miércoles, 31 de julio de 2013

ojalá...

Nos agasajan las cabezas pensantes de la televisión pública española, estos días, con tremebundas recomendaciones que más de uno, en vez de criticar, debería quizás tener en cuenta. 
Como muestra un botón: ante el acuciante problema del paro, la ausencia de horizonte laboral (según algunos lo laboral es vital, lo digo por si alguien no ha reparado en la gravedad de no poder ser empleado en ninguna cadena de producción de las muchas en que han convertido esta feria de vanidades que es la vida occidental), la carencia de ingresos, recomiendan los noticiarios públicos dedicarse al rezo y la oración (católicas, of course). Según la información a que hacemos referencia, el rezo como alivio de la ansiedad que pueda provocar el desempleo sostenido en el tiempo es recomendado por los más afamados psicólogos (¡ay!, si Otto Rank levantase la cabeza). No sé, afortunadamente no sufro tales ansiedades, pero tal vez no sea mala terapia la que dictan los informativos, ya digo.

Hace poco decidí emplear el breve tiempo que paso ante la pantalla en visionar un film canadiense de reciente estreno y afamada polémica, Inch'allah. Quizás atraido por ese ojalá mahometano, tan grato a mi oído, tal vez por las críticas con marcado cariz político que había despertado en ciertos sectores de la sociedad.

Aparte de controversias, pude disfrutar/sufrir una narración cinematográfica de rotunda y desgarradora honestidad, filmada con pulso firme a pesar de los terremotos emocionales que sus imágenes y silencios puedan llegar a causar. Una nueva historia situada en el eterno conflicto entre Palestina e Israel, un nuevo catálogo de las inmundicias a que pueden conducir los vericuetos del poder y el afán de superioridad que se aposenta en las rancias enseñanzas de antiguos dioses que nunca debieron haber visto la luz. Pero en esta ocasión pude acercarme a los rostros, sentir su respiración, observar el desarreglo de las líneas que mal escriben las vidas de demasiados inocentes y de no pocos culpables, sin perder por un momento la noción de que uno y otro concepto pueden ser perfectamente intercambiables. 

En la película, una de las protagonistas, palestina, asiste impotente al fallecimiento de su primer hijo por obra y gracia de las leyes de esa nueva selva en que florecen muros en vez de árboles, documentos en lugar de hojas silvestres. Lamento el spoiler (¿lo he escrito bien?) que sigue, pero sin él no tendría sentido esta entrada: la citada mujer decide acallar las voces de angustia que desgarran su latido haciéndose inmolar con el ánimo alevoso de llevarse por delante a todo aquel que pasea una de las más transitadas calles del Jerusalén en llamas alrededor del que giran las nefastas consecuencias de tanto odio soterrado. Hasta alcanzar ese anticlímax violento y desgarrado, la película nos ha regalado una galería de personajes cuyas más íntimas dudas podemos advertir y compartir, nos ha situado en el ojo del huracán de la ignominia y el desprecio, nos ha paseado por calles como campos enlatados y por interiores como madrigueras infames, y ha vapuleado nuestros sentimientos para lograr que seamos un poco más humanos.

Pienso que la joven suicida de la película no tuvo la fortuna de contemplar en televisión las recomendaciones de entregarse al rezo para calmar la angustia de un futuro sin horizonte, ni laboral ni vital. Aunque, tal vez, sí que asistió a otra de las noticias de alto valor informativo que nos regaló, hace unos días, la televisión pública española. Nos advertían, en esta ocasión, de los riesgos que encarnan las procaces actitudes de no pocas adolescentes que se entregan sin reparo alguno a la cuestionable moda de vestir ropas provocativas de esas que muestran mucho más de lo que ocultan. Afortunadamente, acompañaba la preventiva información la opinión de más de una sufriente madre que tiene que asistir a diario al vergonzoso espectáculo de contemplar a la sangre de su sangre convertida en poco más que una prostituta de extrarradio. El punto de vista humano, siempre ayuda a comprender las desgracias que asolan la Madre Tierra.

Decía en un inicio que no deberíamos menospreciar las recomendaciones del Ente Público. Tal vez la joven musulmana de Inch'allah sólo pretendía calmar la ansiedad que le provocaba apurar a sorbos amargos una vida sin horizonte, sin puesto de trabajo remunerado, entregándose al más puro de los rezos que puede conocer el humano: ése en que el feligrés entrega cuerpo y alma a su Dios. De paso, por el camino, se lleva a unas cuantas jóvenes de ésas que visten minifalda para lucir más vistosas. Basta una explosión para calmar la ansiedad y dejar vacantes un puñado de puestos de trabajo...los de aquellos que, a causa de la deflagración, ya no llegarán a la oficina al día siguiente.

Si se encuentran en paro y les hieren las noticias televisivas, les recomiendo pasar por el cine a ver Inch'allah. No calmará su angustia, pero tal vez, después, decidan dedicar un par de horas al rezo, y reencuentren la calma en la seguridad de que un Dios, allá arriba, cuida de ustedes. ¡Ojalá!

domingo, 14 de julio de 2013

bienaventurados los viciosos

Vengo del abandono vegetal del Trópico, de la desbandada de guacamayos ensuciando de color la noche de la jungla, de charlas como paseos en compañía de tu propia sombra, cuando ésta, más que oscuridad, es alergia de luz. Vengo, por resumir, del Paraíso. Y no hay serpientes parlantes ni manzanas de doble filo a la luz de los farolillos que agasajan la palabra y la camaradería inauguradas por la espuma de unas cervezas que no pagan más impuesto que el de la ebriedad bien entendida y mejor compartida. En el Trópico, ya digo, compartir un trago es alargar el momento del diálogo y la cercanía.Y regresar al catre es intentar anular el recuerdo de aquellas noches incendiadas en nicotina y alta gradación alcohólica de una juventud que ya apenas creo haber vivido.

Pero la memoria juega al escondite y se aparece, de tanto en tanto, como queriéndonos advertir que nunca fuimos tan presentables y dignos de confianza como aparentamos a día de hoy. Es entonces que me atropellan recuerdos de noches gastadas al ritmo de rock de garrafón y tabaco intoxicado en THC, alboradas como revoluciones de la nada en que escondíamos nuestros más vivos deseos, cuando la ebriedad y la ausencia de horizonte tiznaban de melancolía los placeres y los días.

"¡Vicioso!", te decían tus padres, cuando el vínculo fraterno se deshilvanaba en las frases inconexas con que intentabas animar la humilde cena familiar, regresado del tráfago de alcohol adulterado, revestido por un aura de nicotina festiva y torpeza de fin de semana.

