lunes, 28 de octubre de 2024

un dios salvaje y blanco

Sólo una rodaja de luna y un deambular exacto hacia ese lugar del crimen donde siempre regresa el criminal alumbrado por las pedradas de luz de una noche a la que olvidaron ponerle el pañal. Sólo un par de cañas mal tiradas, un desacierto de vendimia y tu mirada multiplicada en verde oliva oscuro negro casi azul casi verbo. Vamos a ver a Nick Cave, me decías, temblor en la voz todo filigrana de sepia que no se sabe desangrar. No vamos a ver a Nick Cave, amor, él va a verte a ti, más bien. Yo únicamente te lo susurraba. Y los dominios de Marte, dios de la guerra, de la virilidad y el ensanche, también de la cultura y de la primavera, que es puro dilatar, mientras entre tus pestañas como siega temprana se afilaba el temblor de una noche que nadie intentaría siquiera igualar. ¿Nadie? Nunca temblor es nadie si hay tripartito repartiendo la baraja. 

The last time you came around here, it was to rescue me resuena en mi mente antes de bullir en la garganta del bardo australiano. Y yo ya casi ni recuerdo esa última ocasión. Pero soy incapaz de olvidarla. 

¿Dónde estará Nick Cave en estos precisos momentos, Munay? ¿Puedes imaginarlo? Sendoa se lo pregunta y, de paso, te lanza el cuestionario. Pero recuerda que no hay respuesta errónea. Tomando un vino, como tú, me susurraste. Tomando un vaso de agua en que reflejar su faz antes de emprender el aquelarre, como tú, susurré yo hacia mis adentros. 

25 de octubre de 2024. Munay me lleva a ver a Nick Cave mientras el australiano me invita a contemplar más y mejor a mi hijo, objeto de miradas y sonrisas milagro de los circundantes. Can you take care of my child? I need to go to the bathroom. Y la irlandesa sonríe y dice: your child is beautiful. You are beautiful, aulló, después, el sacerdote impolutamente encorbatado, cuando ya abandonábamos la iglesia. You are beautiful, repitió la irlandesa comprendiendo el plural. You are beautiful, se desangró, gritando, el chamán. Pero ya no estábamos. Ya sólo éramos tres, santísima trinidad del sueño y el daño, perdidos en las calles de Madrid y a punto de emprender el vuelo hacia los islotes del desgarro. Munay sólo tiene diez años. Y la liturgia la comprendió casi ayer sin sentirse religioso ni cristiano, lo siento, Nick. 

Nunca estuve en NYC ni asistí a una misa gospel, pero ya he circundado en dos ocasiones el milagro y he gritado cry, cry, cry a la par ya que ese you are beautiful que todo lo contiene. Como tú contenedor de mi mirada más perdida, de mis manos cuando garras arañan vino de empedrado, marea calma porque no te advierte y pasillos de vuelos lejanos masacrados por las hordas del jolgorio que no atienden, nunca, al daño. 

Dios se hizo salvaje y blanco en Madrid, mientras los pecados palpitaban ignorantes de que quedarían a medio consumir. Devino el profeta advirtiendo la llegada de un dios salvaje y yo quedé, poco después, en ese limbo extraño en que se acunan los ángeles que saben que habrán de caer. Un dios salvaje y blanco como tus manos, como su sonrisa lirio, como las tumbas en que anidan adioses de precipicio y simas en que arañan cumbres tus miradas cuando me lo dices sin decirlo y yo me tatúo en la piel la dermis de un sueño que bien pudiese ser el falo de un ángel o la digestión de un lotófago, como tus dedos labrados por Bernini y tu tráquea cuando atropellada por mi corazón, como la infancia de tu abrazo, la jungla agitanada de tu dorso y tu respiración a la contra. 

Nick Cave aullaba y tú. Y yo, claro, comprendiendo que dios bien pudiera ser salvaje y blanco como la garganta negra de los cantos tribales y la cúpula encapsulada de las tormentas que deciden inquietar el vuelo de aeronaves sin saber que en su interior habitan corazones extirpados por los muñones de la distancia. Nick Cave elevó sus manos y entre sus dedos, ya tuyos, milagros florecieron masticándonos las encías. Munay, tan hermoso, tan pleno, creo que nunca recordarás cómo sonreías multiplicando otra sonrisa casi atlántica por más que perdida entre callejas de barrio olvidado en algún suburbio en que desearía la Callas hacerle coro al bardo australiano. Nick alzó una pierna y un zanco elevó tus pestañas milagro mientras otras se desvestían pinturas que nunca necesitaron. Nick sonrió y susurró you are beautiful y tus dedos hicieron de los míos barro y brotó entre nosotros un dios salvaje y blanco. 

From her to eternity fue grito de guerra y tú me preguntaste qué quería decir y yo te grité canta y no intentes comprenderlo, ojalá nunca tengas que hacerlo. From her to eternity abandonando un hostal enfebrecido de silencios no pronunciados y caminando el dorso de una marea que en lo más hondo de mi garganta se hace esquirla. Canta, Munay, canta, salta y grita y después el mareo y ya es hora de abandonar el templo. Llegarán días en que camines como papá con rodillas desolladas el Gólgota de los sueños. Pero no todavía, así que ahora salta y canta a un dios salvaje y blanco como las encías que me sueño cada noche cuando te canto sólo para contemplar el milagro de tus párpados trenzados en sueño y descanso mientras muerdo el delirio de tu fase REM, el sendero invertebrado del descanso. 

Un dios salvaje y blanco y un abrazo fugaz y cálido como las brasas sobre las que tuercen pupilas las sardinas recién rescatadas de la vida para alimentar nuestra voracidad de espanto y labios cercenados en el momento inaugural del beso. Un pasear, en soledad, las deslavazadas mareas de un puerto. Un perderse en recovecos que sólo en nuestro interior anidan. Los peces no saben nada del deseo, mueren hacia arriba y Nick Cave es un fantasma que con sus prédicas te moldea los labios. 

