miércoles, 31 de octubre de 2012

rescatar la prostitución

Con gran fanfarria de voces disonantes y eruditos comentarios conocemos los españoles, como antes lo hiciesen los griegos, los italianos, los irlandeses, que la Gran Europa duda ante acudir o no, presta, a nuestro rescate, para librarnos de las feroces fauces de una crisis que ya instalado el tiempo de las sombras en la vida de numerosos ciudadanos. Digo que conocemos cuando en realidad nos sentimos abrumados, o directamente aburridos, por el incesante bailoteo de dimes y diretes que no hacen más que embrollar más el embrollo de esta crisis económica que, parece ser, asola el mundo.
Mientras tanto, el gobierno adalid de nuestro bienestar sube impuestos, recorta libertades que considera libertinajes y abre las puertas de esta mansión desvencijada que es la vieja Hispania a contrabandistas y extorsionadores de guante blanco (véase el caso del multimillonario mafioso dueño de casinos y otros lupanares de medio mundo que conseguirá acordonar con una nueva cadena de esclavos sumisos las baldías tierras del extrarradio madrileño). Y, ¿cómo no?, también duda entre suplicar o no el citado rescate.

Fue no hace mucho, en una de esas largas y sabrosas cenas entre amigos, cuando una de las mujeres que nos acompañaba se atrevió a extender, sobre el mantel previamente extendido, su ingeniosa receta para salir de la crisis: legalizar la prostitución.

Bien pensado, la supuesta legalización del más antiguo de los oficios proporcionaría no pocos beneficios a esta sociedad del malestar en que pretendemos acomodarnos. De lógica es que aumentarían las aportaciones a la seguridad social, y que crecerían vía tributo los numeritos que balancean las cuentas públicas. Efecto de un nuevo trabajo legalmente remunerado, especialmente teniendo en cuenta el gran número de trabajadoras/es del sector que nos ocupa. Lógicamente el sistema sanitario ahorraría gastos por enfermedades venéreas al existir un exhaustivo control médico previo de los sitemas inmunológicos de los/as trabajadores/as de lo lúbrico. El mercado inmobiliario podría ver incluso un inicio de renacer al tener capacidad, con los nuevos y controlados ingresos, de abandonar las calles tantas y tantas de las personas que surcan las horas nocturnas en el velero frío de la espera y el riesgo, siempre pendientes de la llegada de un salvífico vehículo portador de adinerado y respetuoso cliente. Y en este plan.

O sea, que sólo veo beneficios. Así se lo hice saber a mi amiga, así parecimos convenir todos: legalizar el lenocinio sería ventajoso avance. También las drogas, clamó uno de los contertulios. Y pienso que bien cierto es, pero eso me da para otra entrada en el blog, así que me lo reservo.

Lo dicho: todo beneficios, pero de ahí a que la legalización de la prostitución conllevase extirpar de una vez por todas la insana enfermedad monetaria que aqueja nuestra economía hay un largo trecho, creo. Me temo que los encargados de gestionar la labor de tan esforzadas mujeres (y hombres) buscarían las artimañas para poder seguir disfrutando de balde de los beneficios del trabajo ajeno.

Parece ser que las autoridades monetarias han pasado una noche de larga y sabrosa cena entre amigos, y que alguien ha tenido idéntica ocurrencia a la de mi amiga. Es por ello que confirman el rescate financiero como la más beneficiosa de las alternativas. Imagínense: legalizar la prostitución del trabajador a sueldo y dejarle a la ventura de matones, chulos, proxenetas, vestidos de Gucci y Valentino (algunos de Zara, que dada la honorable y representativa figura del éxito de su propietario poco importa que poco importen las prendas que comercializa), que gestionen sus esfuerzos y decidan el precio de los servicios ofertados. El trabajador no tendrá más salida que aceptar el precio indicado, caso contrario puede dar con sus huesos en el sucio y frío asfalto de la noche de la civilización. Ahí la duda: legalizar o no. Mientras toman la decisión alargan el banquete con profusión de licores, y pierden el hilo de sus propios razonamientos. Como el grupo de amigos del que formaba parte un servidor aquella noche de pitanza y charla. Como un servidor en estos mismos momentos.

Yo, en su caso, no dudaría. Al fin y al cabo ya han convertido el mercado laboral, hace tiempo, en un lupanar de baja estofa, y la sociedad en un baile de máscaras en que es difícil averiguar quién es el cliente y quién la prostituta. Tal vez con el rescate tendrían derecho los asalariados, al menos, a una exhaustiva revisión médica gratuita que les permitiese salir de dudas al respecto de una posible dolencia de la entrepierna contraída en una aciaga noche en que vieron cómo las últimas migajas de su sueldo sucumbían al sensual malabarismo de unas manos acostumbradas a provocar húmedas sensaciones.

Perdón, lo olvidaba, la sanidad también forma parte del banquete.


sábado, 20 de octubre de 2012

lucha de gigantes

Aún a riesgo de tacharme de cansino y reiterativo he de comenzar así: vivimos tiempos convulsos, extraños días. Sí, los días se aparecen hoy como fotografías movidas por el temblor aterrado de quien se sabe moribundo.

Hemos podido revulsionarnos, los que tenemos la fortuna de poseer dedos inquietos que teclean el ciberespacio, ante innumerables imágenes de ciudadanos en ejercicio del democrático derecho a proclamar pública repulsa ante políticas que, consideran lesivas para su moral y su bolsillo (derecho a huelga, lo llamaban) violentamente golpeados por aquellos aprendices de superhéroes a que las autoridades han osado regalarles el disfraz de ídem para que mejor entren en su papel de defensor del orden.

