El gato era pequeño. De tan pequeño, podríamos asegurar
que sólo tenía cabeza. Ni tronco ni extremidades, sólo cabeza. Estaba
hambriento, era evidente, se glorificaba famélico contra las fauces de la luna
llena. Quizás tuviese frío. Pudiera ser, a la vista de su imperceptible temblor como provocado por la gélida mordida del atardecer andino.
Mallaba. ¿Mallan o maúllan, los gatos? A mí me suena mejor que mallen encendiendo enredaderas. Así que mallaba. Lo hacía de manera insistente, lacerante, con
ese quejido que nos recuerda al humano recién nacido y recientemente expulsado a la
inhóspita atmósfera de una aséptica sala de partos. Todos hemos sentido un escalofrío alguna de esas noches en que hemos dejado deambular en libertad a nuestros
fantasmas interiores cuando escuchamos, proveniente de la calle pero como si se
originase en la habitación de al lado, o en la cocina, el salón, o la asepsia
azul desvaído del cuarto de baño, el prolongado y lastimero mallido de un gato
en celo o simplemente abandonado, tan similar al del hijo que aún no pero ya por siempre tenemos, tan
peligrosamente cercano a la máxima expresión acústica de desdicha del ser
humano: he aquí el llanto.
Aquella no era la primera ocasión en que se encontraba con
algún animal abandonado. No era la primera vez que recordaba, ante la vista de
un gato callejero, la singular preferencia por tal animal que le llevaba a
detenerse para contemplar sus merodeos de cazador mínimo regalando, de paso, a
los viandantes, el incómodo espectáculo de un hombre de mediana edad estático
en medio de la calle, como a punto de extraer del bolsillo interior de su
chaqueta un revólver con el que comenzar a disparar a diestro y siniestro.
Siempre lo había afirmado, no sin cierto ánimo de escandalizar: puestos a
elegir animal de compañía, después de la mujer y el aparato de música, elijo al
gato. Jamás un perro. Los perros son serviles hasta lo grotesco, no me apetece
tener encima, todo el día, un enjambre de pelo y babas que sólo pretende mis caricias.
Prefiero el gato, más parecido a la mujer, o al menos a las que clamaron por mi
piel: independientes, altivas, autosuficientes... así las prefería antes... o
también ahora, y por eso es que siento tal cúmulo de contrariedades cada vez
que ella me asedia con sus besuqueos y arrumacos.
El caso es que los gatos formaban parte de su imaginario,
digamos poético, desde hacía tiempo. Tal vez desde que leyese por vez primera Las
Flores del Mal. Pueda ser. Quizás desde que descubriese el caminar de tan
sigiloso animal embarrando en misterio las más gloriosas páginas de la
literatura, desde Herodoto hasta Umbral, pasando por Allan Poe, Cortázar o
Bukowski. De nuevo, incluso cómodamente aposentado en un terreno tan hueco de
disquisiciones como puede ser el del reino animal, él aprovechaba para tirar de
literatura y ennoblecer las supuestas virtudes de los gatos recordando sus ingrávidas
lecturas de juventud.
Pudo ser esta la razón de que cediese a un repentino
sentimiento de ternura hacia aquel animalillo que, cabezón y mugriento, se
retorcía entre los restos de basura que hacían frontera con el inicio de la
barriada.
Tiempo después se cuestionaría sus más íntimos sentimientos.
Lo del gato ocurrió recién finalizada una de las confusas jornadas de
voluntariado en San Simón, la más miserable y desatendida población del valle.
Como cada día, antes de hallar al diminuto felino,
emprendía el camino de regreso por la polvorienta carretera, dejando atrás un desastrado
vendaval de niños alucinados de lamparones, un tropel informe de chiquillos
asediados por suciedades perennes y enfermedades venideras. Y resulta que,
ajeno a tanta miseria, de repente, el gato se le aparecía como la quintaesencia
de la indefensión y el desamparo, y le causaba mayor pesadumbre que las manos
mordidas de labor agrícola de Cinthia (5 años de edad), o la respiración
moribunda de pegamento de Cristian (9 años de edad) o la quiebra mental
asomando al cráneo de Yonni (7 años de edad). El pequeño felino le resultó, en
aquel momento, más necesitado de atención y cuidado. Son cosas que ocurren y a
las que quizás no debiésemos prestar más atención de la precisa. Así lo decidió
él, sin apenas valorar las consecuencias de su proceder. De igual manera que
llevaba actuando desde que había regresado al país.