I'm transfroming, I'm vibrating, look at me now. Te he sentido palpitar. Nos he sentido palpitar, a nosotros. Nos hemos sentido y somos dos pálpitos y otro más, que nos contempla como tercer ojo de esa santísima entelequia trinitaria que a tantos nos hizo comulgar y aun sentirnos culpables del pecado. Sólo un dios salvaje y blanco elegantemente vestido de traje chaqueta con los bolsillos repletos de dados puede recomponer, en su taller de timbre y yunque, los recorridos de una femoral, el pulso inguinal y el cordón umbilical antes de que alguien decida desgajarlo de un mordisco que, inverso, sin saberlo, recomponga su recorrido.

Tus dedos, Munay, hijo, se alzaron hasta copar esos cielos que yo, después, recorrería soñando el cielo de un paladar que desembocaría en tormenta y paseo ebrio por las calles de una ciudad que nunca me quiso. Tus dedos, Munay, hijo, recomponiendo el cielo de Madrid cuando es todas las ciudades. Y tú sin saberlo. Pero no olvides, nunca, que Nick estuvo ya, antes, aquí, y sólo regresó para cantarte you are beautiful.

My hand searching for your hand searching for my hand searching for you hand searching for mine

And I will always love you.


lunes, 7 de octubre de 2024

soy un accidente

Proceso de inmersión. Letras que afilan hoces que ya quisieran labriegos para mejor alimentar a su prole. Dos años deambulando cicatrices, o tres, qué más da cuando el tiempo es mies de espejos que crecen para que te asomes a ellos a verles la barba crecer, cana y desordenada. Proceso de inmersión, ya digo. Cualquier vidrio que soporte tu mirada permite, también, una inmersión en la nada. La música de Diego Vasallo como vórtice ahíto de vísceras y cicatrices. Su música, sus lienzos, su milimétricamente adecentada lírica recién llegada del mercado, plena de adquisiciones dispuestas a vaciarte de esperanza. Dos años para escribir un libro. Pues tampoco es tanto, dirán. Pues no, al menos cuando no tienes más que hacer que aporrear un teclado que da verdadero asco. 

Las guitarras se afilaban como mis uñas ansiosas por arañar los surcos de vinilo excesivo con que la noche nos cantaría una tonada henchida de estrellas tímidas y lunas que amasabas entre tus manos mientras gemían rotura los diques de la madrugada. Los vidrios chocaban deseos y deseo sembraba la escarcha de los días detenidos a mayor gloria de una realidad que nos extirpaba. El humo, ya sólo mío, en los pulmones, entre los cláxones y la velocidad del casi inicio de semana. Tantos días. Tantas páginas. ¿Para qué? 

Un acorde y el latido acordonado y afuera la mar y el oleaje y las rutas que no sabemos emprender, por desiertas o porque no dejan de crecer. Un bisturí en la garganta. Un reguero de plasma contra la superficie mate del espejo cuando refleja tu voz más desafinada. Esa que no recitó, anoche, su breve poema con perfil digital de animales que entre dos corazones infartados se encuentran y se reconocen deseando reconocer el sendero a recorrer. Y yo, de nuevo, a acribillar sin sentido el teclado, como si desde un lejano oriente me llegasen aromas de sándalo y pachuli pirueteando a borbotones la calma. 

Escribe, me decía, antes de asomarme, cada noche, al espejo por ver si de una maldita vez encontraba algo distinto a este remedo de tez con las pupilas mal afeitadas. Escribe, me decía aunque no dejase de preguntarme para qué. Y las palabras danzaban e izaban banderas, y piratas enmohecidos entre cofres repletos de pirañas devorando saltamontes mientras el silencio me arruinaba. Afuera la ingravidez y las enseñanzas del turismo todo a cien entre corales y ciempiés de falanges que no eran mías por más que aún las soñase ancladas a estos tendones que fuerzan el teclado, una y otra vez, una y otra vez, deseando despiezarlo. 

Humo y la voz de Diego y otras latitudes en que anegan burbuja los anhelos. Acuática sinfonía del exceso cuando deviene cianotipia de un sueño. Y mis uñas del revés y mis pupilas sin remo. Tantos días. Tantas páginas. ¿Para qué? Intentarlo ya es dejar rastro. Canes vendrán con el hocico fusilado por lo verdadero inexacto sólo para acabar orinando allí donde mi esperma recreó gaviotas con el pico hecho de costuras invencibles y patitas como antibiótico antiocaso. Vendrá la lluvia y de nuevo, mojado, ladraré verdín contra todas las esquinas de esta realidad que me sugieren para claudicar ante la democracia de lo real no realizado. 

Proceso de inmersión y comenzar de nuevo por ver si llega algo que valga la pena a este foso de herrumbre en que danzan mascarada las hienas cuando la realidad se descubre nacida mal y de antemano. Y la música siempre, marchitando las esquinas de este espejo ante el que me descubro igual de feo pero más viejo. Canta Diego y yo tecleo deseando confirmar que ha merecido la pena.



martes, 24 de septiembre de 2024

los perfiles del abismo

¿2019? ¿2020? Ya no recuerdo, sólo me muerde aún el frío y una sonrisa infante emparedada entre el cordón umbilical del terror vivido cuando se antoja futuro a desentrañar. Líbano, frontera con Siria, campos de refugiados como veleros marchitos sin más marea, a lo lejos, que las cordilleras en que muerden talones niño la ventisca y el muñeco de nieve sin zanahoria porque se la comieron en reparto democrático de a pedacito por cabeza.

