiendo, quienes devoran tales libros, de la citada filosofía? Posiblemente tanto como los hippies que marcharon, años ha, a Nepal y otros orientes en busca de drogas y espiritualidad. Y todavía, que los próceres del mercado ya advirtieron en oriente lo mismo que parecen descubrir hoy los de occidente. Simplemente nos llevaban ventaja. La edad nos hace a todos más viejos. A algunos más sabios. 

Crear la necesidad de adquirir lo que crees que no tienes es el primer mandamiento del mercado. Pero resulta que lees a Epicteto y comprendes que ya tienes todo y lo que te resta es aquello que te arrebatan y nada puedes hacer por remediarlo. En ese punto, tú decides: lo comprendes de otro modo y adecúas tu mente a la realidad circundante o te entregas al desgaste y te llamas estoico porque tu cuerpo aguanta un día más con vida, un año más en pie y con todos los gastos pagados a costa de perder tu propia realidad. Estoico siglo XXI. Estoico apesadumbrado. Tanto el que se desloma sin horario como aquel al que no procuran un empleo, un trabajo.

Regreso a Gazzano. Hemos hablado, océanos de por medio, mucho y bien de misterio y fe, de corazón y realidad. Él enfrenta con puños, cañas y lente (mirada certera y silente), como boxeador, todos los golpes. Dribla y recibe. Alguno escabulle. Pero encaja, aunque no deje de dolerse. He ahí la fe, hermano. Y toda fe se sustenta en el misterio, querido Gazzano, bien lo sabemos. Como boxeadores, hacemos del verdadero estoicismo calzón de cuadrilátero que resguarde nuestras erecciones más acobardadas, las que se pierden en noches de sábanas huérfanas. Y encajamos los golpes. Pero nos guardamos, siempre, un derechazo. O la ilusión del mismo. Resistencia no es asunción cuando la fe sigue intacta y el misterio es quien despacha las mejores tajadas.

Claudio me habla desde Bolivia. Traza sus senderos de antemano. Reinventa los mapas entregado a su no cejar en el recorrerse a uno mismo que supone recorrer mundo para encontrar la propia realidad. Y es esa, únicamente, la que defendieron los estoicos de antaño teniendo claro que no se trataba de no dolerse de los golpes y su herida, de sus mordidas de picana contra las costillas ni de su aliento ausente de arena entre los párpados. 

Voces me hablan. Voces me llegan. Dicciones milagrosas como islas recién nacidas en el fondo de un estanque que se erige centro de jungla o de la tierra misma (a su médula viaja, en estos momentos, mi Munay, Julio Verne mediante). O de la vida. Centro de mi realidad tal cual es sin nunca llegar a imaginar que tal cual llegaría a ser. Hasta hoy, hermanos.

No podemos obligar a cambiar de parecer a la realidad. Es la que es, en eso tienen razón los gurús del estoicismo capitalista de manual de autoayuda. Pero no dejará de ser su realidad, y quienes entendemos distinto el verdadero estoicismo comprendemos que nace de saber contemplar el mundo circundante desde la nuestra propia. Nuestra realidad... cuánto me gusta redundar. 

Noches atrás, ya no sé cuántas (ya no sé siquiera si escribo, como acostumbraba a hacer, con retraso), retomaba entre mis manos ese volumen que me fotografiaste desde City Lights, Gazzano: Stunning like a hummingbird, del incólume Henry Miller y, mientras amoldaba mis vísceras como boxeador para mejor encajar los golpes, él me recordaba qué cosa es la realidad:

«Cada cual tiene su realidad propia, en la que se mueve, si no es demasiado cauteloso, tímido o temeroso. Esa es la única realidad que existe. Si puedes transmitirla al papel, en palabras, notas o color, mejor. Los grandes artistas ni siquiera se preocupan de transmitirla al papel: viven con ella en silencio, llegan a ser una y la misma cosa con ella».

El estoicismo, por tanto, creo, querido Derrick, hace nido en la realidad de uno mismo. Esa que abraza el misterio porque no pierde la fe en saberse equivocada al construirse interiormente al margen de cualquier dictado. Esa en que podemos aullar de dicha y no de espanto. «Me despierta un aullido, y es mi sangre. O es tu piel». Algo así dejé escrito, hace tiempo, y regresa la poesía en eterno circular nietzscheano. Pero es realidad, no falso estoicismo, el asimilarlo.

cortesía de Gazzano


miércoles, 25 de diciembre de 2024

¿el infierno son los otros?

El gato era pequeño. De tan pequeño, podríamos asegurar que sólo tenía cabeza. Ni tronco ni extremidades, sólo cabeza. Estaba hambriento, era evidente, se glorificaba famélico contra las fauces de la luna llena. Quizás tuviese frío. Pudiera ser, a la vista de su imperceptible temblor como provocado por la gélida mordida del atardecer andino.

Mallaba. ¿Mallan o maúllan, los gatos? A mí me suena mejor que mallen encendiendo enredaderas. Así que mallaba. Lo hacía de manera insistente, lacerante, con ese quejido que nos recuerda al humano recién nacido y recientemente expulsado a la inhóspita atmósfera de una aséptica sala de partos. Todos hemos sentido un escalofrío alguna de esas noches en que hemos dejado deambular en libertad a nuestros fantasmas interiores cuando escuchamos, proveniente de la calle pero como si se originase en la habitación de al lado, o en la cocina, el salón, o la asepsia azul desvaído del cuarto de baño, el prolongado y lastimero mallido de un gato en celo o simplemente abandonado, tan similar al del hijo que aún no pero ya por siempre tenemos, tan peligrosamente cercano a la máxima expresión acústica de desdicha del ser humano: he aquí el llanto.

Aquella no era la primera ocasión en que se encontraba con algún animal abandonado. No era la primera vez que recordaba, ante la vista de un gato callejero, la singular preferencia por tal animal que le llevaba a detenerse para contemplar sus merodeos de cazador mínimo regalando, de paso, a los viandantes, el incómodo espectáculo de un hombre de mediana edad estático en medio de la calle, como a punto de extraer del bolsillo interior de su chaqueta un revólver con el que comenzar a disparar a diestro y siniestro. Siempre lo había afirmado, no sin cierto ánimo de escandalizar: puestos a elegir animal de compañía, después de la mujer y el aparato de música, elijo al gato. Jamás un perro. Los perros son serviles hasta lo grotesco, no me apetece tener encima, todo el día, un enjambre de pelo y babas que sólo pretende mis caricias. Prefiero el gato, más parecido a la mujer, o al menos a las que clamaron por mi piel: independientes, altivas, autosuficientes... así las prefería antes... o también ahora, y por eso es que siento tal cúmulo de contrariedades cada vez que ella me asedia con sus besuqueos y arrumacos.

El caso es que los gatos formaban parte de su imaginario, digamos poético, desde hacía tiempo. Tal vez desde que leyese por vez primera Las Flores del Mal. Pueda ser. Quizás desde que descubriese el caminar de tan sigiloso animal embarrando en misterio las más gloriosas páginas de la literatura, desde Herodoto hasta Umbral, pasando por Allan Poe, Cortázar o Bukowski. De nuevo, incluso cómodamente aposentado en un terreno tan hueco de disquisiciones como puede ser el del reino animal, él aprovechaba para tirar de literatura y ennoblecer las supuestas virtudes de los gatos recordando sus ingrávidas lecturas de juventud.