El gato lloriqueaba. Mallaba y balanceaba su enlodada
cabezota por entre los restos de cochambre del rincón que hacía las veces de
vertedero en la comunidad de San Simón. Mientras el felino sollozaba él aseveraba, mentalmente,
que a pesar de toda la desdicha que arreciaba sobre sus difusos futuros, los
niños continuarían sonriendo, tal vez carcajeándose abiertamente con la
impudicia del que nada tiene que perder.
Ellos siempre abandonaban el polvoriento recinto del aula
en primer lugar, sin siquiera preocuparse por despedir correctamente a los «profesores»,
ese desbarajuste lingüístico de juventud deseosa de cumplimentar buenas
acciones que se le comenzaba a antojar el grupo de voluntarios (incluido él).
Corrían campo a través, entre disputas de juguete, piedras como proyectiles y
polvo de trinchera falsa y ya estarían en casa, bajo el mísero techado de barro
y maderos, acunados al albur de la ebriedad hoy, tal vez, ojalá, inofensiva del
padre, como momentos antes, en clase, cuando rememoraban a carcajadas los
errores del voluntario belga que pretendía rezar en español y en alta voz el Padrenuestro.
Sí, ellos reían siempre, y su propia pobreza o su
desnortada miseria sólo suponían novísimos campos de juego en que dilapidar
los días. A pesar del hambre, de los guantazos nocivos de la paternidad mal
entendida y la hambruna mal encajada, era muy probable que ellos, en estos
momentos, mientras él sopesaba la conveniencia de tomar entre sus manos a aquel
animal indefenso, sostuviesen entre sus labios el peligroso milagro de una sonrisa sincera. Al menos algo había seguro: el gato lloraba. Pero,
pensó, ¿qué haría con aquel animal? ¿Lo llevaría consigo de regreso a eso que
se había acostumbrado a llamar hogar por más que lo sintiese cada día más
lejano? ¿Lo depositaría entre los brazos de ella, como cálido y equívoco
recuerdo de las noches de pasión consumidas al implacable ritmo del exceso y
los relojes ebrios de deseo? ¿Podría ser, el animal, digno sustituto y afelpado
bálsamo para la herida en que ya comenzaba a ahondar el presagio de su partida?
El milenario polvo que zurcía los bordes de la carretera
comenzaba a cobrar vida y ejecutar silenciosa danza en la frontera visual de un
atardecer redundante. Sobreponiéndose al llanto desconsolado del pequeño
animal, comenzó a advertir el rugido acatarrado de la combi que ya se acercaba a marchas forzadas por la carretera, repleta
como cada día de labriegos trasnochados de trabajo que evadían horas al sueño
para acometer la difícil tarea de vender, ya en la ciudad, los productos que
sus garfios como manos habían arrancado, durante el día, a la Madre Tierra.
La combi se
acercaba. El gato, como consciente de su titubeo, redoblaba afligidos
lamentos.
Él quiso creer hallarse ante uno de esos momentos en que
con una decisión podemos cambiar el rumbo de nuestras vidas. Miró
alternativamente al gato, cada vez más pequeño, hundiéndose a cada esfuerzo
en el lodazal de desperdicios, y a la combi,
cada vez más grande contra el polvoriento atardecer, como uno de esos
recortables que utilizaba cuando niño: cortar con tijeras sin filo el contorno del vehículo, mordisqueada su carrocería de
colores chillones, y situarlo sobre alguna de las opciones que hacían de
paisaje y fondo para el mismo: ahora un verde prado, ahora la ordenada salida
de un colegio, después la avejentada carretera de una ciudad de provincias,
luego una ciudad en guerra siglo veinticuatro.