Después, a la noche, la luna de Beirut y el lunar soñado para poder aniquilarse los sentidos y, tal vez, por qué no, ese corazón que no ha detenido su palpitar mientras lo paseabas entre tanto ruido que aquí, en Occidente, siempre lo es de fondo, de taberna moderna sin aperitivo y rejonazo entre las costillas del fin de mes a cambio de unas sonrisas que bien podrías compartir en lo más recóndito de tu propio hogar. Pero se impone salir, festejar, brindar y pagar el alto precio que marca el comercio a las ganas de seguir sintiéndose vivo. Saberse vivo ya es el brindis. Pero salimos, bebemos, comemos, consumimos alimentos que enflaquecen y nos hacen más escuetos, dando de lado a ese latido que todo lo puede. Para mejor anestesiarnos, para mejor aniquilarnos en la huida que nos han impuesto. Y es que yo no quiero huir, si no es hacia adelante, siempre, como Rimbaud y como él haciendo bandera de mi corazón cuando lo eriges en puro pálpito.

Caracoleaba las callejas de Beirut y escuchaba las charlas de quietud de la cachimba, labios morenos y piel bravía, siempre el miedo por dentro, ese temblor en la saliva de quien no sabe qué hacer con su vida más allá de seguirla a los dictados de genios de la pirotecnia que saben imponer su lógica de animal invertebrado. El gobierno. Los gobiernos. La aristocracia del armamento, que a tantos da de comer aquí, en Occidente. Daños colaterales y la revuelta, la resistencia, otros dictados, bien sean religiosos o sentimentales. Todos, al fin, tenemos miedo a la huida, más si es hacia delante, mucho más si es a lo hondo de lo que verdaderamente ansiamos. En Beirut reinaba el jolgorio, pero se aquietaba cuando las autoridades adelantaban el reloj de la madrugada. Entonces tenías que patear Gemmayzeh dejándote guiar por tu olfato. Olía a hembra libre y hedía a barro. Olía a tabaco mascado y a hachís bien apaleado. Reptabas hacia un sótano y los muros eran música y humo y síncope y carne y ladridos como canto de castrati ante ti glotón y arrodillado. Lejos, en la frontera con Siria, infancia se soñaba con calzado. Yo me drogaba de piel al arrullo del reloj que nunca tuve para poder regresar, al día siguiente, a los campos de refugiados.

¿2019? ¿2020? Ya no recuerdo más allá de aquellos rostros acribillados por el hambre y desentendidos de las marcas que marcan los atletas de la barbarie en los dorsos de sus manos cuando dejan libre albedrío a un puñado de falanges que aprietan botones como quien gatillos de hambre de papel moneda y coche caro. Después: la explosión, el conglomerado de carne sin recorte que pueda recomponer el puzle de una sola pieza en que la vida se esmera para mejor poder llegar a vieja. 

¿2019? ¿2020? Ya no recuerdo, y 2021 se acerca en este machihembrar tragedias de las que sólo se continuará conociendo el inicio. Nadie presta atención a los daños colaterales que dejan tras de sí, reguero de sangre quieta, los finales. Duele Líbano en incendio de pedernales. Duele el paso del tiempo cuando no proporciona más que plasma en regato perdido. Duele la mirada niña perdida en una pesadilla de pañales ensangrentados y la mordida cruel al vacío cuando es lo único que te abraza. 

martes, 3 de septiembre de 2024

la memoria es un lugar equivocado

Ensoñarse en los fantasmas bondadosos de la memoria. Bondadosos y de falaz cautela, pero afables al contrario que otros, esos que cascabelean cadenas entre lo no vivido pero recordado como si tal. Ensoñarse, por tanto, y sumergir los sueños en vino barato. Tan económicos son, mis sueños, que los regalo mientras los riego, por ver si le crecen fronda a la uva que han querido engolar con nombre pomposo: Orgullo de Barros. Como mis sueños: orgullosos de chapotear el barro a pesar de que los regalo. Nadie quiso venir a esta fiesta de cumpleaños.

Orgullo de Barros, Ribera del Guadiana, cooperativa Nuestra Señora de la Soledad. Pues eso. En soledad, bebo, aunque poco, ya digo que es vino barato. Ribera del Guadiana, Badajoz, aquella ciudad en que me perdí enmascarado. Carnaval y una furtiva zorra que tardó en quitarse el disfraz. No teman. No es machismo micro ni exabrupto macho. Su atuendo era idéntico al mío. A mí me disfrazaron intentando que emulase a Errol Flynn, pero sin cuerpo cavernoso propicio para aporrear un piano. Pero cómo cabalgaba Errol Flynn, y cómo me perdí yo, y cómo nos descabalgaron, a ambos, nuestros propios caballos. Mejor así, libres ellos, salvajes. Tantos años ya que ni me acuerdo. Siempre odié el carnaval. Tal vez fuese por haberme visto obligado a calzar disfraz. Tal vez porque no conocía a nadie, en aquel tumulto de alarido y exceso vacío e inconexo. Hasta que ella me miró convexo desde detrás de su antifaz de zorro impar. ¿Nos conocemos? Lo dudo. Pero qué mala noche. Perdimos los caballos y las espadas de marcar zetas en las paredes, y todo fue un deambularnos torpemente, haciendo eses.

Vino barato, digo, y aquel que tragué lo era sin duda. Nada que ver con los delirios de grandeza de este Orgullo de Barros, crianza 2021 aunque sin lírica nota de cata. De su etiqueta nunca brotará un poema. 

© Ian C. Bates, cortesía de la red
Al día siguiente la frontera, Portugal al otro lado de dónde, a descansar la resaca en un bar de carretera lusa para hacer acopio digestivo de toda la carne que mi sistema ídem fuese capaz de soportar. Algarabía de la carne poco hecha. Efervescencia de los jugos gástricos intentando eliminar los taninos mal deglutidos. Y la grasa ejerce su labor. Vomité a orillas del puesto fronterizo. Pero la mirada del funcionario de turno no pude vomitarla. Tampoco la suya sin antifaz. Ni siquiera ya recordarla. Ni falta que hace. Demasiado alcohol erróneo en vena. Exceso de memoria traicionera.