Pudo ser esta la razón de que cediese a un repentino sentimiento de ternura hacia aquel animalillo que, cabezón y mugriento, se retorcía entre los restos de basura que hacían frontera con el inicio de la barriada.

Tiempo después se cuestionaría sus más íntimos sentimientos. Lo del gato ocurrió recién finalizada una de las confusas jornadas de voluntariado en San Simón, la más miserable y desatendida población del valle.

Como cada día, antes de hallar al diminuto felino, emprendía el camino de regreso por la polvorienta carretera, dejando atrás un desastrado vendaval de niños alucinados de lamparones, un tropel informe de chiquillos asediados por suciedades perennes y enfermedades venideras. Y resulta que, ajeno a tanta miseria, de repente, el gato se le aparecía como la quintaesencia de la indefensión y el desamparo, y le causaba mayor pesadumbre que las manos mordidas de labor agrícola de Cinthia (5 años de edad), o la respiración moribunda de pegamento de Cristian (9 años de edad) o la quiebra mental asomando al cráneo de Yonni (7 años de edad). El pequeño felino le resultó, en aquel momento, más necesitado de atención y cuidado. Son cosas que ocurren y a las que quizás no debiésemos prestar más atención de la precisa. Así lo decidió él, sin apenas valorar las consecuencias de su proceder. De igual manera que llevaba actuando desde que había regresado al país.

El gato lloriqueaba. Mallaba y balanceaba su enlodada cabezota por entre los restos de cochambre del rincón que hacía las veces de vertedero en la comunidad de San Simón. Mientras el felino sollozaba él aseveraba, mentalmente, que a pesar de toda la desdicha que arreciaba sobre sus difusos futuros, los niños continuarían sonriendo, tal vez carcajeándose abiertamente con la impudicia del que nada tiene que perder.

Ellos siempre abandonaban el polvoriento recinto del aula en primer lugar, sin siquiera preocuparse por despedir correctamente a los «profesores», ese desbarajuste lingüístico de juventud deseosa de cumplimentar buenas acciones que se le comenzaba a antojar el grupo de voluntarios (incluido él). Corrían campo a través, entre disputas de juguete, piedras como proyectiles y polvo de trinchera falsa y ya estarían en casa, bajo el mísero techado de barro y maderos, acunados al albur de la ebriedad hoy, tal vez, ojalá, inofensiva del padre, como momentos antes, en clase, cuando rememoraban a carcajadas los errores del voluntario belga que pretendía rezar en español y en alta voz el Padrenuestro.

Sí, ellos reían siempre, y su propia pobreza o su desnortada miseria sólo suponían novísimos campos de juego en que dilapidar los días. A pesar del hambre, de los guantazos nocivos de la paternidad mal entendida y la hambruna mal encajada, era muy probable que ellos, en estos momentos, mientras él sopesaba la conveniencia de tomar entre sus manos a aquel animal indefenso, sostuviesen entre sus labios el peligroso milagro de una sonrisa sincera. Al menos algo había seguro: el gato lloraba. Pero, pensó, ¿qué haría con aquel animal? ¿Lo llevaría consigo de regreso a eso que se había acostumbrado a llamar hogar por más que lo sintiese cada día más lejano? ¿Lo depositaría entre los brazos de ella, como cálido y equívoco recuerdo de las noches de pasión consumidas al implacable ritmo del exceso y los relojes ebrios de deseo? ¿Podría ser, el animal, digno sustituto y afelpado bálsamo para la herida en que ya comenzaba a ahondar el presagio de su partida?

El milenario polvo que zurcía los bordes de la carretera comenzaba a cobrar vida y ejecutar silenciosa danza en la frontera visual de un atardecer redundante. Sobreponiéndose al llanto desconsolado del pequeño animal, comenzó a advertir el rugido acatarrado de la combi que ya se acercaba a marchas forzadas por la carretera, repleta como cada día de labriegos trasnochados de trabajo que evadían horas al sueño para acometer la difícil tarea de vender, ya en la ciudad, los productos que sus garfios como manos habían arrancado, durante el día, a la Madre Tierra.

La combi se acercaba. El gato, como consciente de su titubeo, redoblaba afligidos lamentos.

Él quiso creer hallarse ante uno de esos momentos en que con una decisión podemos cambiar el rumbo de nuestras vidas. Miró alternativamente al gato, cada vez más pequeño, hundiéndose a cada esfuerzo en el lodazal de desperdicios, y a la combi, cada vez más grande contra el polvoriento atardecer, como uno de esos recortables que utilizaba cuando niño: cortar con tijeras sin filo el contorno del vehículo, mordisqueada su carrocería de colores chillones, y situarlo sobre alguna de las opciones que hacían de paisaje y fondo para el mismo: ahora un verde prado, ahora la ordenada salida de un colegio, después la avejentada carretera de una ciudad de provincias, luego una ciudad en guerra siglo veinticuatro.

Levantó el brazo para que el chófer pudiese verlo y no pasase de largo. Las combis solían llegar atestadas de gente a estas horas, pero los conductores tendían a apiadarse de aquel extranjero que caminaba calmo el arcén de la más peligrosa carretera de la comarca. El resto de voluntarios, sensiblemente más jóvenes y adinerados que él, tenían por costumbre llamar al único taxista que operaba en la zona para que les acercase a la casa común en que compartían carcajadas, cervezas, ideas más o menos brillantes, piscos de saldo y contradictoria desidia por comprender mejor el país al que habían llegado con la sana intención de HACER EL BIEN, así, en letras mayúsculas. Al menos de tal manera consideraba él que ellos lo sentían, a pesar de no preocuparse ni por un instante de pasear la ciudad, comer en sus boliches, ayudar con una mínima moneda a aquellos a quienes repartían la mirada en pedazos de sonrisa más o menos complaciente. Pero no se permitían el lujo de favorecer de la manera más obvia una mínima porción de la mermada economía nacional. Él siempre prefería caminar por la carretera, entrar en la combi y rodearse del huraño murmullo de los trabajadores del atardecer, arriesgarse a perder sus pocas pertenencias por el sigiloso avance de una mano huérfana de monedas. Después, llegar a la ciudad y buscar la taberna más tranquila en que engullir una cena escueta y apurar una considerable cantidad de pisco. Eso le hacía sentirse mejor pero, en el fondo, no se creía tan distinto a sus compañeros de voluntariado, y… la combi reducía velocidad. El conductor le hacía señas acústicas con el claxon.

Ya en el interior del vehículo, amortiguado por el mustio parloteo de los campesinos que, tras arduas horas de siembra, emprendían el viaje a la ciudad para intentar arañar migajas o monedas con el producto culinario a que sus manos, durante el día, habían conseguido dar a luz, pudo abrirse paso entre la marabunta de petates, cubos, sacos de papa y útiles de labranza, hasta el asiento del que aquella señora de mirada amable despegaba a su pequeña hija para indicarle a él que podía ocuparlo. Agradeció e hizo una carantoña a la chiquilla que, sin queja alguna, se acomodó en el regazo de su madre.