Levantó el brazo para que el chófer pudiese verlo y no pasase de largo. Las combis solían llegar atestadas de gente a estas horas, pero los
conductores tendían a apiadarse de aquel extranjero que caminaba calmo el arcén de la más peligrosa carretera de la comarca. El resto de voluntarios,
sensiblemente más jóvenes y adinerados que él, tenían por costumbre llamar al
único taxista que operaba en la zona para que les acercase a la casa común en
que compartían carcajadas, cervezas, ideas más o menos brillantes, piscos de saldo y
contradictoria desidia por comprender mejor el país al que habían llegado con
la sana intención de HACER EL BIEN, así, en letras mayúsculas. Al menos de tal
manera consideraba él que ellos lo sentían, a pesar de no preocuparse ni por un
instante de pasear la ciudad, comer en sus boliches, ayudar con una
mínima moneda a aquellos a quienes repartían la mirada en pedazos de sonrisa más
o menos complaciente. Pero no se permitían el lujo de favorecer de la manera
más obvia una mínima porción de la mermada economía nacional. Él siempre
prefería caminar por la carretera, entrar en la combi y rodearse del huraño
murmullo de los trabajadores del atardecer, arriesgarse a perder sus pocas pertenencias
por el sigiloso avance de una mano huérfana de monedas. Después, llegar a la
ciudad y buscar la taberna más tranquila en que engullir una cena escueta y
apurar una considerable cantidad de pisco. Eso le hacía sentirse mejor pero, en
el fondo, no se creía tan distinto a sus compañeros de voluntariado, y… la combi reducía velocidad. El conductor le
hacía señas acústicas con el claxon.
Ya en el interior del vehículo, amortiguado por el mustio
parloteo de los campesinos que, tras arduas horas de siembra, emprendían el
viaje a la ciudad para intentar arañar migajas o monedas con el producto
culinario a que sus manos, durante el día, habían conseguido dar a luz, pudo
abrirse paso entre la marabunta de petates, cubos, sacos de papa y útiles de
labranza, hasta el asiento del que aquella señora de mirada amable despegaba a
su pequeña hija para indicarle a él que podía ocuparlo. Agradeció e hizo una
carantoña a la chiquilla que, sin queja alguna, se acomodó en el regazo de su
madre.
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Los kilómetros se difuminaban al ritmo de polvo en nube que, irremediablemente, invadía el interior de la combi asediando ventanas,
rejillas de ventilación y cristales rotos. Por momentos se hacía imposible
reconocer el rostro más cercano, tal era la cantidad de partículas en suspensión.
Él entrecerraba los ojos sin dejar de apretar con fuerza la mochila, temeroso
de los muchos latrocinios que propiciaban tales momentos de nula visibilidad.
Lo más difícil era aguantar la respiración, o adecuarla de manera tal que los
pulmones no quedasen insertos en el ámbar de una insuficiencia respiratoria.
Eso debió ser lo que molestó al pequeño felino, enredado
hasta el momento en el fondo de la mochila, asediado por la turgencia inexacta de la
chaqueta y los irregulares bordes de libro, libreta, bolígrafo, paquete de tabaco,
bolsita de filtros, encendedor, librillo de papel.
Fue entonces que arreciaron sus mallidos (porque los gatos, ya lo sé, mallan y enredan) y la chiquilla
adormilada decidió hacerles eco con gritos de irrefrenable emoción.
Ya no pudo mantener al animal por más tiempo en el fondo
de la mochila. Introdujo sus manos en su vientre, cuidadosa, pausadamente, y extrajo
de su interior la hidrocefálica masa de peluche para depositarla con calma
entre las manos de la niña, no más grandes que las zarpas del gato.
Arreciaron las miradas en rededor. Algún que otro de los
campesinos esbozó una sonrisa.
Los gritos de la niña apenas dieron a su madre para
agradecer el haberla depositado en su regazo a efectos de que él
pudiese tomar asiento. No fue necesario, la mujer se encargó rápidamente de retribuirle con una sonrisa amplia como sandía recién asesinada que permitiese a la chiquilla tomar al gato entre las manos, independientemente del aroma a estercolero
que este exhalaba. Y al momento: no se
preocupe, yo estoy acostumbrada a cargar con la niña, además ella prefiere,
toma más fácil el sueño, aunque ahora no dormirá, es seguro, hasta que usted
se baje, mírela, le encantan los animales, jugar con ellos, en el
campo hay hartos perros pero pocos gatos, la verdad, muy pocos, perros sí, pero
ladran y son poco de amistad y a Yeni no lo gustan, pero este gatito se ve le encanta, si consigo plata suficiente quizás le compre un gato para que
juegue con él después del trabajo...