Y "una cosa es libertad, pero otra bien distinta es libertinaje, así va el país", escuchabas mascullar a tu progenitor, indignado ante tu aspecto de mendigo de centro comercial dos en uno. Él trabajaba duro para poder proveerte educación y alimento, y tú malgastabas el frágil vidrio de su sudor entre nubes de alquitrán y monóxido de carbono, sumergías sus esfuerzos en mareas de Johnnie Walker más fraudulento que tus sueños de un futuro prolijo en felicidades y experiencias.

Regreso del paraíso y leo (prensa cibernética) que en mi tierra de origen han vuelto, los lúgubres teleñecos del mercado, a subir los impuestos al alcohol y el tabaco, una vez más, amparados en su contradictorio socialismo de todo a 1€, ése que les obliga a cuidar de la salud y el porvenir de sus votantes con más encono quizás que el bolsillo de sus propietarios. Y es que el vicio siempre hiere, tanto al organismo humano como al sistema, parece. Los mismos gobernantes del miedo y el tedio oficinista juegan a mermar, por otra parte, la delicada salud de aquellos que les auparon a la grupa insaciable y bailarina del más vicioso de los poderes, y privatizan hospitales, deniegan auxilio médico, tarifican a precio de Givenchy las medicinas y las intervenciones quirúrgicas, ponen cerco a la puerta que intitula como URGENCIAS los desastres a que da la bienvenida.

Mi padre, así me lo dice (conexión cibernética), añora mi vicioso retorno. Tal vez, y eso no me lo dice, para que adquiera vino del caro y, de esta forma, además de celebrar el reencuentro, pueda yo aportar mayor porción de impuestos con que poder cubrir el agujero del gasto médico. Tal vez los tributos que el Estado me intervenga por obra y gracia de mi desmedida ingesta de alcohol y tabaco puedan facilitar que el sistema abone las medicinas que mi padre ya no puede pagar. Tal vez, con mis vicios, pueda él seguir malviviendo un par de años más.

Y yo viniendo del paraíso, donde los vicios son de contrabando. Allá (no todo es perfecto) creen en Dios y en Jesucristo. Yo creo en el Estado, que vela por nosotros con igual celo que el mesías cristiano.

¡Amén!

viernes, 21 de junio de 2013

un domingo después de la guerra

De tapadillo y como con miedo a saben Dios o el Diablo (hay quien asegura que ambos son el mismo ente) qué gobernantes sin rostro, dejan entrever algunos diarios (los menos) entre sus cibernéticas páginas, el prepotente acomodo de gobiernos y comercios en la cálida butaca de la guerra, ese fraternal intercambio de ruindades que el hombre tiene como único modo de hacer patente su hombría. Nada nuevo. Racimos de explosiones que revierten el curso natural de la sangre para enajenar de suciedad y pánico los campos minados del olvido. Flamígeros vuelos de buitres de acero inoxidable y deyección mortuoria. Resentidas ráfagas de escarnio rebanando miembros a los miembros del bando contrario. La guerra, o sea, con buenos y malos, como en las películas. Aunque en la realidad deberíamos comenzar a plantearnos quién es realmente el malo de esta película de alto presupuesto.

Como digo, son escasos los noticiarios que nos informan de este nuevo paso hacia el abismo por el que los países miembros de la hace poco laureada Unión Europea (¿no lo recuerdan? El pasado año, o este, ya no recuerdo, tan gloriosa entidad recibía el Premio Nobel de la Paz) rechazan una petición, encabezada por el gobierno cubano y secundada por todos los países del orbe "latino", de que se promueva el Derecho inalienable de todos los pueblos (sí, también los europeos) a la Paz. Lamentablemente, la prensa que se atreve parece hacerlo con la única intención de seguir desvelando los desvelos del gobierno español por alcanzar la meta en esta loca carrera de idiocia e insensatez en que están convirtiendo la vida de no pocos ciudadanos. Más política, o sea. No hablan de la negativa de EE.UU. porque ahora gobierna allá un negro que sonríe a todos y además es muy de izquierdas (eso dicen).

Allá cuando el mordisco enajenante de la adolescencia comenzaba a mermar la osamenta esquiva de mis neuronas, tuve la fortuna de leer Un domingo después de la guerra, ese nuevo puñetazo en la boca del estómago que el genial Henry Miller quiso propinar a Occidente. Inauguraba aquel catálogo de visiones y vivencias un texto que clamaba Buenas noticias: ¡Dios es amor!, en que el bueno de Miller recorría con su prosa despiadada kilómetros de tierra estadounidense sólo para hacernos ver la génesis de todo lo que estamos viviendo hoy día. Miller como profeta, aún a su pesar, recapitulaba las sangrías a que los actualmente orgullosos norteamericanos habían sometido a los originales pobladores de esa tierra que hoy abonan de petróleo podrido y dólar de ida y vuelta, para pasar de inmediato al tiempo actual y vislumbrar un futuro que ya está aquí, parece, para quedarse. Un futuro en que la maquinaria perfecta de la guerra ha insuflado el miedo suficiente en el ciudadano de a pie para que tome las armas y defienda "lo suyo", sea este concepto lo quiera significar.

Europa navega hoy el lodazal de sangre y vómito de la civilización que no llega, con los mercados como timoratos timoneles temerosos de decir su última palabra, ésa que ponen en boca de gobernantes y demás infelices para que el pueblo no dude de la bondad de su causa, que sólo pretende dotar sus miserables vidas de aparatitos y menudencias de las que ayudan a que el prójimo te mire por encima del hombro con envidia y deseé seccionarte la yugular para hacerse con el automóvil que pilotas y que él nunca podrá porque eso precisa trabajar duro, medrar en la empresa, lamer varios de los despachos en que aposentan sus aparatosas posaderas los reyes del infortunio y vuelta a empezar. Qué importa, pues, una guerra más, si ocurre lejos de nuestras fronteras y no acaba con la Tour Eiffel o el Taj Mahal que tanto soñamos con visitar durante nuestro próximo período de libertad condicional (vacaciones, lo llaman) si trabajamos duro y logramos que la suegra se quede al cargo de los retoños. Ya digo, qué importa si permanecen en pie las 7 nuevas maravillas del mundo porque las del mundo antiguo quedaron depredadas y extintas al paso brutal de lobotomizadas tropas de guerreros a quienes se aseguraba un mendrugo de pan a cambio de desvencijar el físico demediado del oponente.

¡Guerra!

Brenda Venus, última amante de Henry Miller (cortesía de "la red")

¡Guerra!