Los kilómetros se difuminaban al ritmo de polvo en nube que, irremediablemente, invadía el interior de la combi asediando ventanas, rejillas de ventilación y cristales rotos. Por momentos se hacía imposible reconocer el rostro más cercano, tal era la cantidad de partículas en suspensión. Él entrecerraba los ojos sin dejar de apretar con fuerza la mochila, temeroso de los muchos latrocinios que propiciaban tales momentos de nula visibilidad. Lo más difícil era aguantar la respiración, o adecuarla de manera tal que los pulmones no quedasen insertos en el ámbar de una insuficiencia respiratoria.

Eso debió ser lo que molestó al pequeño felino, enredado hasta el momento en el fondo de la mochila, asediado por la turgencia inexacta de la chaqueta y los irregulares bordes de libro, libreta, bolígrafo, paquete de tabaco, bolsita de filtros, encendedor, librillo de papel.

Fue entonces que arreciaron sus mallidos (porque los gatos, ya lo sé, mallan y enredan) y la chiquilla adormilada decidió hacerles eco con gritos de irrefrenable emoción.

Ya no pudo mantener al animal por más tiempo en el fondo de la mochila. Introdujo sus manos en su vientre, cuidadosa, pausadamente, y extrajo de su interior la hidrocefálica masa de peluche para depositarla con calma entre las manos de la niña, no más grandes que las zarpas del gato.

Arreciaron las miradas en rededor. Algún que otro de los campesinos esbozó una sonrisa.

Los gritos de la niña apenas dieron a su madre para agradecer el haberla depositado en su regazo a efectos de que él pudiese tomar asiento. No fue necesario, la mujer se encargó rápidamente de retribuirle con una sonrisa amplia como sandía recién asesinada que permitiese a la chiquilla tomar al gato entre las manos,  independientemente del aroma a estercolero que este exhalaba. Y al momento: no se preocupe, yo estoy acostumbrada a cargar con la niña, además ella prefiere, toma más fácil el sueño, aunque ahora no dormirá, es seguro, hasta que usted se baje, mírela, le encantan los animales, jugar con ellos, en el campo hay hartos perros pero pocos gatos, la verdad, muy pocos, perros sí, pero ladran y son poco de amistad y a Yeni no lo gustan, pero este gatito se ve le encanta, si consigo plata suficiente quizás le compre un gato para que juegue con él después del trabajo...

El trabajo. Sí, otra chiquilla trabajadora. ¿Qué edad tendría? ¿Cinco? Puede ser. Seis a lo sumo. Y sus manos, más sucias y desgastadas que la piel del gato. El trabajo le gusta, no lo hace mal, eso asegura su madre. La recogida de maíz no es de lo harto duro que hay en el campo, y si la pequeña no la ayudase ella sería incapaz de recolectar una carga suficiente para preparar los tamales que se disponía a vender a la puerta del mercado, cuando la pleamar silenciosa de la tarde y la dentadura azul imposible de la bajada. Después pasarían la noche bajo algún techado público y a la mañana, temprano, comenzaría la venta de los que no hubiesen podido despachar la tarde anterior. La niña le ayudaba bastante: no se crea, es bien viva y llama la atención a la clientela, se acercan con más facilidad a nuestro puesto, y de vez en cuando regalan alguna moneda, ese algo de más que sacamos nos permite regresar en la mañana para de nuevo iniciar  a recolectar.

Así que ahí se veía, preguntándose quién, hoy, puede hablar así, cómodamente apoltronado y en cordial coloquio con la amable mujer, contemplando a la niña hacer cosquillas al pequeño felino que, momentos antes, se asfixiaba de costuras entre los retales de basura que bordean las callejas de la comunidad de San Simón.

El gato parecía haber recuperado la calma. Mordisqueaba los pulgares de la pequeña. Hambriento, se proclamaba y los restos orgánicos que deformaban las manos de la niña parecían ser suficientes para dar de comer a una camada entera de animales de compañía. Surcos como grietas geodésicas reteniendo miríadas de oscuros gérmenes en deleitosa procreación, como una escena microscópica de un relato perpetrado por el Marqués de Sade.

El animalillo mordía y mordía. El efecto de sus fauces, en la pequeña, no iba más allá de una leve cosquilla que se deleitaba en desvelar al resto de los viajeros con profusión de carcajadas.

El trayecto continuó entre nubarrones de polvo que anunciaban la tormenta de baches previa al alcanzar la ciudad. Las luces del día habían ya trocado su espesor de calima por un brochazo grueso de neones, y en las calles comenzaban a arracimarse los vendedores nocturnos y holgazaneaban, como en probeta de laboratorio, los ensayos de delincuencia que darían, cómo no, tarde o temprano, violentos y gloriosos frutos.

Como cada tarde, una vez la noche inauguraba su dominio de sombras en esquinas y tenderetes, él desalojaba los lentes de su rostro, abría desmesuradamente la mandíbula y exhalaba su ya hediento hálito sobre los cristales, para posteriormente pretender limpiarlos con el borde más gastado de su roída camiseta. Acto seguido volvían las gafas a ocupar su lugar habitual, cómodamente apoyadas en el tabique nasal. Intentaba, con tan teatral aspaviento, recuperar la visión que, en el atardecer, parecía perderse copulando con la oscuridad circundante y comenzaba a jugarle malas pasadas. Aunque sabía bien que no era la suciedad de las lentes, sino el difumine de las callejas atestadas lo que provocaba su desorientación, siempre ejecutaba la misma rutina. Era consciente de que identificaría sin problema el lugar en que debía apearse de la combi, pero aun así insistía en su cotidiano acto de impostada pulcritud. En la repetición anida el germen de la sabiduría, se decía, y sonreía de manera algo torpe, casi cretina, como si acabase de recitar un mal chiste a un compañero de viaje hacia los confines del cementerio.

Aquel día su sonrisa se topó de bruces con la carcajada de trapo de la chiquilla, que continuaba proporcionando al diminuto felino sus caricias de betún y sus deditos de mimbre viejo.

La madre le miró atentamente cuando él comenzó a agachar la cabeza intentando enfocar, entre la marabunta humana del interior de la combi, la geografía de piedra de las calles que se sucedían al ritmo de los socavones y los violentos virajes, y le preguntó dónde tenía que apearse. Él explicó que no había problema, que conocía el camino, pero continuó asomando la mirada entre los contornos de los numerosos cuerpos que abarrotaban el interior del vehículo.

Fue entonces que ella intentó recuperar la conversación explicándole que les quedaba aún largo camino hasta llegar a las calles aledañas al mercado. Allí se apearían, y necesitarían ayuda de alguno de los presentes para poder arriar los fardos que portaban consigo. Él dudó entre preguntarle o no cómo era posible que cargara ella sola con su pequeña y con todos aquellos bultos. No lo hizo, pero convino, mentalmente, que en su tierra natal sería imposible trasladarse así, que no sería fácil encontrar en cada interrupción del camino alguien dispuesto a echar una mano en tan ingratas tareas. Sólo era un pensamiento. Uno más, provocado por esa manía que había adquirido, desde que aterrizó de nuevo en aquellas tierras, de considerar a sus conciudadanos mucho más aletargados por el consumismo y el poder del individuo. En el fondo sabía que esto no era tan cierto, que aquí tampoco se destacaba el común de los habitantes por su amabilidad y solidaridad con el prójimo. Pero es más fácil culpar al país de origen, siempre, de ser la cuna de todo mal ignorando que también es la propia.