El caso es que ahora bebo vino barato y no resulta tan malo. Como los sueños cuando equivocados, cuando económicos e incluso regalados. Porque proveen momentos de gloria en que los sientes languideciendo vidrios soplados con fuerza desde un vientre que logra detener el tiempo, extender el instante y provocar en tu dicción alguna sandez radiofónica elogiando la calidad de la uva y el aterciopelado tacto con que te humilla las papilas gustativas para dejarlas por siempre presas de un gusto que seguirás, hasta el fin de los días, saboreando. Y eso sí lo recuerdas. Alquimia de la memoria buena, la no envenenada por más exceso que el que deseas te exceda hasta el hálito postrer.

Sueños regalados. Vino barato. Ya es septiembre. Agosto pasó con un único simulacro de incendio. Han aprendido mucho las autoridades forestales, tras tantos años de fuego provocado. Tal vez demasiado. Cuántos incendios no sufrieron, en tiempos recientes, las tierras extremeñas. Me dijeron, hace años, que ella marchó de Badajoz. Todo lo que tenía su familia, un puñado de tierra y dos tejados, desapareció arrasado por el fuego. Pues bien, aunque lo siento. Pero es que no recuerdo su mirada, menos su piel. Dermis no calcinada entre los dedos es simple materia de la memoria equivocada. Además, creo que ya lo he dicho, aquella noche todo fue alcohol malo. Cuántos incendios no habrán visto aquellos ojos tras el antifaz de los años. Cuántos incendios no he gozado yo, pirómano del instante, avanzados los años, libre de telas que enladrillen la memoria. Pero pasó agosto. Y un sólo simulacro de incendio. Eficazmente sofocado, agentes forestales demasiado bien entrenados.

Otoño ya se adivina mientras recuerdo correrías de carnaval que olvidé y me adivino otro mal trago. De vino barato y sueños regalados. No hay envoltorio que recomponer. Como las pavesas, están expuestos. Si alguien los quiere, los regalo. Allá ese alguien lo que haga con ellos, lo que de él o ella hagan ellos.

lunes, 12 de agosto de 2024

la palabra es un virus


 Aquí me quedo,
aquí con ella
Enrique Bunbury

Destruye y apacigua y regenera y te proporciona la lucidez de la que careces, de tanto en tanto, cuando la luna es una broma que juega al escondite usurpándote sus húmedos volúmenes de pez insensato y luciérnaga arrumbada al más profundo desamparo. La palabra puede, te susurra una voz que ya hubiese querido Sinatra. Y tú te lo crees, y llevas a lo hondo esa dicción que formula tus propios deseos. Ojalá supiese yo usarla, utilizarla... a la palabra, claro. La palabra es puta de bajo saldo y se deja pervertir incluso sin transacción monetaria, disculpen las y los adalides de lo políticamente correcto, pero la carne sólo es de quien la merece, y eso no admite trato.

Vengo de días como menstruaciones, batallando contra el dolor y la hemoglobina que no da bien en las teleseries de lo contemporáneo. La sangre ya no sienta bien ni a los niños del apartheid mahometano, que importan más que yo, por niños y por futuros inmediatamente exterminados. Y acudo a la palabra y en ella me refugio, y bajo ella hago acampada que huele a musgo, muslos y miel y, sobre todo, a sudor que puede extirparse del correteo ebrio de caballos, acordes, unicornios o tajos en los labios. Amar la palabra y regresar a ella y agradecer la que te regalan. Esa es toda la batalla en que, una y otra vez, agradeceré ser vencido. Es una cuestión personal. Entre ella y yo. Porque la palabra puede y es victoriosa cuando sólo es tinta o berbiquí digital dispuesto a perforarte los párpados.

Hoy que pienso en la palabra, hoy que comprendo por qué la amo de esta manera loca y a la par consciente y recia como la sangre que aún me bombea el corazón conocido y el otro. Hoy que pienso en el libre revolotear de las ideas, un amigo al que amo me cuenta de cómo estas hacen nido en otras mentes que no por menos generosas dejan de ser lúcidas y valientes. Uno escribe, cuando puede, cuando no le queda otra, cuando se comprende invadido por un virus insoslayable, sin fin ni principio y carente, sobre todo, de principios más allá de los que le imponga la virulencia de la palabra. Las ideas no tienen dueño, y ojalá dure siempre su vuelo de pájaro no domesticado, su graznido de cuervo nunca amaestrado.

Me enredo y sólo quiero decir que hay quien usa la palabra para mejor amancebar el salario, y quien la recibe para violarla en la intimidad del pensamiento manso, ese que, sí, se sabe humilde y cauto. Hoy he vuelto a Tánger y tú, que nunca has estado, me has llevado. A ti me entrego y, nunca lo dudes, en ti me quedo. Todo lo demás será literatura de la mala, de la que esparce ejemplares a espuertas y llena las arcas del acordonado mercado en que habitan los mercaderes de la palabra que, igual que los mercaderes árabes arribaban a Tánger con un suculento cargamento de esclavos, arrecian hoy a las puertas de este mercado libre forjado entre andamiajes de rejas que no conocen sus costuras. 

La palabra puede, y la mimo y la violento y la violo y la pervierto y la dejo que me folle con maneras de verbo macho mientras sólo pienso en acariciar su piel de duda y esparto, lamer su miel de grieta y amianto, contemplarla temblando sobre la sierpe temblorosa de mi erección más amarga, esa en que ella se contempla poderosa y brava, esa sobre la que ella se deshace en gloriosas verborreas de latido y sangre recién lamida del sable que implora emprender una nueva batalla, cada día.

Las ideas son libres, pero por encima de ellas siempre estará la palabra: virus que no dejaremos de amar. Como nunca a quienes la gozan mientras nos clavan las uñas en la espalda.

