Parece ser que en un pequeño comercio londinense, hace unos días, el dependiente pudo defenderse del imprevisto intento de robo de unos agresivos atracadores gracias a unas botellas de cerveza. Así lo deducimos viendo las imágenes que la cámara de seguridad del establecimiento registró el día de los hechos. Los encapuchados ladrones se acercan peligrosamente al dependiente, empuñando diversas armas blancas, hasta que éste comienza a lanzarles, con olímpicas celeridad y puntería, una tras otra, numerosas y voluminosas botellas de cerveza.
Finalmente los ladrones tuvieron que huir, con su cuerpo dañado seriamente por los impactos del vidrio, de tal manera que los agentes del orden pudieron darles alcance al poco tiempo. El dependiente, como consecuencia de su heroica gesta, fue nombrado "empleado del mes" por sus superiores. Sí, pensábamos que eso de entretener el maleable ego del sufrido trabajador con públicos nombramientos carentes de acompañamiento monetario era invento al que se suscriben únicamente los guionistas de telecomedia norteamericana, pero ya ven (signo de los tiempos) que es costumbre real y extendida.
Recuerdo, de cuando la adolescencia comenzaba a poblar de erupciones cutáneas la piel de mi rostro y de indecisiones e inquietudes la dermis etérea de mi alma, los sabios consejos de mis progenitores al advertirme, en las horas precedentes a cada nuevo fin de semana, de los insoslayables perjuicios que me causaría la ingesta desmedida de alcohol.
Salíamos a la calle, en atropellada manada de camaradería y feromonas, con la firme intención de embriagarnos para mejor ocultar la más sana necesidad de entregarnos a los brazos delicuescentes de alguna hembra niña dispuesta a pasar por alto nuestra falta de experiencia y lo poco agraciado de nuestro físico. Es así que bebíamos en los parques, a la sombra hiriente y presuntuosa del atardecer. Agotábamos botellas de litro de cerveza al mismo ritmo endiablado con que ibamos finiquitando las pocas opciones de gozar un frugal encuentro sexual, pues la ingesta de alcohol nos situaba, de inmediato, lejos de la órbita de interés de las chicas del grupo, que preferían siempre pasear los matorrales del parque en compañía de otros más serenos. Nada más patético que un adolescente borracho. Claro, que esto lo comprobamos ahora que la adolescencia es, tan sólo, una fotografía sepia con los bordes carcomidos por la digestión del tiempo.
Podemos resumir que tenían razón nuestros padres, y que aquel irresponsable consumo de cerveza (de alcoholes más agrestes los chicos que tenían "posibles") no nos producía mayor rédito que una torpe borrachera de la que tendríamos que dar cuenta una vez regresados al hogar.
Pero había siempre el compañero, amigo que, apurada ya la botella, aún tiritando en los labios el último trago, la tomaba entre sus manos para lanzarla con fuerza contra la pared más cercana. El vidrio se convertía, a su impacto con el hormigón, en una verbena de ruido y brillo esmerilado, y el autor de la fechoría proclamaba así esa rebeldía juvenil que a pesar de ser bien cierta no hallaba, de esta manera, el cauce adecuado para paliar sus desvelos. Era entonces que solía hacer acto de presencia algún adulto de los que gustan pasear al perro en la noche frondosa de los parques urbanos, o de los que ejecutan paquetes de tabaco asomados a la ventana, para recriminar nuestro vandalismo y espetarnos un par de violentas maldiciones.
¿Contra qué se rebelan los jóvenes? Difícil saberlo. Pero pienso que quizás, cuando adolescentes, cada vez que lanzábamos una agotada botella de cerveza contra ese muro cercano que hacía de beoda frontera a nuestros sueños e ilusiones, es posible, ya digo, que anduviésemos entrenando nuestra futura capacidad de lucha. Así, el joven dependiente británico, imagino que lanzaba vidrios contra los muros de su infancia, y lo que ayer fuese incordio para los vecinos circundantes hoy le ha capacitado para acometer cívica gesta que salvaguarda los beneficios de el propietario que le proporciona pan y salario a cambio de horas laborales.
Nunca se acierta del todo con el objeto de nuestra ira, con el receptor de nuestra rebeldía. Tal vez deberíamos ayudar a los adolescentes de hoy a canalizar su rebeldía, para que no acabe accidentada y moribunda a los pies de cualquier muro.