El infierno son los otros, se repetía mentalmente. Sí, esa fue la frase que legó a la posteridad el alegre Jean Paul Sartre. No recordaba en que libro se hallaba la manida frase. Era en una de sus obras de teatro, eso no lo dudaba, pero, ¿cuál? Mientras dudaba entre La puta respetuosa y A puerta cerrada, recordó que el gato de Sartre se llamaba Nada. Un nombre muy acorde con el carácter del pensador, aunque demasiado deprimente. Es fácil tener un gato llamado Nada y creer que el infierno son los otros, aunque se trate de aquellos que se guían por idénticos impulsos vitales que uno mismo. Tal vez, entonces, el infierno seamos nosotros, quién sabe.

Perdió de vista, por un momento, la sucesión de irregulares intersecciones que configuraban el transcurso de su habitual trayecto, extraviando momentáneamente la noción del tiempo y el hilo de kilómetros que se enmarañaba en un punto concreto, en el lugar en que él debía apearse.

Sabía que muchas de las taciturnas personas que viajaban junto a él, en el destartalado interior de aquel vehículo, trocarían su cercanía con el sueño por un repentino despertar en que ayudarían a la señora a depositar los bártulos fuera del mismo. Cómo los transportaría hasta el lugar en que decidiera, aquella noche, establecer su negociado portátil, era distinta cuestión. No obstante, para demostrar a sus lejanos compatriotas que él no compartía su desidia y afán de superioridad primermundista, decidió continuar trayecto charlando con la mujer con la sana intención de ser él quien le prestase ayuda en su cometido. Así aprenderían sus conciudadanos, y los de la buena mujer, de paso, que el extranjero no siempre es portador de males, enfermedades, conquistas, violencias... y él podría seguir afirmando, cual Sartre de arrabal, que el infierno son los otros.

Un nuevo socavón en la calzada provocó otro de los tremendos vaivenes que, redoblado en su violencia por la desvencijada maquinaria de la combi, balanceó a todos los viajeros en un  movimiento como de reloj de cuco ebrio, lanzando a unos contra otros y a todos contra asientos y cristales. La niña exclamó uy, y el gato reemprendió su mantra de mallidos quejosos. El mismo gato que le había llamado la atención, hacía escasa media hora, y que había provocado que ahora reposase su pelaje enlodado sobre la harapienta faldita de la chiquilla sin edad ni futuro.

Al contrario de lo que hubiese sucedido en su ciudad natal, se dijo él, no se escuchó lamento ni imprecación alguna. Nadie amonestó groseramente al conductor, y al inicial desbarajuste de cuerpos y fardos sólo sobrevino el más absoluto silencio. El infierno son los otros, y los otros son los occidentales, pensó de nuevo para, al momento, contradecirse al ver los manejos de uno de los tripulantes en el bolsillo del que más cerca de él se encontraba, aprovechando la tumultuosa situación. Dudó entre decir algo o guardar silencio, pero la mujer que estaba junto al carterista puso fin a sus desvelos reprendiendo a aquel que, con la misma precaución que hasta el momento había guardado, sacó la mano del bolsillo del vecino y la introdujo en el suyo propio.

El infierno son los otros... y los otros son todos los demás.

Quizás fuese esta recién adquirida certidumbre lo que le llevó a afianzar su intención de mostrar que él era distinto y dejar pasar, sin remedio, el lugar en que habitualmente descendía de la combi tras gritar al conductor baja en la esquina. Sí, él ayudaría a la señora a descender sus bultos y a su pequeña hija. Estaba decidido. Y casi al mismo tiempo de tomar tal resolución, recordó que debía hacer una excursión al pueblo ese del que tanto hablaban sus compañeros de voluntariado, donde un amable anciano dispensa ayahuasca y cobijo. Al fin y al cabo, Sartre quizás decidió que el infierno eran los otros tras alguna de sus repetidas ingestas de mescalina.

Ya tartamudeaban las luces del mercado, titilantes de abandono. Él se preguntó cómo era posible que la mujer fuese a pasar la noche en tan desapacible lugar, vendiendo tamales a las cuatro sombras que por allí paseaban su pesadumbre de horas vacías y preparando los que vendería al día siguiente, con el amanecer, a los trabajadores de la madrugada.

Casi a la par que la mujer gritaba baja en la puerta del mercado el gato redobló sus desamparados mallidos y la niña hizo lo propio con sus risueñas carcajadas mientras le cogía a él de la manga de la camiseta y le preguntaba a voz en grito ¿por qué llora tanto?

Él, por un instante, mientras se ponía en pie para dejar a la señora ir acomodando sus bultos en el pasillo, quedó mudo y sólo pensó lo ignoro como ignoro por qué tú ríes. Ellos siempre ríen, concluyó sin verbalizarlo, mientras le explicaba a la pequeña, adelgazando la voz como si se dirigiese a un duende o un muñeco de cartón: es un pequeño gatito que está solo y triste porque su mamá se ha marchado sin él, no como la tuya que siempre te acompaña, ¿ves? La mujer le disparó una sonrisa a bocajarro que definitivamente le animó a decir a la pequeña: ¿te gustaría cuidarlo para que ya nunca más vuelva a sentirse solo?

La niña miró a su mamá y gritó, cercana a la histeria, ¿puedo, mamá?, ¿puedo quedármelo?

Él comenzó, entonces, a dudar si el infierno, en vez de ser los otros, no estaría en uno mismo, que en estos precisos instantes añadía a la carga de trabajo, prole, hambre y bultos de la buena mujer, la crianza inesperada de este pequeño y maloliente felino cabezón.

Ella musitó, con un tono cercano a la reverencia, gracias, amigo, muchas gracias, sonrió a la pequeña, la espetó un brusco apurate, y comenzó a agradecer también, al hombre que minutos antes intentaba agrandar su de seguro escueto salario con el del bolsillo ajeno, el hecho de que estuviese ya disponiendo los bultos de maíz cerca de la puerta de la combi.

Pretendió hacer una digna despedida del bufonesco balanceo de mano que dirigió a la niña y al gato mientras volvía a preguntarse si el infierno, en verdad, son los otros. Tomó asiento de nuevo y, sin querer ya asomarse a la ventanilla más cercana, sonrió al frustrado ladrón y le agradeció con voz muda el que hubiese colaborado para que la señora pudiese bajar sus fardos.

Ahora debería estar atento a las calles. No sabía bien cómo volver a casa. Posiblemente alguien le ayudaría a encontrar el camino que él ya había aprendido a llamar hogar sin comprender qué cosa era esa.