Sí, guerra: estado natural del ser humano. La paz...¿quién desea la paz? Es evidente. Todos desean la paz: una paz hecha de jirones de sangre ajena y telas mal cosidas por los niños de la explotación mercantil. Una paz en que aposentarse a la llegada del trabajo, de ser posible sin tener que soportar la reprimenda de la mujer por haber ido a tomar, con los compañeros de oficina, esa copa a cuya líquida sombra poder comentar, con simulada calma y baba mal digerida, las físicas bondades de la voluptuosa secretaria que ha logrado que en estos días el fútbol pase a segundo término en las conversaciones de pasillo rancio y cigarro mal apurado.

Así pues: loable la honestidad brutal de la Unión Europea y sus secuaces, con España a la cabeza, al no permitir que se pierda más tiempo en redactar otra, la enésima, declaración de buenas intenciones. Guerra, es lo que necesitamos. Vender nuestras armas para que los operarios que trabajan en la factoría que las provee a gobiernos corruptos del tercer mundo sigan manteniendo un salario que les permita darse una alegría, de vez en cuando, invitando a la parienta a un spa todo incluido. 

Claro que, deberían, los gobernantes, tener en cuenta que, en ocasiones, la guerra da inicio entre la ciudadanía que abandona la ensoñación para enfrentear la realidad más cruda. Como en Turquía, por ejemplo. ¿Que no estáis al tanto? Perdonad, olvidaba que la prensa internacional es prensa e internacional porque sutilmente extirpa la realidad a sus lectores mientras les incita a consumir el periódico del domingo al que acompaña un DVD con el mejor cine de autor y un tropel de páginas con el peor chismorreo de patio de vecinas. Pero...¿acaso no tenéis internet?,  ¿a qué esperáis pues para informaros? "En realidad, ¿qué vemos y escuchamos en la actualidad? Lo que los censores permiten que veamos y escuchemos, y nada más (Miller dixit, lo de Nostradamus era un fake).

Parece que en Turquía suenan tambores de la guerra. 

"Hace unos instantes salí a tomar un poco de aire. Había vuelto a la Rusia zarista. Vi a Iván el Terrible seguido por una cabalgata de esbirros con hocico de perro. Eran ellos, los cosacos, armados con cachiporras y revólveres. Parecían hombres que obedecen con celo, hombres que tiran a matar por la menor provocación. Sólo verlos inspira odio y rebelión. Uno quisiera bajarlos de sus arrogantes monturas para aplastarles ese grueso cráneo que tienen. Uno querría acabar con esta clase de ley y orden." (Miller dixit, repito).

Turquía, Grecia, Chipre, Brasil...el tercer mundo lo dejo para otro momento, ni siquiera reconoceríais los nombres.

Sinceramente, esta entrada pretendía portar un glorioso y trabajado hilo narrativo, pero me puede el básico instinto humano de reivindicar la guerra. A ver si comienzo a pensar en poner en pie un imperio textil, por ejemplo, y adoctrinar a los gobiernos de turno para que sigan vendiendo armas a esos otros gobiernos que puedan mantener el régimen de esclavitud que preciso para que mi ropa se venda rápido y barato.

Luego llega el domingo, paseo mi aureola de perfume caro por las calles de la ciudad, me acerco hasta el quiosco, departo amigablemente con el somnoliento quiosquero, doblo la prensa y la coloco bajo mi brazo como hacía mi madre con el pan cuando aún era fragante sudor de panadero y lágrima de harina, vuelvo al hogar y espero la comida informándome de la situación mundial. Pero aún no es el momento, eso ocurrirá sólo un domingo después de la guerra...y la guerra sólo dura el intervalo de tiempo que quienes pagan a los mass media consideran necesario. Es entonces que desplegaremos la insulsa geografía de tinta y árbol marchito para leer:

Buenas noticias: ¡Dios es amor!

P.S.: la foto que ilustra este texto, como su trazado, es equívoca...pero, al contrario que éste, es deliciosa...acudan a la wikipedia, y piensen en los denostados hippies...

martes, 11 de junio de 2013

a tientas

Recuerdo aquellas noches en que la luz moribunda de alguna farola procaz coloreaba gajos de sombra en nuestra piel erizada por los embates del sexo urgente y el beso furtivo. Las calles de Madrid siempre reservaban una parcela de adoquín y sombra ajena a las indagatorias pesquisas del alumbrado público.

Regresábamos exhaustos de la batalla absurda (¿alguna no lo es?) del alcohol y las drogas blandas, por calles que nunca encontraban el camino de regreso al hogar, rutas que moldeaban laberintos de los que no deseábamos conocer la salida, porque nuestros besos etílicos deshacían la noche en un cataclismo de urgencia y deseo. Era tarde, y a la desorientación propia de una noche de barra en barra se añadía aquella con que, intolerante y siniestro, pretendía equivocar nuestros pasos el callejero madrileño. Habíamos sido afortunados aquella noche, la niebla de humo y guitarras afiladas del bar de copas se había disipado por un instante para que bebiésemos del manantial ebrio y lascivo que desbordaba las pupilas inmensas de una ninfa de cabello excesivo y supuesto tacto de tabaco y miel. Al acostumbrado intercambio de frases que no hallaban el predicado, seguía la despedida al grupo de amigos que tocaba guitarras inexistentes esperando su turno para el billar, y el hallazgo tembloroso de unas calles iluminadas por farolas que parecían querer corregir nuestros pasos. Buscábamos la oscuridad frondosa de los parques, o la opacidad sucia de callejones sin salida, tal vez la tiniebla culpable de las piscinas vacías de agua y repletas de carteles de PROPIEDAD PRIVADA PROHIBIDO EL PASO. Ansiábamos la habitación vacía de luz en que nuestros cuerpos pudiesen iniciar la danza errónea del amor.

Era fácil, antaño, encontrar en Madrid breves receptáculos de negrura en que saciar feroces apetitos y equívocas frustraciones a escondidas de miradas y reprobaciones. El alumbrado público brillaba por su ausencia. Después llegaron los tiempos de la fulgurante compraventa, los escaparates como galaxias y las futuristas avenidas de papel couché, y Madrid era una fiesta...de luz eléctrica y noche apócrifa. Tuvimos que buscar pensiones de sopa fría y madera crujiente, hostales de trasiego carnal y conserje moribundo de tedio en que paliar los narcotizantes efectos de la pasión a medio desvestir. Desnudamos nuestros cuerpos en alcobas de orín y horas muertas, nos tumbamos sobre colchones acuchillados de billete gastado y esperma caduco, y encendimos la lamparilla de noche para mejor escapar de la triste y breve parcela que acotaba su halo de luz menesterosa.

