No sé dónde leí, hace tiempo, quizás ya demasiado, que la carne humana debía ser lo más parecido a la del cerdo, dado su idéntico carácter omnívoro. Porque el sabor no depende, como nos hace creer nuestro equívoco sentido de la vista, del aspecto más o menos atractivo de lo que nos disponemos a ingerir. No, el sabor, sobre todo si de carne hablamos, varía en función de los alimentos que, en vida, haya deglutido el animal que portaba la pieza que devoramos.
No sé si me agrada más el carácter omnívoro del ser humano o su comparación, a causa de esto, con el cerdo. El caso es que recuerdo conversaciones con seres iguales a mí en prácticamente todo, salvo en su querencia antinatural por los vegetales cuando de alimentarse se trata. Algunos ni siquiera ingerían frutos que hubiesen sido arrancados con horripilantes zarpas de labriego a la Madre Tierra, sólo era/es válido en su dieta aquel fruto del que el árbol se cansa, por ejemplo, dejándolo suicidarse contra la soledad del plantío. Veganos, creo que se hacen llamar. Y disculpad que desconfíe de tales personas, pero es que un servidor, a pesar de saberse omnívoro, nunca se calificaría de tal modo, prefiero autonombrarme simplemente humano (con todo lo de animal que eso implica).
Corren tiempos de hambruna en que todos debemos ceñirnos el cinturón hasta que forme parte de la piel de que comienza a adolecer nuestro vientre, y hasta la FAO, que es organismo que lucha para erradicar tanto el hambre como el exceso de peso (curiosa antinomia) y las enfermedades que éste pueda acarrear, acaba de recomendar públicamente la ingesta de insectos debido al alto grado de nutrientes que contienen. Eso ya lo saben hace siglos numerosos asiáticos pero, doy fe, ninguno de ellos hace ascos a un buen solomillo. Sí, he de decirlo ya, los asiáticos también son omnívoros, son humanos como nosotros, aunque quizás la FAO no lo considere así, al fin y al cabo se preocupa más de la excesiva ingesta de hamburguesas por parte de la sociedad "avanzada" que del escueto menú de millones de pobladores del Indostán (un suponer) obligados a dedicar a la comida menos que nosotros, por tener que regresar de inmediato a la manufactura de tejidos con que nos gusta equiparnos antes de afrontar el drama urbano de los edificios de oficinas.
Corren tiempos de hambruna en que todos debemos ceñirnos el cinturón hasta que forme parte de la piel de que comienza a adolecer nuestro vientre, y hasta la FAO, que es organismo que lucha para erradicar tanto el hambre como el exceso de peso (curiosa antinomia) y las enfermedades que éste pueda acarrear, acaba de recomendar públicamente la ingesta de insectos debido al alto grado de nutrientes que contienen. Eso ya lo saben hace siglos numerosos asiáticos pero, doy fe, ninguno de ellos hace ascos a un buen solomillo. Sí, he de decirlo ya, los asiáticos también son omnívoros, son humanos como nosotros, aunque quizás la FAO no lo considere así, al fin y al cabo se preocupa más de la excesiva ingesta de hamburguesas por parte de la sociedad "avanzada" que del escueto menú de millones de pobladores del Indostán (un suponer) obligados a dedicar a la comida menos que nosotros, por tener que regresar de inmediato a la manufactura de tejidos con que nos gusta equiparnos antes de afrontar el drama urbano de los edificios de oficinas.
Igual los poderosos, los gobernantes, los banqueros, las estrellas del rock'n'roll y las supermodelos de pasarela rígida y mentón prominente que nos hacen pasar por cánones de belleza hoy día. Quiero decir que es evidente el carácter omnívoro de tales sujetos, por mucho que tantos nos empeñemos en criticar su desmedida voracidad. Omnívoro, si acudimos a la etimología, es calificativo que adjetiva a aquellos seres en cuyo menú puede hallarse cualquier ser vivo (o muerto), sin problemática alguna planteada por su origen animal, vegetal o fabril. O sea, que come de todo y todo le despierta el apetito. Ya digo: poderosos, gobernantes, banqueros, estrellas del rock'n'roll, supermodelos e incluso un gran porcentaje de los que formamos parte de eso que denominan "los demás". Así somos los omnívoros.
Es curioso comprobar cómo, al acudir al mercado en busca de sustento, si nuestra economía nos lo permite y nuestra salud hace aconsejable el paseo, ejercemos de cirujanos fuera de quicio y nos volvemos inquisitivos al respecto de vísceras y pedazos de carne, que si este corte no es bueno, que si quítame las agallas, que si la piel es muy dura, que si me trocea usté el pollo...una sangría, ya digo, algo así como un Jack The Ripper de barrio popular. Y no reparamos en el supuesto homicidio a que se sometió al animal que tan gratamente observamos despedazado para mejor elegir sus más suculentas piezas. Ante tamaña y despiadada muestra de voracidad disfrazada de elegancia y limpieza, me pregunto por qué nos sorprendemos tanto, quienes aún andamos por la vida sin mayor apetito que el de carnes, vegetales, pescados, legumbres, ante la voracidad de alta costura de los poderosos.