Una rabia contenida ha forzado a muchos a reprimir, supongo, instintos humanos (demasiado humanos, decía el poeta), y no salir a las calles armados de palos y piedras. A pesar de todo, por algún resquicio informativo de esos que gustan de desinformar y alterar los nervios de los acomodados biepensantes, se han colado brutales escenas en que otros manifestantes, distintos a los que componen esa marea de pacífica indignación, expresaban su rabia con violentos arrebatos. Es así que, en muchas de las miríadas de manifestaciones que hoy encienden de primavera joven y rebelde los jardines metropolitanos, hemos podido observar cómo mientras unos alzaban las gargantas afónicas de pacífica consigna, otros alzaban el brazo para mejor impulsar piedras, botellas, desperdicios, contra las fuerzas del orden.

Gracias a la red de redes vengo estos días sumergiéndome de nuevo, una vez más, en la prosa elegante y certera de mi admirado Hermann Hesse. En algún lugar leo una frase, en otro una cita poética, en el siguiente una breve reseña de algunas de sus obras. Puebla estos días, la red, el autor alemán, y prefiero ignorar las evidentes causas.

Hermann Hesse (cortesía de "la red")
Como cada vez que regreso a Hesse, comienzo por El Lobo Estepario, y me enredo de nuevo en la violencia contenida de esa escena en que Harry Haller trepa los nudos rugosos de ese árbol hastiado de la cercanía del tráfico rodado sólo para ir descargando su escopeta sobre los conductores que enderezan su auto para mejor tomar la curva más cercana. Pocas escenas tan violentas como aquella, que sucede en ese Teatro Mágico y en que tan a gusto nos sentiríamos más de uno. Al fin y al cabo, sin salir el protagonista del laberíntico Teatro, asistimos excitados y ansiosos a esa otra escena en que la bella Armanda tartamudea su personalidad con un vertiginoso cambio de disfraces, dispuesta a envenenar los sentidos, la realidad y la hipocresía. Y...¿quién no se sentiría a gusto en los brazos de tan deliciosa matarife?

Entrar en El Lobo Estepario, en mi caso, lo reconozco, es no querer salir, ansiar quedarse a vivir en ese teatro para locos no para cualquiera en que la entrada sólo cuesta la razón. Pero tal vez sea diosa Fortuna quien me permite desmoronar el hechizo y salir a tomar aire...un instante...hasta que me interno en Demian, Narciso y Goldmundo, Entre las ruedas ó El Juego de los Abalorios, y tomo de nuevo conciencia de andar siempre varado en mis contradictorios afanes. 

Juego de contrarios, conjugación del plural que habita en cada individualidad, eterna lucha del Bien y el Mal, confrontación esquizofrénica de todo humano que como tal se reconozca. Así, leer a Hermann Hesse, aparte el placer de su prosa exquisita y penetrante, no nos deja mayor enseñanza que la de la dualidad moral del Ser Humano, esa constante lucha que en nuestro interior entablan Luz y Oscuridad. En Narciso y Goldmundo se sirve el autor de dos personajes distintos para mejor establecer los contrapuestos valores que nos habitan. Pero en El Lobo Estepario Hesse esculpe las trincheras del campo de batalla en los opuestos hemisferios cerebrales del un sólo hombre, una misma persona que, en ocasiones, semejan dos contrapuestas.

Pienso de nuevo en las manifestaciones. Releo los comentarios que tienden a acusar a los alborotadores de ser inflitrados de las fuerzas de el orden para mejor disolver la marea humana. Pero pienso si no resultarán, los manifestantes pacíficos y los violentos provocadores, ser las mismas personas.

Tal vez, como en Hesse, una persona desfila indignada pero pacífica, al son de la marea humana, al inicio de la marcha, cuando las consignas son festivas y la esperanza de poder cambiar el rumbo de la Historia aún es perfume fresco. Y tal vez, como en Hesse, esa misma persona, comience a corretear, indignada pero violenta, una vez que la Policía haya ejecutado la primera carga para devorar sus esperanzas demostrándoles que no, no hay esperanza de cambio y el rumbo de la Historia sólo tiende a escorarse más en busca de una zambullida definitiva, sin retorno, al más puro estilo Titanic.

Hay otros mundos pero están...en mi cabeza.

miércoles, 10 de octubre de 2012

élite insomne

Ha regresado la enfermedad, como una caricia imprecisa, a desordenarme las horas, los tiempos, los sentidos. Parece al menos que, cuando enfermos, algo de provecho hacemos: transgredir horarios, abaratar las responsabilidades al igual que abaratan el despido los prohombres de progreso. Quizás también lo hagan ellos por enfermedad, mental en este caso.

El caso es que amanecer a un día de enfermedad te permite leer la prensa prestándole aún menos atención que cualquier otro día y, paseando la mirada por entre las líneas en negrita de los titulares como lo haríamos con el perro del vecino por entre la hojarasca agreste del parque de enfrente, encontramos noticias que nos suenan a anécdota, o anécdotas que nos parecen noticias, quién sabe. Yo, hoy, algo he leído sobre la necesidad que tiene el ser humano de dormir al menos 8 horas diarias. ¿Sabiduría popular? No, viene en la prensa.