Años después, cuando ya el deseo se acomoda entre franelas y cotidianidad, me alegra saber que los tripulantes de esa nave perdida en el espacio que es la política han decidido, como medida de ahorro, talar el bosque de acero y esplendor de las farolas madrileñas. Como unas 17.500 o así aseguran ir a desmantelar. Me pregunto a qué municipal cementerio de residuos irán a parar las farolas, con todo su séquito de besos huidizos y felaciones discretas. Pero pienso que Madrid, ahora, huérfana de luz, recuperará su memoria de extrarradio y parquedad, y las parejas de fin de semana tendrán mayor posibilidad de dar rienda suelta a sus instintos lejos de miradas indiscretas.

Claro que, creo, tales parejas habrán de buscar la oscuridad del barrio obrero, la soledad de las calles proletarias de la ciudad. Parece ser que el mayor número de farolas será extirpado de los barrios asfaltados con el sudor de jornada intensiva y salario escueto de quienes se ven obligados a hacer de su vida un eterno retorno de trabajo anodino y mal pagado, y esos, ¡ay!, creo que no utilizan las calles para perpetrar el crimen del amor escabullendo su coreografía húmeda a la luz de las farolas. Esos caminarán ahora, de regreso nocturno al hogar, más intimidados por la posibilidad de sufrir un atraco, un asalto, tal vez una violación atenuada por la ceguera de luz de esas farolas que ya habrán dejado de existir para mejorar la economía de quienes continuarán paseando su lujo de trajes cruzados y calzado de firma por las avenidas absortas en falacia y fulgor de la gran ciudad.

Bien mirado, tampoco es tan dramático: Madrid recuperará al fin su esencia de capital medieval en que el hambre, el miedo, la violencia y el hastío repliegan tropas a los palacios de invierno del extrarradio, para mejor dejar brillar el fastuoso fasto de las adineradas avenidas de postal turística y vida en otra parte. O sea, que Madrid volverá a desperdigar su confetti de fiesta caducada a la sombra de noches que llegan antes de tiempo, y nosotros volveremos a caminar por sus calles como lo hacíamos por los cuerpos hembra que suponíamos venían a salvarnos del naufragio de la juventud...a tientas.

miércoles, 29 de mayo de 2013

la espalda del mundo

De tanto en tanto caminas las avenidas de la ciudad abandonado a la riada mustia de la ciudadanía apresurada, esquivas codazos como remolinos, rápidos de improperios, afluentes que revientan de ansia mercantil, hasta que topas con el regato breve y juguetón de un par de piernas que te incitan a nadar contracorriente para seguirlas, por ver dónde desembocan. Resulta que, independientemente del camino que tomen esas piernas (femeninas, ¿aún es preciso aclararlo?), siempre desembocan en el estuario glorioso que forman unas nalgas firmes de movilidad, movedizas de firmeza. Pido desde ahora disculpas a las amazonas del feminismo y otras tribus urbanas, uno se reconoce animal, qué le vamos a hacer.

El caso es que perseguir a una doncella de jeans ceñidos y deambular sugerente es la mejor manera de enfrentar la marea de fastidio y prisa de la gran ciudad. 

Recuerdo aquel añoso volumen de fotografía que adquirí en una librería de viejo de las pocas que aún restan en Madrid. Fue casi mi primera adquisición, cuando todavía la fotografía suponía un terreno vírgen en mi biografía de explorador nonato. Recuerdo aquella cubierta de gran tamaño en que una espalda femenina se deshacía en arquitecturas de luz y sombra que permitían contemplar mayor porción de cuerpo que el más arrebatado de los desnudos. No, la fotografía sólo recogía entre sus fronteras de química y sueño el arrebato lírico de una espalda femenina coronada por un perfil que a muchos haría soñar con la mitología griega. Ni siquiera permitía al observador imaginar, al menos, el turgente apocalipsis en que, de seguro, fallecía aquel espinazo. Pero un servidor quedó hipnotizado por las líneas de sombra impúber y luz adulta que recomponían aquella espalda femenina y, sin conocer al autor de la instantánea, se acercó al mostrador dispuesto a lograr que el librero le concediese el honor de descomponer la letanía comercial del escaparate tomando el grueso volumen entre sus manos. No soy capaz de recordar el precio, ni falta que hace, pero aquel día tomé contacto con la obra fotográfica de Jeanloup Sieff y un nuevo mundo de voluptuosidad óptica y sensorial me abrió sus puertas ya para siempre.

Obra de Jeanloup Sieff, cortesía de "la red"
Ignoro si los academicistas de la imagen consideran al citado fotógrafo francés digno de elogio. Uno es así de soberbio y, por edad tardía (o pereza inducida por la misma), gusta de obviar los veredictos de aquellos que se ganan el sustento haciendo de sus opiniones dogma de fe. Sólo sé que cada vez que me enfrento a uno de los retazos de sueño recogidos por la lúbrica lente de Sieff puedo permanecer, durante horas que son vidas, absorto, intentando desentrañar los misterios de la luz y el deseo. Tenía, el artista del contraste y el gran angular, una manera de restituir al cuerpo humano su natural artificiosidad sólo emparentada a su forma de naturalizar lo artificioso de las situaciones en que éste puede encontrarse a lo largo de una vida. Quiero decir que su lente no captaba la realidad, no, recreaba lo que nuestra mirada deseaba cosechar tras el barbecho violento de nuestra sensibilidad. Y no sólo a base de desabrigados cuerpos femeninos edificó Sieff su metrópoli de iluminaciones y nebulosas, su dramática patria de contrastes y fulgores. Los retratos del fotógrafo parisino arrebatan el alma de los retratados y sus paisajes se pierden en una fugaz fuga de líneas perturbadas y horizontes bruscos que nos incitan a la más arrebatada narcosis.

Hoy recorren las calles muchachos (y no tanto) armados de aparatos electrónicos dotados de lentes microscópicas capaces de tomar, entre su red de chips y códigos ilegibles, fieles copias de la realidad circundante. Luego, para dotar de un halo artístico a la instantánea, el mismo aparato provee al voyeur de lo mundano de filtros varios que avejenten la imagen, la encierren en un claroscuro de manchas propias del cómic o exacerben sus colores hasta transportarlos a otra dimensión de la realidad que quizás, tal vez, sean capaces de observar, también, aquellos que gustan de ingerir hongos psicoactivos o LSD, por ejemplo. Está bien, bravo por la democratización del arte.

Me pierdo entre la multitud pensando en Sieff, inevitablemente, al descubrir el fulgor opaco de unos muslos que, en su constante caminar, generan un estallido de volúmenes que varían su luz al ritmo del paseo. Creo que esa joven ninfa a la que no me atrevo a adelantar por la derecha por miedo a sufrir la decepción de un rostro vulgar no tiene prisa o, simplemente, busca con pausado recorrido un escaparate en que hallar, entre la sorpresa muda de los maniquíes y la coreografía detenida de la mercadería, unos pantalones más ajustados, quizás, o una blusa que resalte el busto que mis ojos no se atreven a descubrir en el reflejo descompuesto de la vitrina. Un grupo de adolescentes que pasea su jauría de inactividad junto a mí parece reparar en la curvilínea belleza trasera de la joven y, sacando del bolsillo sus teléfonos móviles, se acercan peligrosamente a ella y toman lo que supongo una fotografía. Yo pierdo el gusto por seguir a la muchacha. Ellos parece que no y, con indisimulado descaro, toman posiciones frente a ella y disparan de nuevo sus aparatos telefónicos. Creo que, pensando lo contrario, le dan la espalda a la Belleza.