Mientras esperaba su avión de regreso, en el aeropuerto, el extranjero pensó que, aparte sus besos y caricias nunca aprendido si ciertas, sólo dejaba en esta tierra un gatito cabezón. Estaban los niños, sí, pero a ellos nunca les había visto llorar tan desconsoladamente. Tal vez debería dar la razón a quienes afirman que la vista es el más culpable de los sentidos. A quienes dicen que es más fácil ver la paja en el ojo ajeno que la viga en el propio.

martes, 10 de diciembre de 2024

todo que celebrar

Ansia de soplar, mientras caminamos, no para henchir velas que lleven veleros a zarpar. Después, repites el soplido, una y otra vez, que no importa sofocar incendios de cumpleaños cuando queda todo que celebrar y sabemos renovar el fuego. Queda, sobre la mesa, una disección de cacao mientras tus labios nos nombran morenos de felicidad con esa pizca necesaria del chocolate amargo. Ametrallas nombres y las sílabas se hacen dupla para tatuarnos en el frágil caparazón de la memoria que ya son 11 años, y uno más uno no habrían de ser dos cuando pueden ser uno apasionado. Hoy tampoco leeré, después de narrarte las tribulaciones de James intentando salvar a un melocotón gigante, más que el verbo de tu respiración y la novela de otro mañana a tu lado. 


viernes, 6 de diciembre de 2024

indultad a Belcebú

There is nothing wrong with loving something
You can't hold in your hands
Nick Cave

Otoño ya es más que un presagio. Infantería de árboles despliega su ofensiva suicida de colores de ayer como aviso para caminantes. Para qué caminar, ¿entonces? ¿Hacia dónde te diriges si ya nadie te reclama ni te impone larga travesía hasta el puesto de trabajo? Otoño ya en la singladura de los párpados que quieren caer como telón de fondo de una comedia mal escrita. Munay ya está con su madre, vertido en piel que yo busco entre las sábanas, acariciando, de nuevo, años que se me escapan, 11 ya, pronto. Escarbo migajas por ver si me acordona la garganta su latido animal, ese calor suyo que tiñe de luz unas sábanas que hoy quedan mejor así: negro profundo, desafortunado bruno, oscuridad de sueños que no eyaculan más que despertares a destiempo.

Nick cave aúlla, escondido en los altavoces del salón, cantos tribales y yo busco y sólo encuentro sinrazón. Emilio Losada me canta desde muy lejos y siento el arpegio de su voz chulesca y malencarada tan cerca y tan rostro. Noche de enviar mensajes en botellas y no recibir botellas que descorchar, después de un día en que, tras caminares y deambulares sin rumbo, parca te advierte del futuro. Ahora ni dermis hembra ni ron, Claudio con un cuchillo entre los dientes (aúlla Emilio), ni piel de mi piel ni jauría ni manada más allá de la de mis dedos en fiebre de teclado que se desea borracho. El mueble bar lo desvalijaron los últimos invitados. Mal augurio que me suceda esto a mí que, desde hace años, sólo permitiría entrar en esto que ya llamo hogar a una decena de dedos descalzos que sepan que sabrán escribir mejor que los míos. Latrocinio que no recuerdo, el del mueble bar que acometieron mis amigos. Dejo predicar al australiano, cuando Losada ha decidido detener su mexicanidad, y tallo preces como gaviotas denticiones a la mar que las pretende masticar.

Decidimos crearnos otra realidad cuando sabemos que la realidad habita distintas latitudes. Violentar el intestino grueso del suburbano en el que nos deslizamos intentando no humedecernos en la pupila inflamada de la postverdad. Pantallas de y sin plasma. Atrocidad sin domesticar. Ahítos de vértigo y perdidos en la lenta paradoja de esta realidad que ni entendemos ni queremos. Decidimos, por eso, inventarnos otra que nos habite como nosotros habitamos los pasillos del Metro. 

Abro el páncreas a un Caravaggio hurtado, me abismo en el palpitar de la carne que supo acuchillar el lombardo y recuerdo la infancia sesgada de la educación católica con que, para bien o para mal, me trepanaron. Recuerdo la culpa palpitando entre los dedos del católico educando antes de utilizarlos para soltarnos un sopapo. Pequeños diablos, nos decían, a quienes contrariábamos su caminar con rodillas impolutas hacia un Gólgota dorado. Porque Cristo nació en nuestro subconsciente, por más trapos manchados de su pesar con que nos pretendan deslumbrar. Cristo nació de un falso milagro cuando lo milagroso, realmente, es eyacular malas semillas en el abismo de una mirada que logra que la realidad sea nada. Pero, ¿y Belcebú, ese demonio que anida, desde tiempos inmemoriales, en el ser humano? ¿De dónde nació si no de nosotros? Satán es anatema y sus pezuñas encabritan a las hembras cuando arremolinan entre los dedos su perfil barbado. Yo le contemplo y lo envidio cuando comprendo que sólo puedo asesinar con verbos y no quiero, que no hay más cuello a rebanar que el que sueña mi lengua cuando no se sabe expresar. Algo parecido, ese que llaman diablo mientras cientos de chiquillos reciben en los pulgares de sus neuronas latigazos de centímetros que no miden más que la capacidad de mermar lo que significa sentirse vivo. 

Emilio ha regresado a su silencio y yo entro en la cama, Cave de fondo hasta que acabe el CD, buscando tu piel, hijo. Buscando piel. Buscándome la piel. 

lunes, 28 de octubre de 2024

un dios salvaje y blanco

Sólo una rodaja de luna y un deambular exacto hacia ese lugar del crimen donde siempre regresa el criminal alumbrado por las pedradas de luz de una noche a la que olvidaron ponerle el pañal. Sólo un par de cañas mal tiradas, un desacierto de vendimia y tu mirada multiplicada en verde oliva oscuro negro casi azul casi verbo. Vamos a ver a Nick Cave, me decías, temblor en la voz todo filigrana de sepia que no se sabe desangrar. No vamos a ver a Nick Cave, amor, él va a verte a ti, más bien. Yo únicamente te lo susurraba. Y los dominios de Marte, dios de la guerra, de la virilidad y el ensanche, también de la cultura y de la primavera, que es puro dilatar, mientras entre tus pestañas como siega temprana se afilaba el temblor de una noche que nadie intentaría siquiera igualar. ¿Nadie? Nunca temblor es nadie si hay tripartito repartiendo la baraja. 

The last time you came around here, it was to rescue me resuena en mi mente antes de bullir en la garganta del bardo australiano. Y yo ya casi ni recuerdo esa última ocasión. Pero soy incapaz de olvidarla. 

¿Dónde estará Nick Cave en estos precisos momentos, Munay? ¿Puedes imaginarlo? Sendoa se lo pregunta y, de paso, te lanza el cuestionario. Pero recuerda que no hay respuesta errónea. Tomando un vino, como tú, me susurraste. Tomando un vaso de agua en que reflejar su faz antes de emprender el aquelarre, como tú, susurré yo hacia mis adentros. 