P.J.Harvey&Nick Cave ©Dave Tonge


sábado, 3 de agosto de 2024

reivindicación del mono

Me asomo al abismo desde el teleférico que surca las cúpulas del cielo en su trayecto de ida y vuelta sobre la ciudad de La Paz. Munay esparce su jolgorio niño como quien confecciona bombas de racimo con las nubes. Desde arriba, ya casi alcanzando las planicies de El Alto, imagino a Robert Plant aullando whole lotta love. Led Zeppelin, el martillo de los dioses. El mismo que pareciese haber descargado su último golpe contra el altiplano para forjar en revés las miles de vidas que pululan lo hondo de esa abismal herida en la tierra que supone La Paz. Quien no se ha asomado al abismo no llegará a comprender, jamás, el sentido que pueda tener la vida. Quien no lo ha habitado saldrá de esta ileso, pero sin haber vivido. 

Días de acantilado y memorias de despeñadero para un futuro incierto. Días de hacerse torniquete con trapos de saliva huérfana, de suturarse llagas con briznas de esperma tartamuda. Días de desaparecer hacia dentro sólo para descubrir el vértigo, y sacar a pasear al antropoide que cantaba Umbral en su Mortal y rosa. Asimilo que me habita un antropoide que, con el paso de los años, se enseñorea de mis placeres, mis sueños y mis días. Un antropoide dispuesto a golpear en la sien a la mujer que logre desaparecer, con un juego de manos que ya quisiera el más exquisito mago, a todo el género femenino. Manos afiladas en uñas que uno necesita roturándole surcos en la piel. ¿Dónde la sangre? Contemplo mi pecho y me horroriza descubrirlo intacto. Así que paseo con Munay un verano apócrifo y un Madrid infartado de turismos zafios y paellas de saldo. A ver si logra, de nuevo, reventar de fiesta y balbuceo los ecos del acantilado. Y es que Munay golpea más fuerte que los Zeppelin, aunque su tronar no sea tan bravo.

Claudio me habla desde Denver. Confluimos, de nuevo, ambos lejos de Bolivia. Él por obligación, yo porque prefiero recordarla para no intentar comprender por qué no comprendo nada. De eso me habla Claudio, justamente, aparte cuestiones más importantes, de lo irracional que, lo siento, hermano, no se cura con la edad. Años haciendo de lo irracional bandera para, justo ahora, cuando ningún abismo me aterra más que aquel contra el que no pueda despeñarme, desear un poco de raciocinio para avivar el incendio. Se me cruza el fantasma de Umbral y pienso en mi antropoide sosteniendo en una mano una antorcha y arrastrando con la otra, toda garfios y cabellos, a la hembra que no se decida a salir de la cueva. Porque el antropoide es sabio, en ocasiones, a la manera de Platón y ningunea la intimidad de la caverna. Mi antropoide, en ocasiones, aterra. Podría dar rienda suelta a sus más bajos instintos, los únicos que ostenta, en cualquier lugar. En la esquina de una calle sin siesta, en las escaleras del Metro, a la luz de la tarde en un parque y hasta en un vagón de tren, siempre que este le conduzca hacia un futuro en que poder reivindicar que sus más bajos instintos despiertan aromas que ya quisieran los hacedores de arboledas y los mártires ferroviarios. Ya dejó escrito, el poeta, que lo que aterra es, llegados a edad en que sólo nos reivindica el animal, que se nos muera el antropoide.


Todo esto, claro, no se lo explico a Munay, que aunque vivaz y despierto aún tiene por delante una vida en que su antropoide permanecerá enclaustrado tomándose el tiempo necesario para imponer su reinado. Por eso paseamos Madrid rodeados de muertos baleados por un granizo de verano tullido e inexacto, y buscamos al antropoide en exposiciones bizarras, por orientales, y jugamos con orientales palillos a devorar pescado crudo. Cuidado, ¡qué viene el antropoide!, le digo tras naufragar en mi paladar un pedazo de salmón muerto. No lo entiende, y el sushi no es de su gusto, y está bien que así sea. Mientras, los dioses han decidido dar un martillazo al cielo, y se desangra en cartas de amor el vientre de esa hembra que es el firmamento. Cartas de amor que sollozan un aluvión de humedades que bien podrían portar, calle Atocha abajo, todo un murmullo de peces que puedan dar a la mar. Crudos, pero aún vivos.

Sale el sol, de nuevo, y caminamos calles como quien surca vertederos. Los turistas ejecutan selfies y se emborrachan a la vereda de erbianbis que antaño sólo contuviesen ebriedades de ancianidad y soledades mundanas, y un yonqui sin plata se retuerce en una esquina soñándose víctima de sobredosis. Munay agarra mi mano y yo le pido que la apriete más fuerte, porque tengo miedo. Él me pregunta qué me aterra y yo le respondo que pensar que se me pueda morir el antropoide, pensar cuánto tiempo podré soportar el mono. Él no lo entiende. Suena contradictorio. También le explico que temo la hondonada abismal de La Paz, donde florecen monedas que se beberán de mala manera muchos de los que habitan El Alto. Y para poder soportar el mono le narro una vez más aquellos viajes que no puede recordar, aquellos trayectos en el teleférico que recorre los cielos para enfurecer a los dioses forzándoles a descargar torrencial lluvia de miserias sobre los habitantes de una ciudad que no logra conciliar el sueño. Tan cerca están las estrellas, tan abajo y tan profundo, en plural, los sueños. La Paz, creo que ya lo dejé escrito, es la única ciudad en que lo que debería ser sur, por más profundo, lo habitan ciudadanos de billete fácil y juerga meditada, mientras que lo que debería ser norte, por más elevado, mastica los pies de quienes se mastican jornadas hechas sólo de hambre.