La noticia de marras parecía aludir a unos profusos y difusos estudios científicos relativos a la causa por la que algunos de nosotros necesitamos menor número de horas con el piloto automático de la vigilia desconectado para poder desarrollar una actividad laboral (siempre lo laboral, tan enquistado en nuestra piel) al día siguiente. Sinceramente, al comenzar a perder la mirada entre expresiones del tipo "molecular psychiatry", "Universidad de Ludwig", "mutación genética P385R", "cronobiólogo francés" y "short sleepers", he perdido el entendimiento todo y he volteado mi cuerpo en el jergón que acuna mis fiebres. Sólo he sacado en claro de mi lectura parcial que los que con 6 horas de reposo nocturno tenemos suficiente para enfrentarnos al nuevo día formamos parte de una élite. Lo juro, así lo afirman: formamos parte de una reducida élite.

Es cuando los renglones torcidos de la noche crean guarida en que guarecer la ausencia de sueño que las pesadillas asientan sus posaderas en el trono de la ansiedad. Pesadillas reales, no esas de las que sabes que despertarás pasado un tiempo. Guadañas que recortan la sombra de un ruido, mudos gritos que ahogan una rebanada de silencio que quería ser tu desayuno que no llegará...porque la noche se alarga se aquieta se agiganta y tú no puedes dormir y enredas el tictac mugriento de ese reloj que no tienes tartamudeando palabras, a oscuras (nunca despiertes a quien junto a tí descansa si es que tienes la suerte de poder enmudecer tu respiración agitada con el respirar calmo de un/a durmiente amado/a) en una libreta que recordabas haber dejado sobre la mesilla de noche, antes que tu mano sellase el acta de defunción de la bombilla del cuarto, ya ves, cosas de afortunados, es lo que tiene formar parte de esa élite que sólo necesita 6 horas para dormir antes de enfrentar el esplendoroso insulto del nuevo día. Y no hay soberbios sueños de ensoñadoras ninfas que te acaricien durante esas horas que se dirigen hacia el descanso como Sísifo lo hacía hacia la cumbre de la montaña, empujando segundos, minutos, como aquél una piedra y, como aquél, con el mismo nefasto resultado.

Rendimos, los que formamos parte de la "élite de las 6 horas", al día siguiente quizás tan sólo porque no tenemos trabajo que desempeñar, o porque no es el trabajo lo que nos quita el sueño. Tal vez sólo pretendamos dejar huella en este mundo al pasear esas horas de vigilia que arrebatamos al sueño para sentirnos tan sólo más desgraciados y envidiosos de el/la que a nuestro lado recompone su día entre ronquidos y planes para la jornada venidera. Vamos, lo que se dice una élite: la de aquellos que sueñan despiertos porque no les queda más remedio. Tal vez lleguen a ser élite aquellos que empleen su insomnio en elaborar nuevas recetas comerciales con las que enfermar a sus iguales...negocios, regateos, acciones, inmuebles, cifras, modas, etcéteras.

Yo hoy, por si acaso, aprovecharé la fiebre para echar una cabezadita. A ver si hay suerte y una ninfa madura de sabiduría carnal me enreda el cabello con el humo de un cigarro tardío.

Buenas noches y...que tengan dulces sueños...

jueves, 4 de octubre de 2012

economía del corazón

Estos días son propicios a que sepamos de extravagantes incidencias. Resulta que una marea de ciudadanos desesperados rompe una y otra vez contra la estridente orilla de la desesperación.
Así una mujer de avanzada edad que decidió encerrarse en la sucursal bancaria a que había confiado, desde hace años, sus escasos (o no tanto) ahorros. Creo que la cifra eran 24.000 €. Sí, en 24 ocasiones había, la buena mujer, ahorrado la cantidad de 1.000 € desde que hubiese decidido abrir cuenta corriente en la entidad financiera que hoy, tras años de cobro de comisiones y sugerencias de planes de pensiones, se negaba a reintegrar de inmediato a su legítima propietaria la cantidad confiada.

Nuestra protagonista decidió, no nos atrevemos a decir si con buen o mal criterio, encerrarse en la sucursal bancaria, junto a los asalariados del miedo y los clientes del terror que la circundaban, hasta que se le reintegrase céntimo a céntimo cada uno de los miles de unidades monetarias que esforzadamente había conseguido acumular, con el paso de los años y el desgaste de la vida. Es lógico que el Banco no quiera devolver su dinero a la ciudadana referida. El Banco vela por la fluidez del capital. Los Bancos existen para que el dinero fluya, y no quede estancado en el bolsillo de cualquier cliente malhumorado.

Ahora que las líneas del corazón se trazan en otras geografías, comienza la distancia a traerme recuerdos de amigos, reflejos de momentos álgidos de sonrisas y plenos de efervescencia sentimental. Es ahora que transcurren los días alejado de aquellos que en tantas ocasiones han decidido rellenar con palabras, sonrisas, abrazos los inevitables huecos del corazón, que comienzo a valorar en mayor medida su palabra cercana, su cercanía silenciosa, su silencio cómplice, su complicidad sonriente y caudalosa.

Creo que buscamos, todos, en nuestras vidas, estabilidades que nos provean amistades periódicas como un salario a fin de mes, amistades de fin de semana o fiesta de guardar, camaraderías aseguradas como lo están nuestras viviendas o automóviles, cariños estables, fijos, planos como las tarifas que contratamos para nuestros teléfonos. Quiero decir que nos agrada y hace sentir seguros el abrazar a ese amigo al que sabemos abrazaremos de nuevo en un plazo no mayor de 15 días. Que desearíamos retener por siempre esos momentos de plenitud que nos provoca su compañía.

Pero es en la lejanía, digerido ya el espinoso momento de la separación, cierta ya la agria sensación de carencia, cuando la siguiente reunión se antoja lejana, que comenzamos a asimilar lo positivo de ver cómo la amistad fluye libre de cadenas y normas, y hacemos de ella cauce torrencial en vez de regato estancado. Es en la distancia que nuestro latido se torna vendaval en el recuerdo del abrazo amigo. Es con los sentimientos en fuga que mejor apreciamos su pureza o falsedad. La melancolía, bien lo saben los cantantes de fado, puede ser catálogo de eternidades.