25 de octubre de 2024. Munay me lleva a ver a Nick Cave mientras el australiano me invita a contemplar más y mejor a mi hijo, objeto de miradas y sonrisas milagro de los circundantes. Can you take care of my child? I need to go to the bathroom. Y la irlandesa sonríe y dice: your child is beautiful. You are beautiful, aulló, después, el sacerdote impolutamente encorbatado, cuando ya abandonábamos la iglesia. You are beautiful, repitió la irlandesa comprendiendo el plural. You are beautiful, se desangró, gritando, el chamán. Pero ya no estábamos. Ya sólo éramos tres, santísima trinidad del sueño y el daño, perdidos en las calles de Madrid y a punto de emprender el vuelo hacia los islotes del desgarro. Munay sólo tiene diez años. Y la liturgia la comprendió casi ayer sin sentirse religioso ni cristiano, lo siento, Nick. 

Nunca estuve en NYC ni asistí a una misa gospel, pero ya he circundado en dos ocasiones el milagro y he gritado cry, cry, cry a la par ya que ese you are beautiful que todo lo contiene. Como tú contenedor de mi mirada más perdida, de mis manos cuando garras arañan vino de empedrado, marea calma porque no te advierte y pasillos de vuelos lejanos masacrados por las hordas del jolgorio que no atienden, nunca, al daño. 

Dios se hizo salvaje y blanco en Madrid, mientras los pecados palpitaban ignorantes de que quedarían a medio consumir. Devino el profeta advirtiendo la llegada de un dios salvaje y yo quedé, poco después, en ese limbo extraño en que se acunan los ángeles que saben que habrán de caer. Un dios salvaje y blanco como tus manos, como su sonrisa lirio, como las tumbas en que anidan adioses de precipicio y simas en que arañan cumbres tus miradas cuando me lo dices sin decirlo y yo me tatúo en la piel la dermis de un sueño que bien pudiese ser el falo de un ángel o la digestión de un lotófago, como tus dedos labrados por Bernini y tu tráquea cuando atropellada por mi corazón, como la infancia de tu abrazo, la jungla agitanada de tu dorso y tu respiración a la contra. 

Nick Cave aullaba y tú. Y yo, claro, comprendiendo que dios bien pudiera ser salvaje y blanco como la garganta negra de los cantos tribales y la cúpula encapsulada de las tormentas que deciden inquietar el vuelo de aeronaves sin saber que en su interior habitan corazones extirpados por los muñones de la distancia. Nick Cave elevó sus manos y entre sus dedos, ya tuyos, milagros florecieron masticándonos las encías. Munay, tan hermoso, tan pleno, creo que nunca recordarás cómo sonreías multiplicando otra sonrisa casi atlántica por más que perdida entre callejas de barrio olvidado en algún suburbio en que desearía la Callas hacerle coro al bardo australiano. Nick alzó una pierna y un zanco elevó tus pestañas milagro mientras otras se desvestían pinturas que nunca necesitaron. Nick sonrió y susurró you are beautiful y tus dedos hicieron de los míos barro y brotó entre nosotros un dios salvaje y blanco. 

From her to eternity fue grito de guerra y tú me preguntaste qué quería decir y yo te grité canta y no intentes comprenderlo, ojalá nunca tengas que hacerlo. From her to eternity abandonando un hostal enfebrecido de silencios no pronunciados y caminando el dorso de una marea que en lo más hondo de mi garganta se hace esquirla. Canta, Munay, canta, salta y grita y después el mareo y ya es hora de abandonar el templo. Llegarán días en que camines como papá con rodillas desolladas el Gólgota de los sueños. Pero no todavía, así que ahora salta y canta a un dios salvaje y blanco como las encías que me sueño cada noche cuando te canto sólo para contemplar el milagro de tus párpados trenzados en sueño y descanso mientras muerdo el delirio de tu fase REM, el sendero invertebrado del descanso. 

Un dios salvaje y blanco y un abrazo fugaz y cálido como las brasas sobre las que tuercen pupilas las sardinas recién rescatadas de la vida para alimentar nuestra voracidad de espanto y labios cercenados en el momento inaugural del beso. Un pasear, en soledad, las deslavazadas mareas de un puerto. Un perderse en recovecos que sólo en nuestro interior anidan. Los peces no saben nada del deseo, mueren hacia arriba y Nick Cave es un fantasma que con sus prédicas te moldea los labios. 

I'm transfroming, I'm vibrating, look at me now. Te he sentido palpitar. Nos he sentido palpitar, a nosotros. Nos hemos sentido y somos dos pálpitos y otro más, que nos contempla como tercer ojo de esa santísima entelequia trinitaria que a tantos nos hizo comulgar y aun sentirnos culpables del pecado. Sólo un dios salvaje y blanco elegantemente vestido de traje chaqueta con los bolsillos repletos de dados puede recomponer, en su taller de timbre y yunque, los recorridos de una femoral, el pulso inguinal y el cordón umbilical antes de que alguien decida desgajarlo de un mordisco que, inverso, sin saberlo, recomponga su recorrido.

Tus dedos, Munay, hijo, se alzaron hasta copar esos cielos que yo, después, recorrería soñando el cielo de un paladar que desembocaría en tormenta y paseo ebrio por las calles de una ciudad que nunca me quiso. Tus dedos, Munay, hijo, recomponiendo el cielo de Madrid cuando es todas las ciudades. Y tú sin saberlo. Pero no olvides, nunca, que Nick estuvo ya, antes, aquí, y sólo regresó para cantarte you are beautiful.

My hand searching for your hand searching for my hand searching for you hand searching for mine

And I will always love you.


lunes, 7 de octubre de 2024

soy un accidente

Proceso de inmersión. Letras que afilan hoces que ya quisieran labriegos para mejor alimentar a su prole. Dos años deambulando cicatrices, o tres, qué más da cuando el tiempo es mies de espejos que crecen para que te asomes a ellos a verles la barba crecer, cana y desordenada. Proceso de inmersión, ya digo. Cualquier vidrio que soporte tu mirada permite, también, una inmersión en la nada. La música de Diego Vasallo como vórtice ahíto de vísceras y cicatrices. Su música, sus lienzos, su milimétricamente adecentada lírica recién llegada del mercado, plena de adquisiciones dispuestas a vaciarte de esperanza. Dos años para escribir un libro. Pues tampoco es tanto, dirán. Pues no, al menos cuando no tienes más que hacer que aporrear un teclado que da verdadero asco. 

Las guitarras se afilaban como mis uñas ansiosas por arañar los surcos de vinilo excesivo con que la noche nos cantaría una tonada henchida de estrellas tímidas y lunas que amasabas entre tus manos mientras gemían rotura los diques de la madrugada. Los vidrios chocaban deseos y deseo sembraba la escarcha de los días detenidos a mayor gloria de una realidad que nos extirpaba. El humo, ya sólo mío, en los pulmones, entre los cláxones y la velocidad del casi inicio de semana. Tantos días. Tantas páginas. ¿Para qué? 

Un acorde y el latido acordonado y afuera la mar y el oleaje y las rutas que no sabemos emprender, por desiertas o porque no dejan de crecer. Un bisturí en la garganta. Un reguero de plasma contra la superficie mate del espejo cuando refleja tu voz más desafinada. Esa que no recitó, anoche, su breve poema con perfil digital de animales que entre dos corazones infartados se encuentran y se reconocen deseando reconocer el sendero a recorrer. Y yo, de nuevo, a acribillar sin sentido el teclado, como si desde un lejano oriente me llegasen aromas de sándalo y pachuli pirueteando a borbotones la calma. 