Doy media vuelta y recuerdo la obra fotográfica del francés. Lástima que ya no poseo aquel libro antológico sobre su obra. Apetece abandonarse al misterio de una grupa femenina que asoma a una ventana su mirada ciega sin que nosotros, mirones de la Belleza, podamos siquiera adivinar el motivo.

En cualquier caso: cuando la vida nos da la espalda lo mejor es bajar la mirada.

viernes, 17 de mayo de 2013

la metamorfosis

No sé dónde leí, hace tiempo, quizás ya demasiado, que la carne humana debía ser lo más parecido a la del cerdo, dado su idéntico carácter omnívoro. Porque el sabor no depende, como nos hace creer nuestro equívoco sentido de la vista, del aspecto más o menos atractivo de lo que nos disponemos a ingerir. No, el sabor, sobre todo si de carne hablamos, varía en función de los alimentos que, en vida, haya deglutido el animal que portaba la pieza que devoramos.

No sé si me agrada más el carácter omnívoro del ser humano o su comparación, a causa de esto, con el cerdo. El caso es que recuerdo conversaciones con seres iguales a mí en prácticamente todo, salvo en su querencia antinatural por los vegetales cuando de alimentarse se trata. Algunos ni siquiera ingerían frutos que hubiesen sido arrancados con horripilantes zarpas de labriego a la Madre Tierra, sólo era/es válido en su dieta aquel fruto del que el árbol se cansa, por ejemplo, dejándolo suicidarse contra la soledad del plantío. Veganos, creo que se hacen llamar. Y disculpad que desconfíe de tales personas, pero es que un servidor, a pesar de saberse omnívoro, nunca se calificaría de tal modo, prefiero autonombrarme simplemente humano (con todo lo de animal que eso implica).

Corren tiempos de hambruna en que todos debemos ceñirnos el cinturón hasta que forme parte de la piel de que comienza a adolecer nuestro vientre, y hasta la FAO, que es organismo que lucha para erradicar tanto el hambre como el exceso de peso (curiosa antinomia) y las enfermedades que éste pueda acarrear, acaba de recomendar públicamente la ingesta de insectos debido al alto grado de nutrientes que contienen. Eso ya lo saben hace siglos numerosos asiáticos pero, doy fe, ninguno de ellos hace ascos a un buen solomillo. Sí, he de decirlo ya, los asiáticos también son omnívoros, son humanos como nosotros, aunque quizás la FAO no lo considere así, al fin y al cabo se preocupa más de la excesiva ingesta de hamburguesas por parte de la sociedad "avanzada" que del escueto menú de millones de pobladores del Indostán (un suponer) obligados a dedicar a la comida menos que nosotros, por tener que regresar de inmediato a la manufactura de tejidos con que nos gusta equiparnos antes de afrontar el drama urbano de los edificios de oficinas.

Igual los poderosos, los gobernantes, los banqueros, las estrellas del rock'n'roll y las supermodelos de pasarela rígida y mentón prominente que nos hacen pasar por cánones de belleza hoy día. Quiero decir que es evidente el carácter omnívoro de tales sujetos, por mucho que tantos nos empeñemos en criticar su desmedida voracidad. Omnívoro, si acudimos a la etimología, es calificativo que adjetiva a aquellos seres en cuyo menú puede hallarse cualquier ser vivo (o muerto), sin problemática alguna planteada por su origen animal, vegetal o fabril. O sea, que come de todo y todo le despierta el apetito. Ya digo: poderosos, gobernantes, banqueros, estrellas del rock'n'roll, supermodelos e incluso un gran porcentaje de los que formamos parte de eso que denominan "los demás". Así somos los omnívoros.

Es curioso comprobar cómo, al acudir al mercado en busca de sustento, si nuestra economía nos lo permite y nuestra salud hace aconsejable el paseo, ejercemos de cirujanos fuera de quicio y nos volvemos inquisitivos al respecto de vísceras y pedazos de carne, que si este corte no es bueno, que si quítame las agallas, que si la piel es muy dura, que si me trocea usté el pollo...una sangría, ya digo, algo así como un Jack The Ripper de barrio popular. Y no reparamos en el supuesto homicidio a que se sometió al animal que tan gratamente observamos despedazado para mejor elegir sus más suculentas piezas. Ante tamaña y despiadada muestra de voracidad disfrazada de elegancia y limpieza, me pregunto por qué nos sorprendemos tanto, quienes aún andamos por la vida sin mayor apetito que el de carnes, vegetales, pescados, legumbres, ante la voracidad de alta costura de los poderosos.

Mi santa madre que, aunque de ello no haga alarde, es persona sabia y comedida (a veces, cierto), nunca acude al mercado ataviada de chándal o con la corona barrial de los rulos enardeciendo su testa. No, ella siempre ha defendido que pasear por el mercado es símbolo de elegancia, que no todos tienen la fortuna de poder hacerlo, y los atuendos que acompañen tan soberbia labor han de ser acordes, esto es: ir al mercado como otros van al trabajo en la cúpula de la gran multinacional, al Congreso de los Diputados, al evento en que se comercializa una novedosa línea de lencería chic, y en ese plan. Creo que está, mi madre, en posesión de una razón no deontológica pero sí lógica, y que no deberíamos, por tanto, criticar a los poderosos que se disponen a devorar personas, hipotecas, cosechas, papel moneda, con la elegancia que les es propia: ropa de marca, joyas estrepitosas, automóviles desbocados como los caballos que anidan su ingeniería mecánica...al fin y al cabo, ya lo decía mi madre, acudir al mercado bien vestido permite que el tendero te ofrezca la carne más jugosa, los pescados más frescos.