Ahora que encuentro lejano el abrazo pero muy adentro la amistad cierta, me estoy volviendo un poco banquero del cariño. Creo que no está de más dejar fluir el amor o esas fraternales sensaciones que en más de una ocasión nos encadenaron a una madrugada sucia de alcoholes y tabacos, de sábanas revueltas y fluidos desperdiciados, sólo por seguir deseando a nuestro lado ese aliento permisivo que nos embadurnaba la vida de plenitud y ganas de vivirla sólo porque quien nos acompañaba, besaba, abrazaba, hablaba o miraba era ese alguien especial que desbarató nuestro rumbo al cruzarlo con su vértigo de caricia y afectos: ése al que ahora, en la distancia, estamos seguros de poder llamar amigo.

Puede, pues, que esté equivocada la señora que se encerró en la sucursal bancaria para reclamar su dinero. Tal vez debiese dejarlo que siga fluyendo, para mejor apreciarlo. Al recuperarlo no hará más que dilapidar su valía en unas vacaciones, cubrir parte de la hipoteca de sus hijos, o alguna nimiedad del estilo. 

Posible es que los dirigentes del mercado financiero sean los nuevos filósofos del corazón y apliquen a lo material aquello que más nos conviene aplicar a los espiritual: que fluya el dinero y tome distancia, para que aprendamos a dejar fluir los sentimientos y, en la lejanía, mejor aprendamos a valorarlos.


O simplemente pueda ser que a mí la distancia me está equivocando el entendimiento. En mi descargo diré que los sentimientos, al contrario que los flujos económicos, dudo que sean ciencia exacta.

miércoles, 26 de septiembre de 2012

infarto aviar

Día de lectura, de tomar defensiva posición ante la prensa, esa uniformada milicia que pretende enterrar el tuétano de la información en el campo de batalla de la mercadotecnia. Una vez desbastada la feroz enredadera de cifras bursátiles y términos de alta economía que, parece, hoy debe comprender todo ciudadano si pretende acompañar la vertiginosa galopada de los tiempos, tomo conocimiento de una de esas noticias "curiosas" que últimamente, junto con las columnas de opinión, son lo menos despreciable de lo precipitado en los matraces de esto que pretenden vendernos como periodismo. 

Resulta que, por motivos que nunca comprenderé, viene hoy a ocupar un rincón de los noticiarios la historia de una mujer asturiana que, debido a un accidente en la serrería propiedad de su progenitor, a inicios del pasado siglo tuvo la desdicha de perder ambos brazos cuando recién había cruzado la tierna frontera de los ocho años de edad. Una triste historia hasta que descubrimos que la joven hizo de necesidad virtud y se convirtió en hábil tiradora al blanco, practicante de piano, violín y acordeón, experta mecanógrafa y habilidosa jugadora de billar y cartas, entre otras disciplinas. Una versión prematura de los artistas que, con los pies o la boca realizaban ensoñadores óleos que pasaban a decorar los calendarios de Artis Mutis, vendidos a tropel en épocas navideñas cuando mi más tierna infancia.

La crónica que relata la vida de la joven asturiana pasa casi de puntillas por su carrera profesional en teatros y foros públicos haciendo gala de sus habilidades, para centrarse en la estocada final de su desgracia, cuando fue arrestada por las tropas del dictador Francisco Franco por no levantar el brazo al paso del feroz mandatario. O sea que, no sé si porque vivimos tiempos guerracivilistas o por mero regodeo en la caricatura de la desgracia, los artículos que encuentro sobre la citada mujer extienden mayor número de frases para ensalzar su resistencia a las absurdas leyes fascistas que para glosar su obstinación frente a las despiadadas leyes físicas que le impusieron su condición de tullida.

Abandono la lectura para degustar un delicioso plato de pollo tikka, y queda anulada mi motrocidad alimenticia, al topar con una de esas pechugas especialmente jugosas y rollizas. Comemos, de tanto en tanto, esas porciones de jugosa carne que, en un pollo, por ejemplo, se antojan suculentas por presentarse bien hinchada la tajada. No tengo ni idea de zoología, biología ni demas disciplinas pero quiero imaginar que ese pedazo de pollo tal vez sea la consecuencia del colapso sanguíneo que produjo en el animal, en el momento de su muerte, la certeza de ir a perder la conciencia y, ¡ay!, también la cabeza. Así que nos comemos gustosos un pedazo de pollo infartado.

Es así la carne más sabrosa a nuestro paladar. O es así que nos embelesa y más grato se hace a nuestro paladar aquello que lleva el sello de garantía del sufrimiento, y nos esforzamos, por ello, en la busca y caza de carnes doloridas, enfermas o directamente fallecidas.

Regina García López, la asturiana mutilada de quien venimos hablando, sufrió cárcel por negarse a levantar el brazo que no tenía, frente al dictador. En prisión enloqueció y falleció en un infecto manicomio castrense. Pero eso no nos importa. Lo que más interiormente nos concierne es la insaciable voracidad del humano regodeándose en la protuberancia que hacía las veces de brazo en el caso de la tullida, obligándole a alzarlo al cielo. La misma voracidad insaciable que se regodea en el infarto del pollo (o el exceso de sustancias químicas de acelerado efecto sobrealimentario, vaya usté a saber) para más placenteramente hincar el diente. Nadie mira ya la valentía que obligó a Regina a inmolarse, sólo hincamos el diente en su muñón infartado de ausencia, en la anécdota. Igual con el pollo, no nos importa cómo viva ni muera, sólo la jugosa tajada de su carne infartada.