Escribe, me decía, antes de asomarme, cada noche, al espejo por ver si de una maldita vez encontraba algo distinto a este remedo de tez con las pupilas mal afeitadas. Escribe, me decía aunque no dejase de preguntarme para qué. Y las palabras danzaban e izaban banderas, y piratas enmohecidos entre cofres repletos de pirañas devorando saltamontes mientras el silencio me arruinaba. Afuera la ingravidez y las enseñanzas del turismo todo a cien entre corales y ciempiés de falanges que no eran mías por más que aún las soñase ancladas a estos tendones que fuerzan el teclado, una y otra vez, una y otra vez, deseando despiezarlo. 

Humo y la voz de Diego y otras latitudes en que anegan burbuja los anhelos. Acuática sinfonía del exceso cuando deviene cianotipia de un sueño. Y mis uñas del revés y mis pupilas sin remo. Tantos días. Tantas páginas. ¿Para qué? Intentarlo ya es dejar rastro. Canes vendrán con el hocico fusilado por lo verdadero inexacto sólo para acabar orinando allí donde mi esperma recreó gaviotas con el pico hecho de costuras invencibles y patitas como antibiótico antiocaso. Vendrá la lluvia y de nuevo, mojado, ladraré verdín contra todas las esquinas de esta realidad que me sugieren para claudicar ante la democracia de lo real no realizado. 

Proceso de inmersión y comenzar de nuevo por ver si llega algo que valga la pena a este foso de herrumbre en que danzan mascarada las hienas cuando la realidad se descubre nacida mal y de antemano. Y la música siempre, marchitando las esquinas de este espejo ante el que me descubro igual de feo pero más viejo. Canta Diego y yo tecleo deseando confirmar que ha merecido la pena.



martes, 24 de septiembre de 2024

los perfiles del abismo

¿2019? ¿2020? Ya no recuerdo, sólo me muerde aún el frío y una sonrisa infante emparedada entre el cordón umbilical del terror vivido cuando se antoja futuro a desentrañar. Líbano, frontera con Siria, campos de refugiados como veleros marchitos sin más marea, a lo lejos, que las cordilleras en que muerden talones niño la ventisca y el muñeco de nieve sin zanahoria porque se la comieron en reparto democrático de a pedacito por cabeza.

Después, a la noche, la luna de Beirut y el lunar soñado para poder aniquilarse los sentidos y, tal vez, por qué no, ese corazón que no ha detenido su palpitar mientras lo paseabas entre tanto ruido que aquí, en Occidente, siempre lo es de fondo, de taberna moderna sin aperitivo y rejonazo entre las costillas del fin de mes a cambio de unas sonrisas que bien podrías compartir en lo más recóndito de tu propio hogar. Pero se impone salir, festejar, brindar y pagar el alto precio que marca el comercio a las ganas de seguir sintiéndose vivo. Saberse vivo ya es el brindis. Pero salimos, bebemos, comemos, consumimos alimentos que enflaquecen y nos hacen más escuetos, dando de lado a ese latido que todo lo puede. Para mejor anestesiarnos, para mejor aniquilarnos en la huida que nos han impuesto. Y es que yo no quiero huir, si no es hacia adelante, siempre, como Rimbaud y como él haciendo bandera de mi corazón cuando lo eriges en puro pálpito.

Caracoleaba las callejas de Beirut y escuchaba las charlas de quietud de la cachimba, labios morenos y piel bravía, siempre el miedo por dentro, ese temblor en la saliva de quien no sabe qué hacer con su vida más allá de seguirla a los dictados de genios de la pirotecnia que saben imponer su lógica de animal invertebrado. El gobierno. Los gobiernos. La aristocracia del armamento, que a tantos da de comer aquí, en Occidente. Daños colaterales y la revuelta, la resistencia, otros dictados, bien sean religiosos o sentimentales. Todos, al fin, tenemos miedo a la huida, más si es hacia delante, mucho más si es a lo hondo de lo que verdaderamente ansiamos. En Beirut reinaba el jolgorio, pero se aquietaba cuando las autoridades adelantaban el reloj de la madrugada. Entonces tenías que patear Gemmayzeh dejándote guiar por tu olfato. Olía a hembra libre y hedía a barro. Olía a tabaco mascado y a hachís bien apaleado. Reptabas hacia un sótano y los muros eran música y humo y síncope y carne y ladridos como canto de castrati ante ti glotón y arrodillado. Lejos, en la frontera con Siria, infancia se soñaba con calzado. Yo me drogaba de piel al arrullo del reloj que nunca tuve para poder regresar, al día siguiente, a los campos de refugiados.

¿2019? ¿2020? Ya no recuerdo más allá de aquellos rostros acribillados por el hambre y desentendidos de las marcas que marcan los atletas de la barbarie en los dorsos de sus manos cuando dejan libre albedrío a un puñado de falanges que aprietan botones como quien gatillos de hambre de papel moneda y coche caro. Después: la explosión, el conglomerado de carne sin recorte que pueda recomponer el puzle de una sola pieza en que la vida se esmera para mejor poder llegar a vieja. 

¿2019? ¿2020? Ya no recuerdo, y 2021 se acerca en este machihembrar tragedias de las que sólo se continuará conociendo el inicio. Nadie presta atención a los daños colaterales que dejan tras de sí, reguero de sangre quieta, los finales. Duele Líbano en incendio de pedernales. Duele el paso del tiempo cuando no proporciona más que plasma en regato perdido. Duele la mirada niña perdida en una pesadilla de pañales ensangrentados y la mordida cruel al vacío cuando es lo único que te abraza. 

martes, 3 de septiembre de 2024

la memoria es un lugar equivocado

Ensoñarse en los fantasmas bondadosos de la memoria. Bondadosos y de falaz cautela, pero afables al contrario que otros, esos que cascabelean cadenas entre lo no vivido pero recordado como si tal. Ensoñarse, por tanto, y sumergir los sueños en vino barato. Tan económicos son, mis sueños, que los regalo mientras los riego, por ver si le crecen fronda a la uva que han querido engolar con nombre pomposo: Orgullo de Barros. Como mis sueños: orgullosos de chapotear el barro a pesar de que los regalo. Nadie quiso venir a esta fiesta de cumpleaños.

Orgullo de Barros, Ribera del Guadiana, cooperativa Nuestra Señora de la Soledad. Pues eso. En soledad, bebo, aunque poco, ya digo que es vino barato. Ribera del Guadiana, Badajoz, aquella ciudad en que me perdí enmascarado. Carnaval y una furtiva zorra que tardó en quitarse el disfraz. No teman. No es machismo micro ni exabrupto macho. Su atuendo era idéntico al mío. A mí me disfrazaron intentando que emulase a Errol Flynn, pero sin cuerpo cavernoso propicio para aporrear un piano. Pero cómo cabalgaba Errol Flynn, y cómo me perdí yo, y cómo nos descabalgaron, a ambos, nuestros propios caballos. Mejor así, libres ellos, salvajes. Tantos años ya que ni me acuerdo. Siempre odié el carnaval. Tal vez fuese por haberme visto obligado a calzar disfraz. Tal vez porque no conocía a nadie, en aquel tumulto de alarido y exceso vacío e inconexo. Hasta que ella me miró convexo desde detrás de su antifaz de zorro impar. ¿Nos conocemos? Lo dudo. Pero qué mala noche. Perdimos los caballos y las espadas de marcar zetas en las paredes, y todo fue un deambularnos torpemente, haciendo eses.