El trabajo. Sí, otra chiquilla trabajadora. ¿Qué edad
tendría? ¿Cinco? Puede ser. Seis a lo sumo. Y sus manos, más sucias y
desgastadas que la piel del gato. El
trabajo le gusta, no lo hace mal, eso asegura su madre. La recogida de maíz no es de lo harto duro que
hay en el campo, y si la pequeña no la ayudase ella sería incapaz de
recolectar una carga suficiente para preparar los tamales que se disponía a
vender a la puerta del mercado, cuando la pleamar silenciosa de la tarde y la dentadura azul imposible de la bajada.
Después pasarían la noche bajo algún techado público y a la mañana, temprano,
comenzaría la venta de los que no hubiesen podido despachar la tarde anterior.
La niña le ayudaba bastante: no se crea,
es bien viva y llama la atención a la clientela, se acercan con más
facilidad a nuestro puesto, y de vez en cuando regalan alguna moneda, ese
algo de más que sacamos nos permite regresar en la mañana para de nuevo iniciar a recolectar.
Así que ahí se veía, preguntándose quién, hoy, puede hablar así, cómodamente apoltronado y en cordial
coloquio con la amable mujer, contemplando a la niña hacer cosquillas al
pequeño felino que, momentos antes, se asfixiaba de costuras entre los retales de basura
que bordean las callejas de la comunidad de San Simón.
El gato parecía haber recuperado la calma. Mordisqueaba
los pulgares de la pequeña. Hambriento, se proclamaba y los restos orgánicos que
deformaban las manos de la niña parecían ser suficientes para dar de comer a
una camada entera de animales de compañía. Surcos como grietas geodésicas
reteniendo miríadas de oscuros gérmenes en deleitosa procreación, como una
escena microscópica de un relato perpetrado por el Marqués de
Sade.
El animalillo mordía y mordía. El efecto de sus fauces, en la pequeña, no iba más allá de una leve cosquilla que se deleitaba en desvelar al resto de
los viajeros con profusión de carcajadas.
El trayecto continuó entre nubarrones de polvo que
anunciaban la tormenta de baches previa al alcanzar la ciudad. Las luces del
día habían ya trocado su espesor de calima por un brochazo grueso de neones, y en las calles comenzaban a arracimarse los vendedores nocturnos y
holgazaneaban, como en probeta de laboratorio, los ensayos de delincuencia que
darían, cómo no, tarde o temprano, violentos y gloriosos frutos.
Como cada tarde, una vez la noche inauguraba su dominio de sombras en esquinas y tenderetes, él desalojaba
los lentes de su rostro, abría desmesuradamente la mandíbula y exhalaba su ya
hediento hálito sobre los cristales, para posteriormente pretender limpiarlos
con el borde más gastado de su roída camiseta. Acto seguido volvían las gafas a
ocupar su lugar habitual, cómodamente apoyadas en el tabique nasal. Intentaba,
con tan teatral aspaviento, recuperar la visión que, en el atardecer, parecía
perderse copulando con la oscuridad circundante y comenzaba a jugarle malas
pasadas. Aunque sabía bien que no era la suciedad de las lentes, sino el
difumine de las callejas atestadas lo que provocaba su desorientación, siempre
ejecutaba la misma rutina. Era consciente de que identificaría sin problema el
lugar en que debía apearse de la combi,
pero aun así insistía en su cotidiano acto de impostada pulcritud. En la repetición
anida el germen de la sabiduría, se decía, y sonreía de manera algo torpe, casi cretina, como si
acabase de recitar un mal chiste a un compañero de viaje hacia los confines del cementerio.
Aquel día su sonrisa se topó de bruces con la carcajada
de trapo de la chiquilla, que continuaba proporcionando al diminuto felino sus
caricias de betún y sus deditos de mimbre viejo.
La madre le miró atentamente cuando él comenzó a agachar
la cabeza intentando enfocar, entre la marabunta humana del interior de la combi, la geografía de piedra de las
calles que se sucedían al ritmo de los socavones y los violentos virajes, y le
preguntó dónde tenía que apearse. Él explicó que no había problema, que conocía
el camino, pero continuó asomando la mirada entre los contornos de los
numerosos cuerpos que abarrotaban el interior del vehículo.
