A lomos de caballito de totora arribamos a las islas de los Uros, Lago Titicaca en la cartografía peruana. La cartografía del desastre llegaría después, renaciendo al animal que sufriste terminal. Pero no, el animal se anima, como lo susurraba Aute: ánimo, animal. A lomos de caballito de totora recién despedidas las costas de adobe roto y gargajo fúnebre de Puno.
Después Taquile, a lo lejos, ya en embarcación más segura, menos fiera. Más fea, pero Eliana a babor mojando sus manos en las aguas del lago y sonriendo niña como el sol cuando acaba de descubrirse embadurnado de sangre en pleno parto. Es extraño ver amanecer en el Titicaca. Eres consciente de que despiertas a distinta hora que el resto de la población. Casi 4.000 metros de altura. La altura, siempre, es perspectiva. Por eso nos miran mujeres desde la altitud de sus tacones para recordarnos el lugar exacto que debemos habitar. En ocasiones, pensamos, el que debiéramos evitar. Pero lo habitamos y comprendemos que el hueco melódico que despiertan al empedrado, aunque sea de ciudad caduca, es aquello que llamamos vida.
Vientos de escarcha como cirugías de basílica pentecostal. Luna traviesa atraviesa el vientre del amanecer. Porque luna siempre fue la cara oculta y lo escondido siempre es lanza en un costado o costillar fisurado. Remaba, el apesadumbrado costalero del día a día. Para acercar alimento hasta Taquile es necesario el beneplácito de esa mar detenida y arrumbada entre costas que conforman un lago a una altitud que roza los 4.000 metros de altura, ya lo he dicho. El lago de los cielos. Y los cielos buscando a quién en su recorrido inverso.
Eliana me miraba, sonreía y murmuraba no hay drama esta noche dormís en casa, papá y mamá os cuidarán. Yo detenía la marea falsa del agua en sus pupilas como de barro recién parido por la mar que no lo era. Imaginad un mar a tanta altura. Un mar henchido de nubes. Un mar que vuela. Un mar. Un Mediterráneo que decide desgarrar el oleaje para llevarlo a volar. ¿Hacia dónde va? Lo ignoro, pero sé que, en ocasiones, él sí conoció el destino.
Eliana era su nombre. Eliana, luz o antorcha derivada de la deriva de la lengua y la perversión de la palabra. Que el nuevo lenguaje debe nacer de la piel, ya lo vengo diciendo últimamente. Que lo sepamos edificar entre los pliegues que me edificaste cuando tu lengua me surcaba el envés. Que sepamos pronunciar, y nada más. Eliana, por tanto, extraño nombre para una adolescente peruana nacida en lo más alto de la más alta isla del planeta. Taquile, en su punto más elevado, allí donde habitabais tu familia y tú, Eliana, claro, superaba los 4.000 metros sobre el nivel del mar. Qué mar, me preguntaba una y otra vez acostumbrado a los mediterráneos atlánticos cantábricos sin haberlos aún conocido de verdad. Sin haber bebido de ellos recién nacidos de tus labios.
Recuerdo que subí a lo más alto, cigarro en mano. No lo pude consumir. La estocada final se la di al siguiente, sentado en el punto que coronaba aquella cumbre carente de oxígeno, mientras esperaba que mis compañeros de fatigas, belgas adolescentes bien bregados en el escarnio de la musculatura, me dieran alcance. Después me dijeron que jugaba con ventaja porque mis pulmones ya estaban arrinconados por el exceso de nicotina y la carencia de espacio. Lo di por bueno, nunca me gustó dañar al ajeno cuando sonríe. La joven belga, bien es cierto, me miraba extraño. Después, en la noche, pasando más frío que ella, la soñaría en el interior de mi saco en vez de en el que portaba su pareja: ojos azules, rubicunda flacidez, rubio lacio y sinsentido sobre sus hombros de europeo universitario.
Pasé más frío del que nunca sentí. Me sentí, de hecho, morir. La garganta me la arañaba la altitud, y trasegué litros de agua donde hubiese deseado alcohol de alta gradación. A las dos de la mañana salí, buscando huida o refugio, al patio todo adobe y siglos desconcertados de aquella vivienda humilde. Ahí estaba Eliana, aún tricotando a la luz breve y lánguida de la luna, con ojos achinados de oriente desnortado, textiles que al día siguiente debería llevar hasta Puno para malvenderlos a los turistas más atolondrados. Ahí afuera me esperaban sus niñas manos ancianas de gélida ventisca y aridez sin remedio. Ahí su poca comunicación con nadie más allá de sus padres, que ya dormían. Amaneció mientras yo necesitaba dormir y soñaba el calor. Termostato que ella intentó, pero del que no me supo proveer. Cierto es que todo llega, como ella misma me advirtió.
Sus manos y las mías recortaron un pedazo de su artesanal trabajo. Me pidió que lo utilizase como regalo. Nunca incumplo una promesa y lo regalé. En ocasiones, quien regala pierde. Lección aprendida. Por eso ahora acumulo regalos entre estas cuatro paredes que quizás mañana se muevan hacia otras latitudes o no entiendan por qué las he habitado. No fue por mí, susurro mientras acaricio el atribulado gotelé. No fue por mí que fuiste hogar, no lo olvides, susurro mientras arrastro mis labios junto a la juntura de un ventanal de altos vuelos. De Taquile aprendí que el hogar no es estanco. Además, allí arriba, se me acabó el tabaco. Pero al fin, ya de día, con una colcha remendada de mugre que me entregó Eliana, logré dormir.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
soy todo oídos...