No hay más fuego que el que arde, y el que provocan el alcohol, o una rebeldía mal encauzada, queda normalmente extinto antes de inaugurar el incendio. Quien continúa lanzando botellas no podrá evitar que otro menos rebelde, siempre, se largue con la chica. O, con mucho, podrá beneficiarse de una breve mención pública, un torpe grabado perdido en el corcho de un comercio que asigne a su nombre el apellido de "empleado del mes".
Recuerdo, de cuando la adolescencia comenzaba a poblar de erupciones cutáneas la piel de mi rostro y de indecisiones e inquietudes la dermis etérea de mi alma, los sabios consejos de mis progenitores al advertirme, en las horas precedentes a cada nuevo fin de semana, de los insoslayables perjuicios que me causaría la ingesta desmedida de alcohol.
Salíamos a la calle, en atropellada manada de camaradería y feromonas, con la firme intención de embriagarnos para mejor ocultar la más sana necesidad de entregarnos a los brazos delicuescentes de alguna hembra niña dispuesta a pasar por alto nuestra falta de experiencia y lo poco agraciado de nuestro físico. Es así que bebíamos en los parques, a la sombra hiriente y presuntuosa del atardecer. Agotábamos botellas de litro de cerveza al mismo ritmo endiablado con que ibamos finiquitando las pocas opciones de gozar un frugal encuentro sexual, pues la ingesta de alcohol nos situaba, de inmediato, lejos de la órbita de interés de las chicas del grupo, que preferían siempre pasear los matorrales del parque en compañía de otros más serenos. Nada más patético que un adolescente borracho. Claro, que esto lo comprobamos ahora que la adolescencia es, tan sólo, una fotografía sepia con los bordes carcomidos por la digestión del tiempo.
Podemos resumir que tenían razón nuestros padres, y que aquel irresponsable consumo de cerveza (de alcoholes más agrestes los chicos que tenían "posibles") no nos producía mayor rédito que una torpe borrachera de la que tendríamos que dar cuenta una vez regresados al hogar.
Pero había siempre el compañero, amigo que, apurada ya la botella, aún tiritando en los labios el último trago, la tomaba entre sus manos para lanzarla con fuerza contra la pared más cercana. El vidrio se convertía, a su impacto con el hormigón, en una verbena de ruido y brillo esmerilado, y el autor de la fechoría proclamaba así esa rebeldía juvenil que a pesar de ser bien cierta no hallaba, de esta manera, el cauce adecuado para paliar sus desvelos. Era entonces que solía hacer acto de presencia algún adulto de los que gustan pasear al perro en la noche frondosa de los parques urbanos, o de los que ejecutan paquetes de tabaco asomados a la ventana, para recriminar nuestro vandalismo y espetarnos un par de violentas maldiciones.
¿Contra qué se rebelan los jóvenes? Difícil saberlo. Pero pienso que quizás, cuando adolescentes, cada vez que lanzábamos una agotada botella de cerveza contra ese muro cercano que hacía de beoda frontera a nuestros sueños e ilusiones, es posible, ya digo, que anduviésemos entrenando nuestra futura capacidad de lucha. Así, el joven dependiente británico, imagino que lanzaba vidrios contra los muros de su infancia, y lo que ayer fuese incordio para los vecinos circundantes hoy le ha capacitado para acometer cívica gesta que salvaguarda los beneficios de el propietario que le proporciona pan y salario a cambio de horas laborales.
Nunca se acierta del todo con el objeto de nuestra ira, con el receptor de nuestra rebeldía. Tal vez deberíamos ayudar a los adolescentes de hoy a canalizar su rebeldía, para que no acabe accidentada y moribunda a los pies de cualquier muro.
No hay más fuego que el que arde, y el que provocan el alcohol, o una rebeldía mal encauzada, queda normalmente extinto antes de inaugurar el incendio. Quien continúa lanzando botellas no podrá evitar que otro menos rebelde, siempre, se largue con la chica. O, con mucho, podrá beneficiarse de una breve mención pública, un torpe grabado perdido en el corcho de un comercio que asigne a su nombre el apellido de "empleado del mes".
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