Vino barato, digo, y aquel que tragué lo era sin duda. Nada que ver con los delirios de grandeza de este Orgullo de Barros, crianza 2021 aunque sin lírica nota de cata. De su etiqueta nunca brotará un poema. 

© Ian C. Bates, cortesía de la red
Al día siguiente la frontera, Portugal al otro lado de dónde, a descansar la resaca en un bar de carretera lusa para hacer acopio digestivo de toda la carne que mi sistema ídem fuese capaz de soportar. Algarabía de la carne poco hecha. Efervescencia de los jugos gástricos intentando eliminar los taninos mal deglutidos. Y la grasa ejerce su labor. Vomité a orillas del puesto fronterizo. Pero la mirada del funcionario de turno no pude vomitarla. Tampoco la suya sin antifaz. Ni siquiera ya recordarla. Ni falta que hace. Demasiado alcohol erróneo en vena. Exceso de memoria traicionera.

El caso es que ahora bebo vino barato y no resulta tan malo. Como los sueños cuando equivocados, cuando económicos e incluso regalados. Porque proveen momentos de gloria en que los sientes languideciendo vidrios soplados con fuerza desde un vientre que logra detener el tiempo, extender el instante y provocar en tu dicción alguna sandez radiofónica elogiando la calidad de la uva y el aterciopelado tacto con que te humilla las papilas gustativas para dejarlas por siempre presas de un gusto que seguirás, hasta el fin de los días, saboreando. Y eso sí lo recuerdas. Alquimia de la memoria buena, la no envenenada por más exceso que el que deseas te exceda hasta el hálito postrer.

Sueños regalados. Vino barato. Ya es septiembre. Agosto pasó con un único simulacro de incendio. Han aprendido mucho las autoridades forestales, tras tantos años de fuego provocado. Tal vez demasiado. Cuántos incendios no sufrieron, en tiempos recientes, las tierras extremeñas. Me dijeron, hace años, que ella marchó de Badajoz. Todo lo que tenía su familia, un puñado de tierra y dos tejados, desapareció arrasado por el fuego. Pues bien, aunque lo siento. Pero es que no recuerdo su mirada, menos su piel. Dermis no calcinada entre los dedos es simple materia de la memoria equivocada. Además, creo que ya lo he dicho, aquella noche todo fue alcohol malo. Cuántos incendios no habrán visto aquellos ojos tras el antifaz de los años. Cuántos incendios no he gozado yo, pirómano del instante, avanzados los años, libre de telas que enladrillen la memoria. Pero pasó agosto. Y un sólo simulacro de incendio. Eficazmente sofocado, agentes forestales demasiado bien entrenados.

Otoño ya se adivina mientras recuerdo correrías de carnaval que olvidé y me adivino otro mal trago. De vino barato y sueños regalados. No hay envoltorio que recomponer. Como las pavesas, están expuestos. Si alguien los quiere, los regalo. Allá ese alguien lo que haga con ellos, lo que de él o ella hagan ellos.

lunes, 12 de agosto de 2024

la palabra es un virus


 Aquí me quedo,
aquí con ella
Enrique Bunbury

Destruye y apacigua y regenera y te proporciona la lucidez de la que careces, de tanto en tanto, cuando la luna es una broma que juega al escondite usurpándote sus húmedos volúmenes de pez insensato y luciérnaga arrumbada al más profundo desamparo. La palabra puede, te susurra una voz que ya hubiese querido Sinatra. Y tú te lo crees, y llevas a lo hondo esa dicción que formula tus propios deseos. Ojalá supiese yo usarla, utilizarla... a la palabra, claro. La palabra es puta de bajo saldo y se deja pervertir incluso sin transacción monetaria, disculpen las y los adalides de lo políticamente correcto, pero la carne sólo es de quien la merece, y eso no admite trato.

Vengo de días como menstruaciones, batallando contra el dolor y la hemoglobina que no da bien en las teleseries de lo contemporáneo. La sangre ya no sienta bien ni a los niños del apartheid mahometano, que importan más que yo, por niños y por futuros inmediatamente exterminados. Y acudo a la palabra y en ella me refugio, y bajo ella hago acampada que huele a musgo, muslos y miel y, sobre todo, a sudor que puede extirparse del correteo ebrio de caballos, acordes, unicornios o tajos en los labios. Amar la palabra y regresar a ella y agradecer la que te regalan. Esa es toda la batalla en que, una y otra vez, agradeceré ser vencido. Es una cuestión personal. Entre ella y yo. Porque la palabra puede y es victoriosa cuando sólo es tinta o berbiquí digital dispuesto a perforarte los párpados.

Hoy que pienso en la palabra, hoy que comprendo por qué la amo de esta manera loca y a la par consciente y recia como la sangre que aún me bombea el corazón conocido y el otro. Hoy que pienso en el libre revolotear de las ideas, un amigo al que amo me cuenta de cómo estas hacen nido en otras mentes que no por menos generosas dejan de ser lúcidas y valientes. Uno escribe, cuando puede, cuando no le queda otra, cuando se comprende invadido por un virus insoslayable, sin fin ni principio y carente, sobre todo, de principios más allá de los que le imponga la virulencia de la palabra. Las ideas no tienen dueño, y ojalá dure siempre su vuelo de pájaro no domesticado, su graznido de cuervo nunca amaestrado.

Me enredo y sólo quiero decir que hay quien usa la palabra para mejor amancebar el salario, y quien la recibe para violarla en la intimidad del pensamiento manso, ese que, sí, se sabe humilde y cauto. Hoy he vuelto a Tánger y tú, que nunca has estado, me has llevado. A ti me entrego y, nunca lo dudes, en ti me quedo. Todo lo demás será literatura de la mala, de la que esparce ejemplares a espuertas y llena las arcas del acordonado mercado en que habitan los mercaderes de la palabra que, igual que los mercaderes árabes arribaban a Tánger con un suculento cargamento de esclavos, arrecian hoy a las puertas de este mercado libre forjado entre andamiajes de rejas que no conocen sus costuras. 

La palabra puede, y la mimo y la violento y la violo y la pervierto y la dejo que me folle con maneras de verbo macho mientras sólo pienso en acariciar su piel de duda y esparto, lamer su miel de grieta y amianto, contemplarla temblando sobre la sierpe temblorosa de mi erección más amarga, esa en que ella se contempla poderosa y brava, esa sobre la que ella se deshace en gloriosas verborreas de latido y sangre recién lamida del sable que implora emprender una nueva batalla, cada día.

Las ideas son libres, pero por encima de ellas siempre estará la palabra: virus que no dejaremos de amar. Como nunca a quienes la gozan mientras nos clavan las uñas en la espalda.

P.J.Harvey&Nick Cave ©Dave Tonge