Fue entonces que ella intentó recuperar la conversación
explicándole que les quedaba aún largo camino hasta llegar a las calles
aledañas al mercado. Allí se apearían, y necesitarían ayuda de alguno de los
presentes para poder arriar los fardos que portaban consigo. Él dudó entre
preguntarle o no cómo era posible que cargara ella sola con su pequeña y con
todos aquellos bultos. No lo hizo, pero convino, mentalmente, que en su tierra
natal sería imposible trasladarse así, que no sería fácil encontrar en cada
interrupción del camino alguien dispuesto a echar una mano en tan ingratas tareas. Sólo era un pensamiento. Uno más, provocado por esa manía que
había adquirido, desde que aterrizó de nuevo en aquellas tierras, de considerar a sus
conciudadanos mucho más aletargados por el consumismo y el poder del individuo. En
el fondo sabía que esto no era tan cierto, que aquí tampoco se destacaba el
común de los habitantes por su amabilidad y solidaridad con el prójimo. Pero es
más fácil culpar al país de origen, siempre, de ser la cuna de todo mal ignorando que también es la propia.
El infierno son los otros, se repetía mentalmente. Sí,
esa fue la frase que legó a la posteridad el alegre Jean Paul Sartre. No
recordaba en que libro se hallaba la manida frase. Era en una de sus obras de
teatro, eso no lo dudaba, pero, ¿cuál? Mientras dudaba entre La puta respetuosa y A puerta cerrada, recordó que el gato de
Sartre se llamaba Nada. Un nombre muy acorde con el carácter del pensador, aunque demasiado deprimente. Es fácil tener un gato llamado Nada y creer que el
infierno son los otros, aunque se trate de aquellos que se guían por idénticos
impulsos vitales que uno mismo. Tal vez, entonces, el infierno seamos nosotros,
quién sabe.
Perdió de vista, por un momento, la sucesión de
irregulares intersecciones que configuraban el transcurso de su habitual
trayecto, extraviando momentáneamente la noción del tiempo y el hilo de
kilómetros que se enmarañaba en un punto concreto, en el lugar en que él debía
apearse.
Sabía que muchas de las taciturnas personas que viajaban
junto a él, en el destartalado interior de aquel vehículo, trocarían su
cercanía con el sueño por un repentino despertar en que ayudarían a la señora a
depositar los bártulos fuera del mismo. Cómo los transportaría hasta el lugar
en que decidiera, aquella noche, establecer su negociado portátil, era distinta
cuestión. No obstante, para demostrar a sus lejanos compatriotas que él no
compartía su desidia y afán de superioridad primermundista, decidió continuar trayecto
charlando con la mujer con la sana intención de ser él quien le prestase ayuda
en su cometido. Así aprenderían sus conciudadanos, y los de la buena mujer, de paso, que
el extranjero no siempre es portador de males, enfermedades, conquistas,
violencias... y él podría seguir afirmando, cual Sartre de arrabal,
que el infierno son los otros.
Un nuevo socavón en la calzada provocó otro de los
tremendos vaivenes que, redoblado en su violencia por la desvencijada
maquinaria de la combi, balanceó a todos los viajeros en un movimiento como de reloj de cuco ebrio, lanzando a unos contra otros y a todos
contra asientos y cristales. La niña exclamó uy, y el gato reemprendió su mantra de mallidos quejosos. El mismo gato
que le había llamado la atención, hacía escasa media hora, y que había provocado
que ahora reposase su pelaje enlodado sobre la harapienta faldita de la
chiquilla sin edad ni futuro.
Al contrario de lo que hubiese sucedido en su ciudad
natal, se dijo él, no se escuchó lamento ni imprecación alguna. Nadie amonestó
groseramente al conductor, y al inicial desbarajuste de cuerpos y fardos sólo
sobrevino el más absoluto silencio. El infierno son los otros, y los otros son
los occidentales, pensó de nuevo para, al momento, contradecirse al ver los
manejos de uno de los tripulantes en el bolsillo del que más cerca de él se
encontraba, aprovechando la tumultuosa situación. Dudó entre decir algo o
guardar silencio, pero la mujer que estaba junto al carterista puso fin a sus
desvelos reprendiendo a aquel que, con la misma precaución que hasta el momento
había guardado, sacó la mano del bolsillo del vecino y la introdujo en el suyo
propio.