Finalizo la jornada escudriñando vía Google cualquier opción, por mínima que sea, de que mi teoría del pollo sea cierta. No encuentro argumento alguno que pueda sostener la misma. 

Apago el ordenador pensando que quizás debería leer menos la prensa, y dedicarme a mis elucubraciones que, aunque carentes de base científica, se me antojan más poéticas que las noticias del día.

lunes, 17 de septiembre de 2012

el peso del silencio

Inesperadamente, me asesinan la memoria ciertos mediodías del estío, a la sombra mermada del bochorno levantino, cuando aún húmedos de inmersión playera y ducha fría regresábamos al pequeño apartamento alquilado en que mi abuela se afanaba a los fogones, con un collar de sonrisas decorándole el delantal. Anticipaba, con su inequívoco entusiasmo, el festín de besos y carantoñas con que agradeceríamos, los nietos, las delicias que aún andaba cocinando.

Mi abuelo, por el contrario, derrochaba maña y prisa en disponer los cubiertos, platos y bandejas sobre el desvaído hule con que pretendíamos adecentar la desnudez amoratada de una mesa camilla maltratada por el transcurrir macho de años y uso excesivo. Quería terminar pronto con su labor, a tiempo para amordazar su osamenta sexagenaria a los musicales muelles del sofá del salón. Desde que sobre la mesa quedaban dispuestos los elementos no órganicos que ayudarían a más fácil devorar el festín, hasta que las viandas humeaban entre sus fronteras de aluminio inoxidable, remoloneaba un peluche de minutos muy querido por mi abuelo: la hora de "el parte".

Así llamaba él al noticiero o telediario: "el parte". Y nosotros respetábamos su avaricia de información ocupándonos, silenciosos, en diminutos quehaceres como sacudirnos el salitre en la bañera, o mudarnos la camiseta húmeda para evitar cortes de digestión. En silencio, ya digo, "el parte" era sagrado.

En estos días se ha organizado cierta algarada informativa, o más bien desinformativa, respecto al poco ético comportamiento de la televisión pública española, al relegar a la última fila del noticiero, como si de un alumno díscolo y bromista se tratase,  una información que al menos deberíamos considerar de "cierto calado", por tratarse de la pública manifestación de una importante parte de la ciudadanía de su deseo de independencia del Estado Español (y disculpen si equivoco los términos...estado nación país territorio y ese largo listado de términos más propios de un listín telefónico, en ocasiones, me nublan el entendimiento). La importancia del hecho en sí ha quedado casi oculta tras el chaparrón de opiniones encontradas al respecto de la manipulación televisiva. Pero no quiero detenerme en este breve tropiezo que sufre nuestra Historia.

Y no me detengo porque caigo en la cuenta, al intentar desentrañar la realidad, exponer a la luz la hipócrita y premeditada falsedad de unos y otros, de que sea cual sea la noticia, en realidad nadie presta atención a "el parte", y mientras las vísceras de la Historia son expuestas con mayor o menor rigor por los voceros de los mass media, todos hablan, nadie escucha.

No me vanagloriaré públicamente de la sabiduría de mi abuelo, pero sí quiero recordar aquellos momentos de silencio impuesto. Al más mínimo comentario o risotada que nuestras infantiles gargantas osasen proferir, restallaba el verbo grueso y grave de mi abuelo para espetarnos "silencio, dejadme oír el parte". Y es así que callábamos, obedientes y sumisos, y reptaba en nuestro sistema auditivo una serpiente de datos que, sin llegar a comprender, inoculaba tersamente en nuestro entendimiento su reflexivo veneno. Un veneno pesado y macilento que, intuyo, nos imposibilitaba para el comentario irreflexivo.

Es así, guardando silencio y escuchando "el parte", que podemos llegar a comprender los mecanismos con que se fabrica la mentira, la falacia, la partidista opinión que malbarata la Historia. Asimilamos así la gravedad del asunto. Caso de parlotear opiniones recién fecundadas al más mínimo comentario informativo nos convertimos en torpe remedo de torpe contertulio de los muchos que habitan las ondas hoy día. Opinar sin reflexionar, sin escuchar "el parte".

Añoro, ya digo, aquellos minutos que precedían a la comida familiar. Minutos de sosiego recogido en que sólo se escuchaba la voz de corresponsales y presentadores, incluso la de "el hombre del tiempo". Después, ya en la mesa, los adultos conversaban y opinaban sobre lo escuchado en "el parte", intentando desenmarañar el ovillo de medias verdades oculto en las noticias del día.

Descubrí así el valor del silencio. Ése que hace que las farsas y las manipulaciones caigan por su propio peso. O, como la manzana de Newton, quizás, por la gravedad que encierran.

viernes, 7 de septiembre de 2012

artístico deber

Me invade una incómoda sensación de déjà vu, últimamente, al escuchar y leer, de continuo, en rotativos y demás retoños de los mass-media, frases que imaginé ya sepultadas en el último reducto de la memoria y el tiempo. Evitaré circunloquios e iré al grano: "me debo a mi público", "todo se lo debo a mi público", y un sinfín de variantes de tan hipócrita frase se escuchan a menudo en boca de aquellos que el poder mercantil ha decidido erigir en nuevas personalidades públicas. Hablamos, claro está, de cantores, toreros, futbolistas y demás gloriosa troupe del mundo del espectáculo (sí, los futbolistas también, no me dirán que carece de espectacularidad ninguno de los spots televisivos que protagonizan, ni alguno de los deportivos utilitarios desde los que regalan autógrafos a sus enfervorecidos fans). Artistas los llaman, así en genérico, all right! Por cierto: curioso lo cool que me está quedando el artículo en cuanto a términos extranjeros (barbarismos) cuando de algo tan castizo vengo a disertar.