Vivimos tiempos de injusticia, es obvio, pero quizás la cometamos también todos aquellos que no disponemos de capital suficiente para gozar las más deliciosas carnes y acudimos al mercado vestidos de domingo, como si en nuestros bolsillos anidara algo más que un triste puñado de monedas insuficientes para paliar el hambre de delicatessen, vinos caros y falsa apariencia. Pienso que tal vez los veganos tengan razón, y se ahorran el bochorno de acudir al mercado sin dinero que invertir en una omnívora pitanza. Mientras esperan que caiga la manzana incluso filosofan, y nadie puede asegurar que no salga de entre sus filas un nuevo Newton, por ejemplo. Los poderosos, la verdad, nunca van al mercado, y no son ellos quienes despedazan con sus manos la vida a medio extinguir de quienes, en el mundo, sirven de alimento y ornamento en sus banquetes de dinero y sangre. Es posible que los poderosos no sean más que una suerte de veganos que esperan que el árbol de la sociedad deje caer en sus fauces sus más maduros frutos.

Así que debemos decidir: o nos hacemos todos veganos y esperemos que de los árboles, además de frutos, caigan billetes y cupones descuento, o comenzamos a deglutir insectos reventones de proteína de esos que anidan las cúpulas esplendorosas de la mercadotecnia y los corporativos despachos de mucha sigla y poco contenido. En el segundo caso permaneceríamos omnívoros a la par que seguiríamos las siempre sabias recomendaciones de la FAO.

P.S.: hubiese incluido en esta entrada una fotografía de unas larvas que gustan de comer en Corea del Sur pero, discúlpenme, a pesar de ser yo el fotógrafo, la estampa hace el mismo efecto que esas fotos de desgracias pulmonares de las cajetillas de tabaco...aún recorto la foto antes de fumar el primer cigarro.

miércoles, 8 de mayo de 2013

el milagro alemán

Voy a por tabaco. Eso dijeron muchos, y ya conocemos las nefastas consecuencias, al menos para familia, amantes, amigos y demás etcéteras. Es conocido y no poco utilizado tópico español el que habla de aquél que abandonó momentáneamente (en principio) el hogar y jamás regresó. Yo siempre he preferido verlo como una suerte de homenaje a aquel personaje de una obra de Oscar Wilde que decidía hacer mutis por el foro social del cotilleo y el entresijo sentimental para reunirse con su amigo Bunbury, existente sólo en su imaginación y en la de quienes le rodeaban. Cuando la vida, en vez de perseguirte, se te escapa de las manos, lo mejor es marchar a ver tu amigo Bunbury que desfallece en una la imaginaria cama de un ficticio hospital, o simplemente (más castizo, ¿dónde va a parar?) salir a comprar tabaco...y no volver.

Hace unos días, entre la jungla tipográfica y la ventisca novedosa de la prensa escrita, me sorprendía una noticia que, de hacer caso al tópico de que el periodismo es digno oficio dedicado en cuerpo y alma a informar al lector de los vaivenes de la Historia, no debería figurar en lugar destacado del periódico de marras. Pero (¡signo de los tiempos!), la anécdota ocupa primordial página y aligera los quebraderos de cabeza del editor de turno a la hora de dictaminar aquello que debe y no debe conocer el lector. El caso es que se nos informaba, a quienes no pretendemos más que pasar un período de tiempo dedicados a intentar desentrañar los vericuetos del mundo moderno, de que un ciudadano alemán había utilizado un billete de 30€ (aclaración para neófitos o no europeos: no existen los billetes de 30€) para comprar tabaco en un negociado local de Dortmund, Munich o Berlín (ya no recuerdo). Todo bien hasta ahí, o al menos eso se desprende de la redacción de la nota "periodística". La gravedad del hecho, y quizás la importancia que le permite figurar en las páginas de los rotativos, reside en que la mujer que le atendió, procedió a reponer uno por uno los euros restantes que configurarían el cambio por un billete de 20€ (parece ser que el citado papel moneda imitaba al billete de 20 trocando únicamente el 2 por el 3).

¡Intolerable machismo!, dirán algunos. De haber sido hombre, la descuidada dependienta, la anécdota no hubiese alcanzado jamás la categoría de noticia. Pueda ser, ¿por qué no? Pero me inclino más a pensar que el redactor tiene alma de poeta e intentaba metaforizar el nuevo orden mundial que impera en la Vieja Europa. O sea, que Alemania asegura públicamente velar por nuestra economía mientras nos endilga billetes falsos. Demagógica metáfora, cierto, pero metáfora al fin y al cabo.

Afortunadamente, quien escribe la noticia apunta maneras de periodista de raza (de los que se documentan e investigan) al explicarnos que el presunto estafador había encontrado el apócrifo billete en el buzón de su domicilio, que se trataba de uno de esos reclamos publicitarios que incitan al consumidor a sentirse económicamente afortunado por un instante: una burda copia de un billete de curso legal con subliminal mensaje publicitario oculto en su reverso menos afortunado. Lo utilizan no pocos negociados como señuelo para sus intenciones más aviesas. Así se lo hizo saber el buen hombre a su esposa: mira este billete...¿no ves nada raro?...parece de 20€, ¿verdad?...pues mira, es de 30€, y jajaja, y ¡qué bueno! parece real podríamos intentar canjearlo, hasta que el germánico ciudadano recapacitó sobre lo vacía de esa vida en que regalaba, como si de una tómbola perversa se tratase, años de vida en un trabajo que le asqueaba y horas de pasión entre los pretendidamente seductores brazos de una avejentada esposa que había perdido ya hace decenios el fuego que le inflamase las glándulas sudoríparas y otros órganos excretores. Es ahí que miró el billete y dijo (en alta voz) "no es mala idea...voy a comprar tabaco".

En España, decíamos al inicio, no pocas veces ha funcionado de manera exitosa la excusa de abandonar momentáneamente el hogar conyugal para reponer el vicio nefando de fumar, y marchar, acto seguido, a hacer las américas, por ejemplo. Desaparecer del mapa y rehacer vida lejos del salvaje rumor de las asfixiantes cotidianías. Pero en Alemania, amigos, no, eso no funciona, y en seguida las autoridades localizaron al supuesto estafador, poniendo en conocimiento (vía teléfono) a su amada esposa de la nueva residencia de su marido en la impoluta comisaría (todo muy alemán, of course) de distrito (esto suena muy de peli yanqui, lo sé, pero imagino que así será en la correcta patria teutona).

Hacen bien las autoridades germánicas en abrir causa penal contra el  intrépido defraudador. No vayan a pensar el resto de ciudadanos de la Unión Europea que el susodicho es ejemplo de toda una nación, y que ésta juega hoy a trocar nuestro papel moneda de curso legal por burdas copias que nos hagan despertar al día siguiente sin valor alguno en nuestros bolsillos.

Yo, por si acaso, avisé hace tiempo de que me iba a comprar tabaco a Bolivia, aunque ahora me cueste explicar que aquí no se comercializa mi marca favorita. ¡Qué le vamos a hacer!

viernes, 26 de abril de 2013

el camino del exceso

Contemplar cómo se acerca la merienda solitaria del amanecer es como escuchar atentamente una canción de Nacho Vegas. A la sublime sensación del despertar se une la dislexia fúnebre del ocaso. Cualquiera que haya escuchado al genial bardo asturiano sabrá a qué me refiero. Quien no lo haya hecho...allá él (o ella, no se me tilde nuevamente de misógino).