El infierno son los otros... y los otros son todos los
demás.
Quizás fuese esta recién adquirida certidumbre lo que le
llevó a afianzar su intención de mostrar que él era distinto y dejar pasar, sin
remedio, el lugar en que habitualmente descendía de la combi tras gritar al
conductor baja en la esquina. Sí, él
ayudaría a la señora a descender sus bultos y a su pequeña hija. Estaba
decidido. Y casi al mismo tiempo de tomar tal resolución, recordó que debía
hacer una excursión al pueblo ese del que tanto hablaban sus compañeros de
voluntariado, donde un amable anciano dispensa ayahuasca y cobijo. Al fin y al
cabo, Sartre quizás decidió que el infierno eran los otros tras alguna de sus
repetidas ingestas de mescalina.
Ya tartamudeaban las luces del mercado, titilantes de
abandono. Él se preguntó cómo era posible que la mujer fuese a pasar la noche
en tan desapacible lugar, vendiendo tamales a las cuatro sombras que por allí
paseaban su pesadumbre de horas vacías y preparando los que vendería al día
siguiente, con el amanecer, a los trabajadores de la madrugada.
Casi a la par que la mujer gritaba baja en la puerta del mercado el gato redobló sus desamparados mallidos
y la niña hizo lo propio con sus risueñas carcajadas mientras le cogía a él de
la manga de la camiseta y le preguntaba a voz en grito ¿por qué llora tanto?
Él, por un instante, mientras se ponía en pie para dejar
a la señora ir acomodando sus bultos en el pasillo, quedó mudo y sólo pensó lo ignoro como ignoro por qué tú ríes.
Ellos siempre ríen, concluyó sin verbalizarlo, mientras le explicaba a la pequeña,
adelgazando la voz como si se dirigiese a un duende o un muñeco de cartón: es un pequeño gatito que está solo y triste
porque su mamá se ha marchado sin él, no como la tuya que siempre te acompaña,
¿ves? La mujer le disparó una sonrisa a bocajarro que definitivamente le
animó a decir a la pequeña: ¿te gustaría
cuidarlo para que ya nunca más vuelva a sentirse solo?
La niña miró a su mamá y gritó, cercana a la histeria, ¿puedo, mamá?, ¿puedo quedármelo?
Él comenzó, entonces, a dudar si el infierno, en vez de
ser los otros, no estaría en uno mismo, que en estos precisos instantes añadía
a la carga de trabajo, prole, hambre y bultos de la buena mujer, la crianza
inesperada de este pequeño y maloliente felino cabezón.
Ella musitó, con un tono cercano a la reverencia, gracias, amigo, muchas gracias, sonrió a
la pequeña, la espetó un brusco apurate,
y comenzó a agradecer también, al hombre que minutos antes intentaba agrandar
su de seguro escueto salario con el del bolsillo ajeno, el hecho de que
estuviese ya disponiendo los bultos de maíz cerca de la puerta de la combi.
Pretendió hacer una digna despedida del bufonesco
balanceo de mano que dirigió a la niña y al gato mientras volvía a preguntarse
si el infierno, en verdad, son los otros. Tomó asiento de nuevo y, sin querer
ya asomarse a la ventanilla más cercana, sonrió al frustrado ladrón y le
agradeció con voz muda el que hubiese colaborado para que la señora pudiese
bajar sus fardos.
Ahora debería estar atento a las calles. No sabía bien
cómo volver a casa. Posiblemente alguien le ayudaría a encontrar el camino que él ya había aprendido a llamar hogar sin comprender qué cosa era esa.
Mientras esperaba su avión de regreso, en el aeropuerto,
el extranjero pensó que, aparte sus besos y caricias nunca aprendido si ciertas, sólo dejaba en
esta tierra un gatito cabezón. Estaban los niños, sí, pero a ellos nunca les
había visto llorar tan desconsoladamente. Tal vez debería dar la razón a
quienes afirman que la vista es el más culpable de los sentidos. A quienes
dicen que es más fácil ver la paja en el ojo ajeno que la viga en el propio.