Porque fue en castizos períodos de la historia patria cuando algún popular cantaor de rumbas (o en ese plan) decidió acuñar la frase de marras: "yo me debo a mi público". No pocos adeptos le propició al artista. De bien nacido es ser agradecido, dicen, y el público siempre agradece que aquellos a quien admira le agradezcan el desembolso económico que por ellos realizan sin rechistar.

Aprendí de bien joven a enamorarme de la literatura, sin preocuparme en absoluto por el aspecto o íntimas creencias de aquellos que habían escrito aquellas palabras que me hacían estremecer.
Con el paso de los años y la implacable crecida de la irracional mitomanía, conseguí conocer los malcarados rasgos de un Baudelaire adicto a los estupefacientes, la ruleta de criminales tropelías a que gustó de jugar toda su vida Genet, las explícitas veleidades filonazis de Céline, o la dolorosa verbena lasciva en que gustaba de entretener sus días el Marqués de Sade, por poner sólo algunos ejemplos.

Todos ellos, entre tantos otros, engalanaron sus vidas con la podrida simiente de su cuestionable moralidad, pero también con la bendita siembra de la ineludible Belleza.

Louis-Ferdinand Céline (cortesía de "la red")
Louis-Ferdinand Céline agotó su ajetreada existencia entre ocultos rencores y públicas condenas, y arrastró sin remedio su estigma de criminal vocero de la furia antisemita. Claro, que también emprendió un desolador Viaje al Fin de la Noche en que, no pocos, aprenderíamos los líricos vericuetos de la desesperación y fraternidad humanas, y empezaríamos a venerar ese arte que se moldea con palabras y silencios, con ruidosos sentimientos y amortiguadas orquestas. Gracias a Céline, ese ogro racista, entramos algunos en el florido salón de la alta Literatura.
Habrían de pasar 50 años de su muerte para que el Gobierno francés pretendiese rendirle público homenaje. No sucedió. Pesó más la opinión de los guardianes de la moral.

Por su parte Jean Genet, ensució el paso de los años con los bizarros detritus que expelían las paredes de cárceles y comisarías, los besos de golfos y asesinos, llevando hasta sus consecuencias el total deseo de vivir en el mal absoluto. Sí, transformó al maleante en héroe, pero también tomó entre sus manos la cruel sordidez del crimen y la barbarie, y de entre el crujiente lodo de la abyección extrajo lirios tipográficos de cimbreante belleza, transformando el Diario del Ladrón en un catálogo de emociones fronterizas.
También el Gobierno francés quiso homenajear a Genet. En este caso lo consiguió, por obra y gracia del izquierdismo de postal de barraca de feria de la sociedad francesa. Fue aquí el autor quien denigró el homenaje mirando hacia otro lado.

Ninguno de los dos autores (ni el resto de literatos franceses citados antes) declararon o pretendieron simular hallarse en deuda con público alguno. Su arte se desarrolló como una revuelta carcelaria, como un maremoto provocado por unas pruebas nucleares, como la violación de una virgen en el Altar Mayor. Era Arte concebido en lo más profundo de las entrañas del ser humano. Y es esta Belleza, que brota como pincelada de lava o esfumatto de tormenta, la que yo aprendí a adorar, desde mi más tierna adolescencia, sin importarme lo más mínimo que sus creadores jamás fuesen a sentirse en deuda conmigo, ni siquiera incluso a desearme nada bueno (de haber estado vivos y haberme llegado a conocer). De hecho siguieron escribiendo a pesar de haberse granjeado viscerales odios. Escribían, tal vez, para saldar la deuda que con ellos mismos habían contraído, al nacer.

Hoy estarían mal vistos, y los noticiarios les usurparían incluso la gloria de televisivos minutos que profetizase Andy Warhol.

Tal vez sea culpa mía: quizas sólo admiro el Arte cimentado en las cloacas. Aunque bien pudiera ser que andemos ya chapoteando en las cloacas del Arte.

viernes, 31 de agosto de 2012

el muro

Resulta que algún gamberro cibernético de esos que, para dárselas de políglota, alguno gusta denominar hacker, ha decidido llevar a buen término la pueril aventura de piratear las cuentas personales, en una planetaria red social de las que utilizamos hoy los humanos para comunicarnos, de un nutrido grupo de futbolistas de fama mundial. Al parecer la intención era hacer mera mofa de los citados deportistas, poner en entredicho su popularidad haciendo creer a sus seguidores (fans, los denominan los avezados políglotas, también) que las frases surgidas de la imaginación del "gamberro" lo hacían de la de los que por todo el mundo persiguen el esférico de cuero para por todo el mundo recibir ovaciones y suculentos réditos.

Nada que objetar, allá cada uno con sus maneras de divertirse, o de vivir.

Fue durante mi estadía peruana que tuve la fortuna de conocer una manera de hacer propaganda política distinta a la que mi vida en Europa me tenía acostumbrado. En plena campaña electoral, los proselitistas de cada una de las fuerzas en pugna por la gobernanza del país, inundaban las fachadas de edificios con una marea de gruesa pintura que realzaba las bondades de cada candidato con un oleaje intermitente de nombres, siglas, invectivas, eslóganes. Y digo bien, intermitente, pues el nombre del candidato más populista se veía, al día siguiente, desvaído y deslavazado por las letras que configuraban el apellido del más liberal de los postulantes.

