Aprendí hace tiempo, ya demasiado, que se puede hacer hogar en cualquier sitio. No importan geografía ni raíces. No somos árboles y hogar no es un espacio acotado sino el ronroneo de una gata/gato, las caricias pugilísticas de un merodeador infantil de sueño inquieto, el sudor cuando es tattoo de sol recién amanecido entre la tribu del aliento, un único par de copas de vino, el ensayo de un delito lírico, una respiración que te brota inversa desde afuera del pecho, un puñado de cuadros desemparejados en la inmensidad de lo capturado entre sus marcos, varios libros rescatados de la cueva de Alí Babá, una sonrisa en que aún ríe la abuela, la mirada vidriosa del hermano cuando varios alcoholes trasegados, un despertar con dulce o con cerveza a destiempo, el humo de sándalo copulando con el del hachís o un par de sándwiches preparados a la hora en que decidamos repetir desayuno. Por qué te resultan tan ricos, Munay, hijo, si en cualquier lugar y los haga quien los haga los ingredientes son los mismos. El ingrediente que los hace especiales para mí sólo lo utilizas tú, me respondes
Un hogar se puede trasplantar. Como un árbol, un diente caído o un puñado de cabellos que siguen creciendo hacia dentro. Pregunten en los cementerios. Más difícil resulta trasplantar vigas, hormigones, pilares, paredes de ladrillo o de barro, eso que seguimos llamando casa. Como cuando niños jugando al escondite: ¡casa! No me puedes tocar. Estoy a salvo y no pierdo. ¿Qué perdíamos, cuando niños, si todo era ganancia sin economía? Ganancia de la verdadera. Aprendí hace tiempo que casa es simplemente arquitectura mientras hogar sólo se habita con sangre. Pero resulta que descubro, con ya determinada edad, que una casa también se puede trasplantar.
Caminábamos senderos de Galapagar, Molly al frente, tropel de pereza hermosa los demás y tú, hijo, intentando atrapar su ajedrezado trotar de can todo sonrisa. Todo colmillo del que despedaza el cariño para que podamos ser capaces de digerirlo. Tan inmenso. Tan bello y todos con el caminar como de costalero que porta la penitencia del verano. Y de repente aquella casa, como engendro nacido de una cópula del Kubrick más siniestro y el Lynch que tan a placer se perdía en carreteras sin eco. Y de repente el último verano susurrado por Mankiewicz a los oídos de Elizabeth Taylor. Al ver la casa cerré los párpados porque sabía que te encontraría mirándome como lo hacía la Taylor cuando en sus pupilas había más mirada que pupilas.
El impulso arrancó y danzó desnudo pero aún pudoroso entre los tules de la ensoñación. Queríamos saltar entre sus muros, desordenar la hojarasca que rodeaba aquella casa abandonada. Queríamos hacerla hogar. Pero desapareció. Apenas un año después, la casa desapareció. Y cómo lo hizo no alcanzan siquiera a imaginarlo Lynch ni Kubrick. Tal vez este último sí hubiese podido comprenderlo. Lynch, aunque pueda parecer lo contrario, era más cerebral. Kubrick, inducida su visceralidad por los cuentos para no dormir perpetrados por Stephen King hubiese imaginado en la serranía madrileña un nuevo hotel en que ubicar su habitación 237.
Escribo y no se me entiende. Soy consciente. Tampoco es que me importe mucho. Últimamente escribo párrafos que me arranco de la piel. Por eso, quizás, no son fáciles de comprender. A pesar de ello intentaré desnudarme como las máquinas anatómicas de la napolitana Capilla de San Severo. Para que se me entienda: hubo una casa estilo años 70 en Galapagar. Una casa en cuyo interior y alrededores soñamos revivir los 70 y montarnos un happening que nos lograse dispersar, en estado de lírica ebriedad, por las casas aledañas, una performance con que embadurnar de temblor y misterio a los allí congregados, un spoken word sin freno aullado a la luz de la luna a la que se asomaba Kerouac cuando se lo permitía el no tomarse una copa de más. Todo muy hippy, en apariencia, pero nada que ver. Soñamos revivir el punk, porque el punk, ya lo tengo dicho, es amor del verdadero, nada que ver con las flores y los mantras de ciertos adinerados y, por tanto, desocupados, viejos jóvenes norteamericanos. Una casa en que soñamos hacer hogar y que, de un día para otro, como por arte de magia, como conejo que prefiere regresar al sombrero de copa, como copa de madrugada solitaria y por tanto inversa, desapareció sin siquiera dejar rastro de haber existido. Ni pilares ni fierros. De cuando la especulación es tan voraz que roza lo fantasmal. Número 97 al que soñamos alargarle la vida otros 97 años. Pero desapareció, la casa, como abducida. Y ahora sueño con los ingredientes que podrían revivirla para que amasásemos entre sus cuatro paredes un verdadero hogar. Momentáneo y portátil, fugaz e inmemorial, como debe ser. Como es. Tal vez nos faltó tomar el impulso necesario para dar el salto. O saltamos ya en el vacío de un lienzo de Hopper o un relato de Carver.
Munay remolonea a mi alrededor como gata seductora e indolente, en la cocina de esta casa a la que los dueños han decidido elevar el precio de habitabilidad ignorando qué cosa es el hogar. Deposita en mi pecho una simiente de saliva y me susurra que el ingrediente especial de mis sándwiches es su propio nombre. Instante del sueño recién inaugurado en que le vuelvo a escuchar. Hipnagogia esta y otras que me regresan al hogar. Son períodos breves, finas rebanadas de piel que Kairós me regala, soy consciente, pero bendito precipicio de acotaciones temporales si me recuerdan que puedo hacer hogar en cualquier sitio.
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