Mi santa madre que, aunque de ello no haga alarde, es persona sabia y comedida (a veces, cierto), nunca acude al mercado ataviada de chándal o con la corona barrial de los rulos enardeciendo su testa. No, ella siempre ha defendido que pasear por el mercado es símbolo de elegancia, que no todos tienen la fortuna de poder hacerlo, y los atuendos que acompañen tan soberbia labor han de ser acordes, esto es: ir al mercado como otros van al trabajo en la cúpula de la gran multinacional, al Congreso de los Diputados, al evento en que se comercializa una novedosa línea de lencería chic, y en ese plan. Creo que está, mi madre, en posesión de una razón no deontológica pero sí lógica, y que no deberíamos, por tanto, criticar a los poderosos que se disponen a devorar personas, hipotecas, cosechas, papel moneda, con la elegancia que les es propia: ropa de marca, joyas estrepitosas, automóviles desbocados como los caballos que anidan su ingeniería mecánica...al fin y al cabo, ya lo decía mi madre, acudir al mercado bien vestido permite que el tendero te ofrezca la carne más jugosa, los pescados más frescos.
Vivimos tiempos de injusticia, es obvio, pero quizás la cometamos también todos aquellos que no disponemos de capital suficiente para gozar las más deliciosas carnes y acudimos al mercado vestidos de domingo, como si en nuestros bolsillos anidara algo más que un triste puñado de monedas insuficientes para paliar el hambre de delicatessen, vinos caros y falsa apariencia. Pienso que tal vez los veganos tengan razón, y se ahorran el bochorno de acudir al mercado sin dinero que invertir en una omnívora pitanza. Mientras esperan que caiga la manzana incluso filosofan, y nadie puede asegurar que no salga de entre sus filas un nuevo Newton, por ejemplo. Los poderosos, la verdad, nunca van al mercado, y no son ellos quienes despedazan con sus manos la vida a medio extinguir de quienes, en el mundo, sirven de alimento y ornamento en sus banquetes de dinero y sangre. Es posible que los poderosos no sean más que una suerte de veganos que esperan que el árbol de la sociedad deje caer en sus fauces sus más maduros frutos.
Así que debemos decidir: o nos hacemos todos veganos y esperemos que de los árboles, además de frutos, caigan billetes y cupones descuento, o comenzamos a deglutir insectos reventones de proteína de esos que anidan las cúpulas esplendorosas de la mercadotecnia y los corporativos despachos de mucha sigla y poco contenido. En el segundo caso permaneceríamos omnívoros a la par que seguiríamos las siempre sabias recomendaciones de la FAO.
P.S.: hubiese incluido en esta entrada una fotografía de unas larvas que gustan de comer en Corea del Sur pero, discúlpenme, a pesar de ser yo el fotógrafo, la estampa hace el mismo efecto que esas fotos de desgracias pulmonares de las cajetillas de tabaco...aún recorto la foto antes de fumar el primer cigarro.
Mi santa madre que, aunque de ello no haga alarde, es persona sabia y comedida (a veces, cierto), nunca acude al mercado ataviada de chándal o con la corona barrial de los rulos enardeciendo su testa. No, ella siempre ha defendido que pasear por el mercado es símbolo de elegancia, que no todos tienen la fortuna de poder hacerlo, y los atuendos que acompañen tan soberbia labor han de ser acordes, esto es: ir al mercado como otros van al trabajo en la cúpula de la gran multinacional, al Congreso de los Diputados, al evento en que se comercializa una novedosa línea de lencería chic, y en ese plan. Creo que está, mi madre, en posesión de una razón no deontológica pero sí lógica, y que no deberíamos, por tanto, criticar a los poderosos que se disponen a devorar personas, hipotecas, cosechas, papel moneda, con la elegancia que les es propia: ropa de marca, joyas estrepitosas, automóviles desbocados como los caballos que anidan su ingeniería mecánica...al fin y al cabo, ya lo decía mi madre, acudir al mercado bien vestido permite que el tendero te ofrezca la carne más jugosa, los pescados más frescos.
Vivimos tiempos de injusticia, es obvio, pero quizás la cometamos también todos aquellos que no disponemos de capital suficiente para gozar las más deliciosas carnes y acudimos al mercado vestidos de domingo, como si en nuestros bolsillos anidara algo más que un triste puñado de monedas insuficientes para paliar el hambre de delicatessen, vinos caros y falsa apariencia. Pienso que tal vez los veganos tengan razón, y se ahorran el bochorno de acudir al mercado sin dinero que invertir en una omnívora pitanza. Mientras esperan que caiga la manzana incluso filosofan, y nadie puede asegurar que no salga de entre sus filas un nuevo Newton, por ejemplo. Los poderosos, la verdad, nunca van al mercado, y no son ellos quienes despedazan con sus manos la vida a medio extinguir de quienes, en el mundo, sirven de alimento y ornamento en sus banquetes de dinero y sangre. Es posible que los poderosos no sean más que una suerte de veganos que esperan que el árbol de la sociedad deje caer en sus fauces sus más maduros frutos.
Así que debemos decidir: o nos hacemos todos veganos y esperemos que de los árboles, además de frutos, caigan billetes y cupones descuento, o comenzamos a deglutir insectos reventones de proteína de esos que anidan las cúpulas esplendorosas de la mercadotecnia y los corporativos despachos de mucha sigla y poco contenido. En el segundo caso permaneceríamos omnívoros a la par que seguiríamos las siempre sabias recomendaciones de la FAO.
P.S.: hubiese incluido en esta entrada una fotografía de unas larvas que gustan de comer en Corea del Sur pero, discúlpenme, a pesar de ser yo el fotógrafo, la estampa hace el mismo efecto que esas fotos de desgracias pulmonares de las cajetillas de tabaco...aún recorto la foto antes de fumar el primer cigarro.
Qué bueno¡
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