Gustan los peruanos, podríamos imaginar, de mostrar sus capacidades artísticas ensuciando muros, portadas, tapias, murallas, ya que ningún conglomerado de piedra o madera alzado a efectos de delimitar propiedades o terruños queda a salvo de la indeleble labor propagandística de los acólitos de la democracia. Hasta tal punto que, en ocasiones, de seguidas de los colores y nombres de los candidatos en liza, surgían nuevas pintadas que ponían en sus bocas consignas radicalmente opuestas a su manera de comprender la política. Que se mofan los seguidores de un partido de los del opuesto, o sea.

No falto quien me insistió, una vez regresado a la tierra en que nací, acerca de la ignorancia e incultura que supone el convertir las ciudades en un festival de paredes coloreadas, lo atrasado de tiznar el mobiliario público y las privadas paredes con los borbotones oscuros de la propaganda. Pueda ser.

Hoy, en esta misma nación que escuchó mis primeros aullidos, los medios de comunicación se hacen eco del escándalo que ha supuesto el que un anónimo utlice las personalidades cibernéticas de un puñado de deportistas para poner en su boca y pensamiento (a tal punto hemos llegado: lo proclamado en el ciberespacio va a misa) palabras opuestas a su pública imagen, burlas, ridiculeces, mofas. Habrá quien proclame la supuesta ignorancia e incultura de una sociedad que, aún mermada por el saqueo a que la someten políticos, "mercados" y el resto de poderosos, entretiene sus horas leyendo las frases falsamente escritas por un puñado de futbolistas cuya único designio es el enriquecimiento fulgurante y libre de impuestos. Pueda ser.

Tal vez alguien, a uno y otro lado del Atlántico, para satisfacer a los abanderados de la cultura y el buen hacer, debería poner freno a esta orgía de pintadas equívocas, tanto en las paredes de la ciudad como en los "muros" de las redes sociales. Pero temo que ese "alguien" esté al llegar y albergue nocivas intenciones dictatoriales.

Estaremos atentos.

viernes, 24 de agosto de 2012

terapia educativa

Observamos, desde hace ya demasiado tiempo, el suburbano transformado en colorido desfile de eslóganes que juegan a esquivar las manos tendidas de los desheredados del bienestar occidental. O sea, que aparte numerosas personas, como usted y yo, pidiendo limosna y caridad para evitar la inanición y la expulsión de las "camas calientes", se observa a muchas otras que portan, serigrafiadas en su atuendo, consignas tendentes a concienciar al otro de las más diversas carestías sociales: la lucha por mantener la escuela pública, la pugna abierta contra el capitalismo salvaje, la urgente llamada a socorrer a los afectados por conflictos bélicos, y en este plan. Los hay que siguen portando, orgullosos, filigranas y firmas distintivas de la calidad de las prendas usadas: marcas registradas, logotipos, enseñas, etcéteras. Faltaría más.

A medio camino entre unos y otros, imagino, están aquellos cuyas prendas publicitan algún evento, identidad corporativa de segunda fila, o curso de mayor o menor relumbrón, pero que, en cualquier caso, en vez de precisar su onerosa compra, han sido distribuidas de manera gratuita para mejor divulgar su existencia. Me refiero a las camisetas publicitarias, símbolo evidente de que quien las porta aún tiene la fortuna de poder vestir de balde, y el orgullo de no gastar en prendas más caras, de mayor calidad.
Entre ellos me ha sorprendido hoy una mujer de mediana edad, no por su porte sino por el mensaje inscrito en su camiseta:
Formación para la prevención y terapias preventivas del estrés en el ámbito educativo

Fue en mi último viaje por La India que tuve la fortuna de conocer, de primera mano, los desvelos y sufrimientos de un esforzado profesor de primaria, en la localidad de Khajuraho, famosa por sus templos esculpidos con explícitas secuencias amatorias. Aparte el florido perímetro en que se ubican los citados templos, la ciudad se extiende, como la práctica totalidad de urbes del país, en una amalgama malsana de chabolas y viviendas puestas en pie con los materiales más dispares: desde restos arquitectónicos a bidones de gasolina, pasando por bostas vacunas.

Allí, el profesor local, como digo, me informó de que los más afortunados de entre sus alumnos podían acudir a clase en los pocos momentos libres que el trabajo en una cercana fábrica de ropa, regentada por una mundialmente reconocida firma, les permitían. Hacía poco que los patrones de la fábrica habían cedido a la escuela una remesa de camisetas de esas que aquí denominamos con "tara". Y ahí surgió la idea del pedagogo: decorar con tinturas altamente tóxicas pero totalmente indelebles las citadas camisetas, registrando en ellas el nombre de cada uno de los niños, para que mejor pudiesen seguir reconociendo su identidad maltrecha.

Es difícil pensar que en nuestra sociedad alguien pueda llegar a olvidar el nombre con que sus progenitores quisieron mentarle, al nacer. Pero en Khajuraho vive un niño de 12 años que no recuerda, o prefiere ignorar, el nombre con que le inscribieron al nacer, ya que sus compañeros de trifulca y juego siempre se han referido a él como Charlie, en dudoso homenaje a las desgarbadas figuras que sus piernas esculpen al caminar, producto de la poliomielitis, y semejantes a los andares de aquel famoso cómico de apellido Chaplin. Tras mantener atento coloquio con su profesor, cada día, Charlie tomada dificultoso y lento asiento en las esterillas que, sobre el terrado escueto de la escuela,  hacen las veces de pupitre, y continuaba trazando, moroso y firme, las líneas que terminarían por dar forma completa a su verdadero nombre: Navil.