Logramos derrotar el calor y regresamos a casa para encogernos frente a la enorme vacuidad del ventilador. Dejamos que cante Neil Young, que se desperdiguen sus palabras como asesinatos en serie bajo la tienda de campaña con que hemos ninguneado el salón. «Words», en su versión de 15 minutos. Munay prefería «Alaska», pero ya le explico que no está lejos de Canadá y que si escucha a Neil comprenderá que algún día podrá desaparecer como Greta Garbo y mudarse a ese poblado inventado que tanto le gusta. Y yo, también contigo, que regresas a casa demasiado acalorada. Necesitas una ducha. Mi antropoide reclama tu sudor. ¿Cómo solventamos, amor, tal disquisición?

sábado, 8 de junio de 2024

decenios

2014 boqueando años salobres. 

Huir de un país al que hui para desconocerme un poco más, perderme en chicherías y sonrisas niña, malabares de espuma como la mar juega peces en sus esquinas, y ya 2024 y cuando los bares deciden echar el cierre, increpados por los camareros salimos despacio, sin haber pagado, cargando una maleta de sonrisas como futuros que nos reptan la médula espinal y otra verde a lo Brando, falsa pero blanca cuando vacía de palabras, ya disponemos esta enciclopedia de ansia que nos regalamos al ritmo al que desperdiciamos caricias que no lo son y miradas que se insertan en la base occipital de nuestros anhelos. 

Para qué palabras si ya nos regalamos casi todas… casi todas, porque aún nos restan párrafos que descorchar, ganas de expresarnos y mordiscos que albergamos en la rueda de reconocimiento en que, recluido, un universo se desea felicidad como en un fade out de Neil Young

Y tras el silencio los pasillos del aeropuerto, abandoné Cochabamba en vuelo y siempre el desvelo, y ya dejé escrito que odio los aeropuertos, su mnemotécnica inviable de filigranas que se sueñan continentes en las pupilas bovinas de viajeros que han de esperar el chascar dedos con que el negrero les regale tiempo en que se sueñen viajar y conocer mundo y expandir el conocimiento. 

Y yo de viaje desde que en 2014, con la tinta rugiendo las venas me decía cuántas historias que contar, tanto por escribir y hoy, 2024, nada de lo que importa en lo escrito. La misma historia, la vieja historia dirán quienes no tienen historia que contar. El tiempo no descansa, como el óxido atrapa todo lo que de valor puede haber en el interior incauto de un conglomerado de poleas y matraces que urgen émbolos porque se saben fugaces, mortales. El tiempo, infartando conductos que nunca imaginaste pudieran ser violentados por su furor asquerosamente macho. El tiempo, ronroneando verdades que no deseas enfrentar pero arañan mientras juegas a ignorarlas, enquista en tus pasos pedazos de fragilidad. Piel de reptil, osamenta de cristal. 

¿Cómo no seccionarte el aliento con los bordes de un calendario? Sé que tomarías otra cerveza y yo, egoísta, sólo ansío contemplarte enhebrada por el sueño, quieta salvo en tus músculos más incautos, esos que fotografío para la posteridad que no llegará. Sí, claro que quiero, deseo, necesito beber contigo, y beberte, hasta la embriaguez. Pero turbinas me anidan y émbolos, ya lo dejé dicho, máquina soy, fuerzan maquinarias y máquina es producción, y cosecha y sobre todo siega, por mucho que sea incalculablemente minuciosa cuando he de yacer contigo, sangre obliga, nacer dentro de ti para inquietar la madrugada y prometerle que no llegarán las horas bajas. Y es que necesito descansar, eso que llaman dormir. 

Dispara te digo, mientras tus labios entreabiertos hacen acopio de noche y la luna se llena de ti para envidia de morabitos y pavor de vecinas que buscan por los rincones arañas a las que seguir su teje que teje el día de mañana. El tiempo pasa. El tiempo y la luna tricotan delicados redobles de nieve sobre la piel de tambor cuando tu vientre ignora quién lo respira. 

Dispara te digo, y yerras el tiro y sangro y duele y no hay vitamina que me consuele porque el cuerpo es tacto y es tiempo y es sonrisa y nunca espanto. Pero espanta contemplarte desde tan abajo y, tan lejos, recordar 2014 y quererte reptar más allá de 2024. Muslos, relojes y aviones. Fuego cruzado. Miembros de cristal. Sonrisas de payaso, ya no el triste ni el contrario. 

Diez dedos para contar diez años. Locomoción y el camino por delante y un conejo que siempre llega tarde.

lunes, 6 de mayo de 2024

en el camino

Te preocupa que te deje.
Nunca te dejaré.
Sólo los extraños viajan.
Siendo dueño de todo,
no tengo dónde ir.
Leonard Cohen

A algún tugurio de la España, vamos, decías y, una vez más, conducías mis pasos entre vidrios que se habrían de romper rayando la madrugada, Dennis, hermano. Sólo había sido otra semana de dejar perderse pelotas de malabar en los resquicios del asfalto. Los niños columpiaban su temperatura lechón a ritmo de monociclo, pedían dinero entre los autos, asfixiaban con sonrisas los faros y los llantos de llego tarde a casa, otro bloqueo, puta, ya es tarde y hoy es jueves noche de machos. 

En Cochabamba, ya no recuerdo, puede ser que sí, los jueves eran noche de machos, de hembra los viernes, o al contrario, pero había un día estipulado para los desvaríos noctívagos de una y otro siempre en compañía de los de su propio sexo. En sexo, tal vez, pensé en más de una ocasión, derivarían tales riesgos. Tú me desmentías, Dennis, sabio, que toda noche es suplicio cuando sólo se busca la semilla del trago para reverdecer la violencia o el llanto. Y nosotros lagrimeábamos sobrios y etéreos, dolidos pero aún enteros, al filo de otra madrugada que daría en nada. Regresar a casa, ¿qué casa? Aquellas cuatro paredes y el mugido de un gato y el ronroneo liebre de mi Munay todavía perdido en el extrarradio rosa de latidos y muérdago por venir del vientre materno. Le acariciaba, por sobre tu vientre, a él acariciaba. 