Y es que, en ocasiones, apetece hundirse sin solución de continuidad en el verbo torturado de un músico especialmente dotado para la poesía cruel de la vida al límite, un poeta enajenado de absenta y verbo loco, un verdugo de sueños, una sobredosis de hachís o todo al mismo tiempo. Dejar que el amanecer nos desbarate los párpados embriagados de crueldad poética y solitario exceso. Tiene su punto, no se crean, no todo es lírica vacía del perdedor que nunca llegó a serlo. Quiero decir que considero sano, cuando el superávit de espantos y callejones sin salida de la vida amenaza con asfixiarnos, perderse en excesos más comprensibles, más asequibles. La droga, la música, la literatura...

Según dice la prensa de esa España invertebrada de horizontes y sonrisas que sufren no pocos y disfrutan algunos, la Dirección General de Tráfico, que vela por nuestra seguridad vial, ha estrenado con gran éxito un nuevo radar de mitológico nombre (no sé si Zeus o Pegasus, pero por ahí van los tiros). Tan notorio ha sido el triunfo que en una sola semana más de 30.000 descuidados conductores han sido sorprendidos rebasando, con avaricia funesta, el límite de velocidad que impide que nuestras carreteras se conviertan en un asfaltado y prematuro camposanto.

Hay que aplaudir, sin duda, el encomiable esfuerzo de las autoridades de tránsito por convertir nuestras carreteras en una seductora vacación todo incluido. Poder desplazarse, a lomos de silencioso y veloz automóvil, de una ciudad a otra, del monte al litoral, del trabajo a casa, con la tranquilidad de que no interrumpirá tu inocuo movimiento ningún alocado piloto fuera de control, sinceramente es de agradecer. Y más ahora que los aviones caen, o realizan forzosos aterrizajes forzados por la ausencia del combustible que los usuarios se olvidaron de pagar cuando desembolsaron un precio low cost para emprender el vuelo.

Pero las carreteras, como las calles o las oficinas, no se libran del típico amante del exceso que decide llevar hasta las últimas consecuencias su hambre de emociones fuertes. En las carreteras españolas, ya digo, más de 30.000 en una sola semana.

A pesar de no ser amigo, ni de lejos, de la velocidad, sí lo soy de otros excesos, qué le vamos a hacer. Y puedo comprender a esos conductores que se ponen al mando de sus utilitarios con el único objetivo de comprobar si el fabricante alemán del aparato no mintió al especificar, en la ficha técnica aprobada por esa misma Dirección General de Tráfico que vela por el estricto sometimiento a los límites de velocidad, la aceleración máxima que puede llegar a alcanzar el vehículo. Al fin y al cabo no podemos desdeñar que estos amigos de la velocidad tengan alma de poeta y hayan leído mucho al iluminado William Blake, que proclamaba aquello de que "el camino del exceso conduce al palacio de la sabiduría".

Al fin y al cabo ellos sólo perderán el carnet de conducir, y no la vida, como lo podrían hacer quienes, sin pretenderlo, interrumpiesen su loca carrera hacia la nada (o hacia el chalet de la amante, que ese día ha despedido con tórrido beso y fraudulenta caricia a su marido antes de que emprendiese un prolongado viaje de negocios, quién sabe). O como perdemos la vida otros, a diario, en un charco de poesía, acunados por una música ebria y embadurnados de sustancias enervantes, esperando un atardecer que se vestirá de mediodía sin apenas darnos cuenta.

Sinceramente no recuerdo muy bien lo que quería decir al sentarme al teclado. Tal vez sólo necesitaba huir de la voz de Nacho Vegas. No lo he logrado, creo que me fumaré un porro y leeré a Panero hasta que el amanecer incendie la pared del comedor. O hasta que el sueño decida abofetearme el exceso, aún a medio camino.

miércoles, 17 de abril de 2013

merienda de negros

Siento que en algún momento habré de pedir disculpas, por si acaso alguien decide perder el tiempo leyendo mis elucubraciones. Lo sé, lo lamento, escribo con retraso, es la vida, que me devora y que, ignorando las sacrosantas dos horas de digestión, se zambulle en la piscina torpe de las sensaciones. Quiero decir que podría escribir hoy del atentado en Boston, el desmayo de la Pantoja, la trifulca venezolana o, tal vez, de la calendarización de la muerte en Siria que, al fin, me importa bastante más que lo anterior. Pero no. La alquimia errónea de mis neuronas me lleva a recordar el sorprendente hallazgo, en las costas de Florida, de un tiburón con dos cabezas, como si una no le resultase suficiente para decidir sobre qué bañista avalanzar su tribu de dentelladas rebeldes.

Pues sí, en Florida, Estados Unidos (o al menos dentro del perímetro que han decidido considerar territorio de su propiedad los insignes mandatarios de aquellas tierras), donde todo puede ocurrir, las noticias conceden patente de corso a tal máxima del imaginario popular y nos descubren que a las costas de dólar y tanga equívoco de una de sus más afamadas playas ha decidido acercarse un escualo desorientado a causa de tener dividido por dos su pensamiento. Un tiburón con dos cabezas, o sea.

Casi a la par "informan", los más aguerridos de los noticieros españoles, del nuevo atentado gubernamental contra la población y la cordura. Parece ser que la línea de costa de la piel de toro, esa imaginaria frontera que permite la invasión inmigrante del ladrillo y el hormigón, ha menguado debido al bronco mordisco de un marrajo llamado Gobierno (o mercado, vaya usté a saber) y que, a juzgar por su voracidad parece ganar al de Florida en cuanto a número de cabezas.

Aseguran los científicos implicados en el estudio del tiburón "estadounidense" que su existencia de engendro de feria se provocó por un proceso de gestación detenido a medio camino, y alguno que otro se atreve a decir que el escualo ha de ser ciudadano mexicano, que un norteamericano de pro jamás podría poner frenos a los divinos designios de la creación. Consiguen que dudemos, para qué engañarnos. Tal vez se trate sólo de un escualo inmigrante ansioso por devorar las bondades económicas y vitales del american way of life.

Llegados a este punto, volviendo la vista a nuestra insignificante península, comprobando que ninguno de los ministros que autorizan el desbrozado de la costa española es negro, moro o latino, desearíamos preguntar a los científicos estadounidenses a qué se debe la voracidad bifronte del gobierno que desgobierna nuestras esperanzas.