Comprendo ahora mejor el eslogan que portaba, en su camiseta, la mujer del metro:
Formación para la prevención y terapias preventivas del estrés en el ámbito educativo
Imagino que no es fácil para un niño evadir la ansiedad que provoca el verse sometido, a diario, a un bombardeo de nombres concebidos para mejor reconocer las prendas que firman y distribuyen tantos y tan afamados modistos, creadores, comerciantes, sin alcanzar jamás a conocer siquiera el rostro de los mismos. Aunque tal vez las citadas terapias estén orientadas a evitar el estrés en el profesorado, y no en los alumnos, quién sabe, es posible que sea tal dolencia la que les haya empujado a crear un seminario con tan redundante título.

jueves, 16 de agosto de 2012

agua de fuego

Parece ser que en un pequeño comercio londinense, hace unos días, el dependiente pudo defenderse del imprevisto intento de robo de unos agresivos atracadores gracias a unas botellas de cerveza. Así lo deducimos viendo las imágenes que la cámara de seguridad del establecimiento registró el día de los hechos. Los encapuchados ladrones se acercan peligrosamente al dependiente, empuñando diversas armas blancas, hasta que éste comienza a lanzarles, con olímpicas celeridad y puntería, una tras otra, numerosas y voluminosas botellas de cerveza.
Finalmente los ladrones tuvieron que huir, con su cuerpo dañado seriamente por los impactos del vidrio, de tal manera que los agentes del orden pudieron darles alcance al poco tiempo. El dependiente, como consecuencia de su heroica gesta, fue nombrado "empleado del mes" por sus superiores. Sí, pensábamos que eso de entretener el maleable ego del sufrido trabajador con públicos nombramientos carentes de acompañamiento monetario era invento al que se suscriben únicamente los guionistas de telecomedia norteamericana, pero ya ven (signo de los tiempos) que es costumbre real y extendida.

Recuerdo, de cuando la adolescencia comenzaba a poblar de erupciones cutáneas la piel de mi rostro y de indecisiones e inquietudes la dermis etérea de mi alma, los sabios consejos de mis progenitores al advertirme, en las horas precedentes a cada nuevo fin de semana, de los insoslayables perjuicios que me causaría la ingesta desmedida de alcohol.

Salíamos a la calle, en atropellada manada de camaradería y feromonas, con la firme intención de embriagarnos para mejor ocultar la más sana necesidad de entregarnos a los brazos delicuescentes de alguna hembra niña dispuesta a pasar por alto nuestra falta de experiencia y lo poco agraciado de nuestro físico. Es así que bebíamos en los parques, a la sombra hiriente y presuntuosa del atardecer. Agotábamos botellas de litro de cerveza al mismo ritmo endiablado con que ibamos finiquitando las pocas opciones de gozar un frugal encuentro sexual, pues la ingesta de alcohol nos situaba, de inmediato, lejos de la órbita de interés de las chicas del grupo, que preferían siempre pasear los matorrales del parque en compañía de otros más serenos. Nada más patético que un adolescente borracho. Claro, que esto lo comprobamos ahora que la adolescencia es, tan sólo, una fotografía sepia con los bordes carcomidos por la digestión del tiempo.

Podemos resumir que tenían razón nuestros padres, y que aquel irresponsable consumo de cerveza (de alcoholes más agrestes los chicos que tenían "posibles") no nos producía mayor rédito que una torpe borrachera de la que tendríamos que dar cuenta una vez regresados al hogar.

Pero había siempre el compañero, amigo que, apurada ya la botella, aún tiritando en los labios el último trago, la tomaba entre sus manos para lanzarla con fuerza contra la pared más cercana. El vidrio se convertía, a su impacto con el hormigón, en una verbena de ruido y brillo esmerilado, y el autor de la fechoría proclamaba así esa rebeldía juvenil que a pesar de ser bien cierta no hallaba, de esta manera, el cauce adecuado para paliar sus desvelos. Era entonces que solía hacer acto de presencia algún adulto de los que gustan pasear al perro en la noche frondosa de los parques urbanos, o de los que ejecutan paquetes de tabaco asomados a la ventana, para recriminar nuestro vandalismo y espetarnos un par de violentas maldiciones.

¿Contra qué se rebelan los jóvenes? Difícil saberlo. Pero pienso que quizás, cuando adolescentes, cada vez que lanzábamos una agotada botella de cerveza contra ese muro cercano que hacía de beoda frontera a nuestros sueños e ilusiones, es posible, ya digo, que anduviésemos entrenando nuestra futura capacidad de lucha. Así, el joven dependiente británico, imagino que lanzaba vidrios contra los muros de su infancia, y lo que ayer fuese incordio para los vecinos circundantes hoy le ha capacitado para acometer cívica gesta que salvaguarda los beneficios de el propietario que le proporciona pan y salario a cambio de horas laborales.

Nunca se acierta del todo con el objeto de nuestra ira, con el receptor de nuestra rebeldía. Tal vez deberíamos ayudar a los adolescentes de hoy a canalizar su rebeldía, para que no acabe accidentada y moribunda a los pies de cualquier muro.

No hay más fuego que el que arde, y el que provocan el alcohol, o una rebeldía mal encauzada, queda normalmente extinto antes de inaugurar el incendio. Quien continúa lanzando botellas no podrá evitar que otro menos rebelde, siempre, se largue con la chica. O, con mucho, podrá beneficiarse de una breve mención pública, un torpe grabado perdido en el corcho de un comercio que asigne a su nombre el apellido de "empleado del mes".