Cochabamba quedaba lejos, afuera, tan sólo el murmullo de mar muerto de aquel río Seco que acunaba nuestras noches con su murmurar tan sólo vertederos hasta que llegase la siguiente crecida. Y Munay crecía y en mi interior algo sabía que no se sabía nombrar porque le faltaba aliento. Y hoy, a años luz, me recuerdo y me pregunto si soy un faquir o sólo un remiendo. Enfrentar el pasado y no dolerte de él. Únicamente contemplar, desde afuera, cómo te ha conformado. Aún tiene movilidad e incluso deja rastro en algunos senderos. Cada día menos, lo comprendo ahora que sólo sueño con horadar caminos alejados de todos y todo lo que logre dudarme, como frente al espejo, si aún me reconozco. Pueda ser que lo haga, pero nunca me recomiendo, y la hembra es sabia y sabe mirar y es por ello que tal vez lo único que me regale sea alejarme de su aliento.

Algún tugurio de la España y una botella de vino comprada en un tinglado con telarañas de sombra mordiendo la comisura del labio ciego de la caserita, que no te regalaba las buenas noches si no le aumentabas el peso en la mano al verterle las monedas que compraban aquel vertido en que, después, nos precipitábamos. Y hablábamos, Dennis, y siempre aparecía Scarlet y mi loco empeño en soñar su sonrisa crecida en gana de morder la vida. Tú me decías haz algo, hermano, sigue luchando que ya no se aproveche más el gringo estos niños son tu norte. Y hoy se me antoja sudario. Hoy todo lo que amo se me antoja sudario mientras brindo por los pasos perdidos no con Aranjuez, Dennis, que acá, el vino, aunque más caro, duele menos el paladar. Que lo que duele, siempre, es la distancia y por eso sigo anclándome al sueño del nonato y preguntándome a qué huele el mañana cuando ya conozco todo aroma para mi futuro y sé que es frustrado.

¿A qué huele el mañana? Nunca me lo respondiste. Pero sé cómo aroma Munay las estancias y las impregna de sueños en que, para huir la pesadilla, escalo ramas de bambú ansiando alcanzar el cielo. Que lo toqué. Que lo he tocado. Mira mis huellas dactilares y comprende por qué se borraron. Porque el cielo quema y tal vez sólo Luzbel sepa cómo se desorienta el paladar, tras el amor, como tras el alcohol, para quedar seco de distancia y algo así como acartonado.

Caminábamos Cochabamba y llegaba la hora de regresar a casa. Munay ya estaba naciendo. Pero La Cancha me llamaba, con su plenitud de orines, sus trapicheos mugre y sus maneras de sándalo encendido sólo a mayor gloria de quienes no llaman futuro al método de buscarse el trago o el alimento cada día. Nunca lo supiste, Dennis, o sí, pero tomaba el taxi y pedía al chófer que me regresase a La Cancha. Ahí veía niños boquear entre mareas de plástico, me dolía de los míos, que me esperaban al día siguiente ejercitando músculos y mandíbulas antes de la hora de la comida, y regresaba al verdaderamente mío cuando ya casi nacía, para acurrucarme en la frazada mercurial de su latido. Angie abismaba pupilas en mi deambular por la casa hasta recogerme en murmullo de porvenir al que hoy, desorientado, hago eco con mi desvestirme en el cuarto de baño, triste desnudo, declive por más que lo nieguen: el futuro es esto que hoy, esto a lo que tú recompones, cuando se te antoja, los pedazos.

En las calles aún podía comprender el jeroglífico exacto que habían tallado en lumbre Scarlet y el resto de malabaristas del hambre cuando a lomos de monociclo. Y un puñado de pelotas puro trapo recomponiendo el asfalto. Es tarde, aullaba la caserita, y te marchas o te marchamos. Hora bruja de recoger los trastos. Tú ya acariciabas los sueños, Dennis, y yo aún andaba perdido en Cochabamba tanto como esta noche ando perdido en mí pensando sólo que lo más sano, a pesar de adulterado, sería emprender, de nuevo, el camino.


martes, 26 de septiembre de 2023

de mayor quiero ser poeta social

de pequeño me enseñaron a querer ser mayor,
de mayor quiero aprender a ser pequeño
Enrique Bunbury

Ahora, que se ha acabado el verano y todos regresamos al redil para no sentirnos desubicados, paseo las calles estrechas. No las amplias avenidas. Porque en lo estrecho, la luz es un milagro. Como cuando separas las patas de un cangrejo y te invade, antes de saborearlo, el fulgor de todos los milagros que la sal compuso para tu paladar, arrebatada cual Wagner soñando valquirias mientras otros le soñaban invasiones a sus pentagramas y a los cuerpos que nunca se soñaron desahuciados. Y de pentagramas están hechas las calles estrechas. Y todo es música en ellas. Y los alrededores son mercado en que no deseo comprar.

Porque ya pasó el verano, y la ansiada ansiedad por comentar a familiares y extraños los deambulares de tus pasos por el orbe han quedado muy atrás. Y no han impresionado a nadie. Todo ha sido una competición de kilómetros acomodados, sonrisas de Instagram y dineros malgastados.

Ahora, que se ha acabado el verano, volvemos a recluirnos en nuestro pequeño mundo raro. Y yo sólo sueño con agarrar la mano a mi madre y susurrarle al oído: mamá quiero ser artista. Pero eso, hoy, suena algo así como desangelado. Así que le susurro que, de mayor, quiero ser poeta social. Porque formamos un conglomerado de carne cruda al que alguien debe reprender por seguir erigiéndose en rebaño. Y ser poeta social ayudaría a más de uno a sacudirse el barro. Eso pensamos, los que nos deseamos creer poetas y, además, sociales, cuando, llevados por la angustia existencial soñamos haber encontrado el camino hacia la redención siendo pastores de almas perdidas, como el gimnasta aquel de las barbas y los panes y peces haciendo orgía entre sus labios. 