Claro que, quizás, estamos pensando mal y, haciendo gala de la renombrada desconfianza hispana, no queremos comprender que este gobierno al que tildan (algunos) de liberal, egoísta, o incluso fascista (¡virgen santa!) realmente esté trabajando para lograr que el pueblo desprenda del tallo enrarecido de su cuello el brutal yugo del capitalismo, el hambre, el desempleo y la ausencia de horizonte. Sí, tal vez estén, como dicen los más sabios del terruño, matando dos pájaros de un tiro, y a la par que proporcionan nuevos enladrillados contratos a numerosos operarios del desastre inmobiliario que hallarán en esta nueva delimitación geográfica de las costas una oportunidad para elaborar nuevos esperpentos en forma de chalets de lujo que permitan que más de uno de los que el ignorante pueblo considera están saqueando las arcas de la supervivencia caiga desde el balcón de su lujosa vivienda, directamente y sin pasar por la casilla de salida, quizás con atlético tirabuzón previo a la zambullida, en las cálidas aguas del levante español sin percibir que los hijos bastardos del tiburón de doble testa norteamericano (o mexicano, aún no me queda claro) despliegan su danza de aleta sospechosa y mandíbula feroz alrededor de su reparador baño. Quiero decir que, tal vez, el gobierno sólo facilite que los defraudadores de palaciego chalet en la costa, al tener más cerca el descanso ingrávido del agua mediterránea (o cantábrica, la ley es válida para toda la geografía española), descuiden los cuidados mínimos y no vean acercarse al tiburón que (dos cabezas mejor que una) acerca su natación salvaje para enredarla con la de sus hijos gemelos. Rollo Revolución Francesa, ya saben: primero los infantes.

Sólo tengo claro un dato: los gobernantes leen la prensa. Y han descubierto que los tiburones pueden tener dos cabezas. Ténganlo ustedes presentes cuando deseen apacentar su cansancio de horas laborales al amparo de las olas y crean observar entre el barboteo sangriento de las mareas una "merienda de negros" que intentan atracar en las ricas costas de su patria. Tal vez sólo sea una merienda de tiburones bicéfalos...o que la sociedad toda se ha transformado en una "merienda de negros".

sábado, 30 de marzo de 2013

el cuerpo de Cristo

Días de ténebres penitentes que toman las calles en manifestaciones autorizadas por las fuerzas del desorden y los poderes establecidos a fuerza de voto ignorante. Jornadas de atronar en las paredes de los viejos madriles,  y otras villas de la moribunda Hispania, plegarias como maldiciones y tambores como castigos. Ya lo decía la poeta: al sur de los tambores. Y es al sur de estos tambores apocalípticos que pretenden convertirnos a todos, sin excepción, en pecadores, donde late la percusión milagrosa de la felicidad, el milagro, la carcajada y la vida. Quiero decir que, a pesar de tanta y tan publicitada redención de pecados originales, la vida sigue y quienes pretenden vivirla no prestan atención a los voceros del castigo divino.

Madrid se ve inundado estos días, supongo, por un ejército de negras mantillas que amenaza catástrofe, un tropel de incógnitas que resultan ser cruces, un griterío de silencio arrepentido que sólo se arrepiente durante el tiempo que dura la procesión. Madrid, capital de la libertad, años 80, la movida, drogas y rock'n'roll... antaño. Hoy Madrid es capital de provinciana provincia desentendida de los vientos que soplan respuestas que ya sólo escucha Bob Dylan. Hoy Madrid es tomado por las hordas del castigo, la cruz y el arrepentimiento. Con legalidad, eso sí, no como llevan haciendo desde tiempo atrás los mileuristas sin euros, los estudiantes que no tienen que estudiar, las amas de casa sin casa, los demócratas desposeídos de amparo democrático, las salvajes tropas del marxismo y la anarquía, en fin.

Fue en este mismo Madrid, pero distinto, donde gocé no pocas veces, hace ya años, la voz aguardentosa de un certero y sarcástico cantautor de nombre Javier Krahe. Cantautor dieron en llamarle, yo le consideré siempre poeta y filósofo. Y un filósofo más necesario hoy, quizás, que entonces. El filósofo de todos los que tienen prohibido manifestar en las calles su metafísica de miedo y la rabia. Un filósofo sin axiomas, como los estudiantes sin futuro, las amas de casa sin puchero y los demócratas sin derecho a voz ni voto.

Javier Krahe, cortesía de "la red"
Y fue hace más años aún cuando el juglar de la barba amarilla de tabaco y poesía tuvo la oportuna lucidez de cocinar un Cristo (otros cocinan torrijas, en estas fechas) y grabarlo con casera videocámara, en 1977 para ser concretos. Un divertimiento, una travesura quizás, si es que aún son ustedes temerosos de la ira divina. Al fin y al cabo, ya que se consume a granel y con desparpajo, en estos días, el cuerpo de Cristo, ¿por qué no preocuparse por proporcionarle un mejor sabor? Nada pasó. La vida continuó adelante. 

Pero ha sido hace no mucho, tal vez el pasado año, cuando los encargados de racionarnos el miedo y la economía han decidido despertar a los fantasmas de la intolerancia para llevar a los juzgados a Javier Krahe por tamaño despropósito. Claro, él pensaría que habitábamos una España democrática y laica. Craso error (también lo pensó cuando enfrentó el despropósito militarista de un "socialista" y "obrero" partido político de cuyo nombre hoy nadie quiere acordarse, y es por ello que Joaquín Sabina paladeó las mieles del triunfo mientras él quedaba como compositor desacertado). No importa, nada ocurrió y, afortunadamente, se impuso la cordura y el cantautor (perdón, filósofo) salió indemne. Pero si pensamos por un momento en lo simbólico del hecho no podremos más que atemorizarnos, temblar y, siguiendo la letra de una de sus memorables tonadas, irnos a hacer alpinismo. ¿A dónde? Al Tíbet, al Aconcagua, al Kilimanjaro, qué más da, pero lejos. 

Porque "cuando todo da lo mismo, ¿por qué no hacer alpinismo?". Dejemos pues las calles de Madrid y el resto de avillanadas villas de esta España caduca a los próceres del error, el arrepentimiento y el castigo, con su disfraz de secuaces Ku Klux Klan y su tenebroso reguero de sangre divina, y tomemos el primer vuelo a Papúa Nueva Guinea, por ejemplo, que dicen está en las antípodas. Afortunadamanente poseemos artilugios que nos permiten enlatar la ironía y lucidez de Javier Krahe para seguir disfrutándola allá donde nos encontremos.

Si deciden permanecer en la piel de toro: disfruten las procesiones de esta Semana Santa, no olviden emborracharse una vez finalizadas las prédicas y, si les resta tiempo libre, busquen un nuevo Cristo al que crucificar.