jueves, 20 de febrero de 2020

otra temporada en el infierno

Aquel recital de Bunbury, en La Riviera, era el último que veríamos en Madrid, hasta un hipotético regreso que no encontraba guarida en calendario alguno. Tus manos hacían nido en mi nuca y las mías intentaban apresar aviones que surcaban el falso cielo de la sala dibujando acordes como estelas de queroseno. 

La Riviera respira su quietud de Moby Dick ferruginoso a la orilla del Manzanares, en espera de las huestes del exceso. La noche cual reino de juventud que desmembra su cuerpo al ritmo de sones electrónicos y combinados de color eléctrico, sabor inocuo y efectos retardados. Hasta allí se acercan tribus cuya única señal identitaria es la gana de sexo urgente y música desordenada, los fines de semana, cuando la madrugada inicia su loco festín de horas de una sola cifra. En ocasiones, la sala ofrece un aperitivo a dicho festín con algún concierto de una banda más o menos renombrada.

Noches de concierto, liturgias del desorden en que intentamos adecentar los saturados estantes de la adrenalina. Voracidad de vértigos que sólo suceden en nuestra imaginación. Cambiamos la piel de ciudadano voraz por el disfraz de cromañón sensible y nos lanzamos a la caída libre de una comunión profana. De ángeles a demonios, apenas apreciamos la transformación, ni siquiera nos detenemos a pensar si en verdad somos el mismo de horas antes, cuando aún el concierto era sólo una promesa. Ya en la sala, hemos mutado la piel por pura electricidad sensible, accidentes sinápticos recomponen nuestro aspecto externo y nos someten al yugo infalible de un exceso de cartón piedra.

Así tú y yo, aquella noche, decididos a apurar ese concierto como si de un trago delicioso y postrero se tratase. Al frente de los días, casi al borde de aquellas horas, nos esperaba un exilio voluntario en tierras andinas. Abandonaríamos familia, amigos, hogar, recuerdos, fetiches, paseos, compraventas, noches infinitas y días mordisqueados, cual manzanas, por las nubes de aguacero y hollín de un Madrid que nunca fue nuestro, por más que así lo pretendiésemos.

Horas antes, con David, en el coche, repasábamos Licenciado Cantinas, el último CD (por aquel entonces) del artista maño. Los tres estábamos de acuerdo: gran disco. Obra arriesgada en que el músico se había atrevido a actualizar un buen tropel de tonadas pertenecientes al cancionero popular latinoamericano. Latinoamérica, decíamos, y en la voz de David se estremecía un rumor de melancolía, en la tuya un presagio de duda y en la mía una seguridad ficticia. Latinoamérica, seguro que os irá bien, y el cambio no será tan grande, a ver si comienzo a ahorrar para ir a visitaros. Y nuestro silencio como respuesta o, en el mejor de los casos, un brusco pon la canción siguiente. Tú siempre querías escuchar, una y otra vez, la copla que finaliza el disco: es mi preferida, es preciosa. Y lo único de precioso que contiene esa música son sus doloridos versos de existencia al borde del abismo.

Yo te había hablado, antes, de Atahualpa Yupanqui, de su voz de arena tibia y el rasgueo florido de su guitarra. Alguna vez, en casa, puse un disco suyo, para que escuchases la canción original. Pero a ti no te gusta el sonido añejo ni las películas en blanco y negro. Tus oídos, como tu cuerpo todo y tu ternura, son más jóvenes que los míos. Prefieres la canción de Bunbury, has nacido cuando el rock and roll lo era todo habiendo dejado de serlo. Ya era historia, o sea. Ni siquiera conociste a Kurt Cobain, eras demasiado joven, ya digo. Yo, sin embargo, crecí a la adolescencia cuando el punk confirmaba su máxima del no future y Gabinete Caligari ofrecían tragos de Four Roses para las noches de amanecer incierto, me impregné de rabia grunge y luego, al poco, comencé mi meditabundo recorrido por los ritmos de los 60 y 70, rythm and blues, los Stones, Dylan, The Kinks, Zeppelin, Bowie, la Velvet, cómo no, y, cual Diógenes desorientado, amplié el espectro de mis gustos musicales a la trova, el tango, el folk, la copla, el flamenco y un sinfín de cadencias preñadas de oscuro y  melancolía. Es ahí que apareció Yupanqui para explicarme que Argentina no sólo asesina mujeres besándolas a ritmo de tango, sino que también habita cordilleras de almizcle en que danzan nubes y poetas sueñan quimeras con que dignificar al pueblo.

Tú prefieres la versión de Bunbury, más moderna, de sonido más actual, más orgánico. Claro, al fin y al cabo por eso registró el músico su Licenciado Cantinas, consciente de recoger entre las manos glorias extintas de la canción latinoamericana y dotarlas de envoltorio que le generase nuevas travesías con nombre de saudade. Mientras, en las cantinas y boliches de el continente americano, continúan agrietándose los tragos en la garganta de borrachos, pendencieros y soñadores para quienes esta o aquella canción supone elixir de duelo, osario de amores en desgarro, bocado de infortunio.

Y disfrutamos aquel concierto. Y llegó tu canción. Bunbury cantó «El cielo está dentro de mí», del Maestro Yupanqui, y tú escanciaste humo de lágrima en mi hombro mientras tus ojos pretendían hallar en los míos la solución imposible de nuestro futuro en común.

Pocos días después partiríamos y arribaríamos a la falda revoltosa de unos Andes ametrallados de silencio. Y comenzamos a erigir nueva vida con maneras de artesano: ladrillo sobre ladrillo, incomodidad sobre carencia, sonrisa sobre caricia, lentamente... y un día sucedía a otro y el nuevo fagocitaba al inicial mientras el que estaba por venir sucumbía de antemano a la envestida del siguiente, y así en maquinal reproducción de horrores que nos esculpían la sonrisa reconduciéndola en realidad anciana con que la parca reclama su reinado.

Tú me preguntabas qué hacemos aquí, tan lejos de todo, de todos, tan expuestos a la mendicidad de seda negra que viste el futuro en sus noches de gala. Yo recordaba el amanecer sucio de Madrid, a la ribera del Manzanares, con su desastre de agua débil y patos supervivientes. Recordaba La Riviera, aquellas noches de concierto, el redoble amable de la camaradería, el sucio riff del sexo urgente en los urinarios del bar de enfrente, el vertiginoso acorde del alcohol adulterado, aquel apocalipsis arquitectónico que impregna los horribles muros de la catedral de La Almudena, el crimen de metacrilato perpetrado sobre los arcos del Viaducto, las calles de ese Madrid de los Austrias que tanto paseábamos, después de cada concierto, antes de entrar a la siguiente taberna para continuar debatiendo, entre copas y cigarros, lo difícil que es mantener el soñado equilibrio entre luz y oscuridad.

Desde allí, en las alturas, mi vista vestía de lejanía todo el valle de Cochabamba. La claridad desteñía la distancia, las nubes desenredaban meteorologías indecisas y el viento desordenaba pentagramas de silencio. Pero a lo lejos, en el continente ignoto de la memoria, cantaban Yupanqui y su guitarra

El cielo esta dentro de uno...

Era Cochabamba contigo, hace ya demasiado. Hoy es Madrid sin ti, y una pedrada contra el escaparate en que ayer surtían mercaderías que yo te regalaba rompiendo mis pupilas con un aguacero de cristales que cantan, al caer

y está el infierno también.


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