Y el camino era de espinas, como la corona del mesías. Pero a mí, los panes, sólo tú me los provees, entre fogones y caldos de buena añada. Y los peces: hacia dentro, cuando nadan con maneras de salmón tan feo como mi cuerpo desdoblado en gimnasias que se desearían soviéticas y dignas como el proletariado pero quedan en naufragio.

Así que, finalizado el verano, he decidido que mi mayor deseo es ser poeta social y cantarle versos al deambular esclavo de los parias de la tierra que habrán de erigir sus manos para reclamar su pedazo de pan sin multiplicar, el fin de las ayudas de panes múltiples para los de siempre (esos que llegan de lejos con el cuchillo entre los dientes) y la seguridad del fin de mes numerado con las cifras de un salario falso. Cifras, números a los que cantar para ver si así se multiplican como pescado chapoteando el milagro de la lotería navideña en caudal de sonrisa ante las cámaras que afilan las envidias de los fracasados sin remedio.

La Navidad acecha en esas oficinas de El Corte Inglés en que ya diseñan campanas para otro año que tañe todo lo que a nadie atañe, salvo si es poeta social. Y las uvas se me atragantan, antes incluso de rozarlas con labios que hoy sólo desean esa bala en su recámara que sabe a uva no domesticada y anda presta a invadirme la tráquea.

Ni poeta, ni social, madre, ya ves, y no me reprendas. Pero me sirvo otra copa de vino, porque no cejo en el empeño.


 

jueves, 3 de agosto de 2023

la temperatura errónea de los días de verano

Hay días en que la vida suicida a un nómada mientras muchos transeúntes de la irrealidad se toman fotos en lugares exóticos o inhóspitos que la realidad nunca les quiso regalar. Cosas del veraneo y el me voy de viaje con o sin doble sueldo. Sí, en este terruño todavía hay merecedores de pagas extra, que bien reciben, con mandíbula desatada en soflamas de agradecimiento al dueño. Cosas de hidalgos y siervos, así estamos. Y por eso decidimos colonizar la costa y aquietar con nuestra temperatura de orines el baño plácido de las medusas y los delfines.

Llega agosto y cierra España, como tras Santiago. Aunque hasta Santiago también se acercan hordas de penitentes del jolgorio de postal. Ese que se hace pasar, al regreso, por musculado, beato, dolorido y espartano. Y así nos va. Y así nos luce el pelo (no hablo por mí, ahora, que luces pocas si refiero a mi cabello). 

Afuera, en la vida real, personas que no debieran, mueren. Afuera, en la vida real, quien más merece un fragor de humedad para no morir otro poco, languidece de centígrados y no hay termostato que los aquiete. Afuera, en la vida real, las copas también están llenas, pero de minutos perdidos que crujen más que la espuma de cerveza. Afuera, en las costas del destino, todo es un deambular desorientado y una lágrima al filo de los noticiarios que aún nos transmiten, en prime time, el baño orondo del oficinista a saldo al que los hijos increpan, más sabedores de la vergüenza que habrán de soportar cuando el otoño les regrese al colegio y sus compañeros de clase les regresen al rubor de haber visto bailar lorzas orgullosas, a orillas del Mediterráneo, a su propio padre. Pero él, al fin, salió en el noticiario. Cosas de la caló. O cosas de Warhol. Los niños se preguntarán por el sentido de la vida o caerán en el abismo pensando que el universo se expande.

Hay días de verano en que el invierno muerde con dentadura más feroz que la que se le presupone a todo infierno. Días de perder las noticias porque pierde el que, de verdad, con barbada ferocidad, te las quiso estar, durante años, contando. Días en que descubres que hasta el Death Valley estadounidense, el lugar más caluroso del planeta, se llegan hordas de turistas para fotografiarse junto a un termómetro que muestra el declive de todas las civilizaciones. No miento, lo leí en la prensa. Y no era bulo, me he permitido ese sano ejercicio de constatar lo que leo cuando pretendo informarme. Me enseñaron otros que hoy ya no, esos que se van y duelen. 

Sí, leído y constatado. Los habitantes del citado valle de la muerte languidecían de ídem por el calor, hasta hace poco. Ahora la temperatura no importa. Aquel lugar ha entrado en las rutas de los touroperadores, y aunque Belcebú continúa celebrando allí sus bacanales, los lugareños ya tienen dinero a espuertas y pueden adquirir prodigiosas máquinas que les acondicionan el aire. Miles de turistas dispuestos a sufrir temperaturas que superan los 56º sólo para instagramearse y sentirse inmortales. Mientras, otros mueren, y no pueden contarlo como sabrían: mejor que nadie. Otros que han recorrido batallas y han salvado el pellejo para despellejarnos el sentir de las víctimas que nunca soñaron disfrutar de estos períodos vacacionales, víctimas de la vida cuando se pone seria y nos recuerda que somos mortales.

Pero no hay batalla alguna, a día de hoy, más allá de la foto que fotografía tu cara de foto fotografiada en el instante en que te juegas la vida para salir en la foto y sentirte fotografiable. Disculpen, el teclado ha estado bebiendo, y para mí 30º en solitario son más calor que el del ciclista que ha dejado atrás al pelotón y se acerca a meta henchido de Euritox. Y sí, me sé mortal. Por eso sólo ansío un baño de calor inmortal y una instantánea que incendie todo de pasto crecido hasta límites inconfesables. Y soñar con una tierra sin calor de averno. Y con la aniquilación de todo aquel que lo jalea ignorando lo real sólo por salir bien en la foto y regodearse en la oficina de sus vacaciones pagadas con broma mortal durante todo el invierno. Y de paso, por qué no, que sigan viviendo quienes aún estén dispuestos a contármelo. Y de paso, por qué no, que me regales otro baile de fuego y que nos mordamos rodajas de carne y rabia de sabernos tan mortales. Y  hacerlo eterno aun a costa del fragor de los relojes.

Porque, al fin, aunque tantos lo nieguen, somos mortales y la temperatura es importante.