Recuerdo aquellas noches en que la luz moribunda de alguna farola procaz coloreaba gajos de sombra en nuestra piel erizada por los embates del sexo urgente y el beso furtivo. Las calles de Madrid siempre reservaban una parcela de adoquín y sombra ajena a las indagatorias pesquisas del alumbrado público.
Regresábamos exhaustos de la batalla absurda (¿alguna no lo es?) del alcohol y las drogas blandas, por calles que nunca encontraban el camino de regreso al hogar, rutas que moldeaban laberintos de los que no deseábamos conocer la salida, porque nuestros besos etílicos deshacían la noche en un cataclismo de urgencia y deseo. Era tarde, y a la desorientación propia de una noche de barra en barra se añadía aquella con que, intolerante y siniestro, pretendía equivocar nuestros pasos el callejero madrileño. Habíamos sido afortunados aquella noche, la niebla de humo y guitarras afiladas del bar de copas se había disipado por un instante para que bebiésemos del manantial ebrio y lascivo que desbordaba las pupilas inmensas de una ninfa de cabello excesivo y supuesto tacto de tabaco y miel. Al acostumbrado intercambio de frases que no hallaban el predicado, seguía la despedida al grupo de amigos que tocaba guitarras inexistentes esperando su turno para el billar, y el hallazgo tembloroso de unas calles iluminadas por farolas que parecían querer corregir nuestros pasos. Buscábamos la oscuridad frondosa de los parques, o la opacidad sucia de callejones sin salida, tal vez la tiniebla culpable de las piscinas vacías de agua y repletas de carteles de PROPIEDAD PRIVADA PROHIBIDO EL PASO. Ansiábamos la habitación vacía de luz en que nuestros cuerpos pudiesen iniciar la danza errónea del amor.
Era fácil, antaño, encontrar en Madrid breves receptáculos de negrura en que saciar feroces apetitos y equívocas frustraciones a escondidas de miradas y reprobaciones. El alumbrado público brillaba por su ausencia. Después llegaron los tiempos de la fulgurante compraventa, los escaparates como galaxias y las futuristas avenidas de papel couché, y Madrid era una fiesta...de luz eléctrica y noche apócrifa. Tuvimos que buscar pensiones de sopa fría y madera crujiente, hostales de trasiego carnal y conserje moribundo de tedio en que paliar los narcotizantes efectos de la pasión a medio desvestir. Desnudamos nuestros cuerpos en alcobas de orín y horas muertas, nos tumbamos sobre colchones acuchillados de billete gastado y esperma caduco, y encendimos la lamparilla de noche para mejor escapar de la triste y breve parcela que acotaba su halo de luz menesterosa.
Años después, cuando ya el deseo se acomoda entre franelas y cotidianidad, me alegra saber que los tripulantes de esa nave perdida en el espacio que es la política han decidido, como medida de ahorro, talar el bosque de acero y esplendor de las farolas madrileñas. Como unas 17.500 o así aseguran ir a desmantelar. Me pregunto a qué municipal cementerio de residuos irán a parar las farolas, con todo su séquito de besos huidizos y felaciones discretas. Pero pienso que Madrid, ahora, huérfana de luz, recuperará su memoria de extrarradio y parquedad, y las parejas de fin de semana tendrán mayor posibilidad de dar rienda suelta a sus instintos lejos de miradas indiscretas.
Claro que, creo, tales parejas habrán de buscar la oscuridad del barrio obrero, la soledad de las calles proletarias de la ciudad. Parece ser que el mayor número de farolas será extirpado de los barrios asfaltados con el sudor de jornada intensiva y salario escueto de quienes se ven obligados a hacer de su vida un eterno retorno de trabajo anodino y mal pagado, y esos, ¡ay!, creo que no utilizan las calles para perpetrar el crimen del amor escabullendo su coreografía húmeda a la luz de las farolas. Esos caminarán ahora, de regreso nocturno al hogar, más intimidados por la posibilidad de sufrir un atraco, un asalto, tal vez una violación atenuada por la ceguera de luz de esas farolas que ya habrán dejado de existir para mejorar la economía de quienes continuarán paseando su lujo de trajes cruzados y calzado de firma por las avenidas absortas en falacia y fulgor de la gran ciudad.
Bien mirado, tampoco es tan dramático: Madrid recuperará al fin su esencia de capital medieval en que el hambre, el miedo, la violencia y el hastío repliegan tropas a los palacios de invierno del extrarradio, para mejor dejar brillar el fastuoso fasto de las adineradas avenidas de postal turística y vida en otra parte. O sea, que Madrid volverá a desperdigar su confetti de fiesta caducada a la sombra de noches que llegan antes de tiempo, y nosotros volveremos a caminar por sus calles como lo hacíamos por los cuerpos hembra que suponíamos venían a salvarnos del naufragio de la juventud...a tientas.
Magistral maestría descriptiva, agudo dardo certero, húmeda nostalgia vespertina, maestro de la palabra.
ResponderEliminar¡Gracias!!
Fascinante el retrato que haces, de otros tiempos... lejanos y cercanos a partes iguales. Pero nostálgicos por obligación y por devoción.
ResponderEliminarYo tengo mis vivencias parecidas, de provincias, en esa etapa preglobalización en la que entre Galicia y Almería había además de un lejanía, un universo de formas de pensar y de ser.
Aquella España modesta, un algo inocente y sin la soga de la sobreregulación.
Menuda prosa tienes amigo.... he disfrutado muchísimo de tus recuerdos :)
Nosotros nos íbamos al parque mirador, y allí en la oscuridad de las calles, del parque intentábamos sacarnos el deseo... cada ciudad tiene su historia, sus historias de amor que ya no existe. Que bien escribes!!!.
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