a
mi padre
Yo incursionaba los paseos de reptil y
bochorno de La Almudena, cuando adolescente, para mejor acercarme de la Calle
Alcalá a la Avenida Daroca, donde debía incinerar jornadas repartiendo folletos
publicitarios de una demediada empresa electrónica en los buzones del barrio de
la Elipa. Era mi primer sueldo, no daba ni para una litrona compartida, pero
era un sueldo, y eso lograba que me sintiese adulto, trabajador ya y todo,
esclavo ya enredando a mis tobillos cadenas que aún no era capaz de percibir.
Reconozco que era absurda, aquella travesía: sólo provocaba que mi jornada
efectivamente laboral comenzase horas más tarde: para llegar desde el punto de
recogida de los citados folletos al entramado de calles en que debían ser
repartidos no era precisa tal incursión por las acequias de la carne difunta.
Más adelante, vencido el acné y los
traumas identitarios, frecuenté aquellas veredas sembradas de cruces como
lirios y de cipreses como naufragios inversos (porque así naufragan los
suicidados, los abandonados, los fallecidos: hacia arriba, huyendo la
superficie como quien rechaza un plato de pescado podrido). Fragancia de
crisantemo escondiendo tras su nube de aroma dramático el parpadeo nervioso de
mi cámara fotográfica, empeñada en recolectar imágenes de vida asomadas a la
orilla de la muerte.
Dicen que el Cementerio de Nuestra
Señora de la Almudena es una de las más extensas necrópolis europeas. Pueda
ser, aunque me perdí por cementerios de Lisboa, París, Praga, Berlín, Estambul
(¿se considera Europa?, ¿o Europa es ya sólo delimitación política, Unión
Europea, y en ese plan?), Roma, Viena, Ámsterdam y más, que me parecieron
inacabables de tan amplios. Si los doctos en la materia lo aseveran no soy yo
quién para contradecirles.
Dicen que el Cementerio de Nuestra
Señora de la Almudena contiene más habitantes que el resto de la ciudad de
Madrid, o sea, la ciudad de los vivos, porque la Almudena es metrópoli de almas
en pena o penosamente perdidas en la batalla de los relojes, la enfermedad y la
violencia. No sé, nunca me dio por hacer recuento de lápidas. Pero sí doy fe de
su amplitud de campiña manchega que la vista no es capaz de acotar bajo sus
reflectores de pupila y parpadeo.
Mi padre sí podría teorizar al
respecto, eso es seguro. Al fin y al cabo él no paseaba el cementerio a la caza
y captura de instantáneas que hiciesen eterna la vida de quienes ya la
perdieron, como hacía yo con mi cámara como único compañero. Él vivió en el
cementerio, entre sus tapias, y agotó entre mármoles y sepelios buena parte de
su infancia.
Fue finalizada la Guerra, la Civil, la
más incivil que vivió esta España mía esta España nuestra que hoy nos devora y
a mala fe nos denuesta. Mi abuelo permanecía preso en la Puerta del Sol, por
comunista, y mi abuela, mujer de falda arremangada y perseverancia leonesa, se
presentó en comandancia reclamando la presencia de un Teniente Coronel de la
Guardia Civil al que el padre de mi padre había regalado orondas vacas en las
épocas del hambre. El susodicho mandatario de tricornio no apareció en un tiempo,
pero fue el suficiente para que mi abuelo no fuese ejecutado. Al contrario, fue
puesto en libertad, pero en agradecimiento por la buena acción mi abuela se vio
obligada a regalar al teniente la casa en que habitaba junto a su esposo y sus,
entonces, todavía, tres hijos. Carambolas de la cercanía humana, un peón de
albañil, antiguo compañero de mi abuelo, trabajaba en aquellos días ampliando
las avenidas de escarnio del Cementerio de la Almudena, y en la garita en que
cambiaba la ropa de civil por la de trabajador honesto, dio amable cobijo a mi
familia.
Guardo en la mochila la cámara
fotográfica, como quien guarda el fusil en la vaina destinada al efecto, y
recorro lingüísticamente nombres y fechas como pétalos de rosa lanzados al aire
de matrimonios frustrados, dedicatorias y pésames como charcos de domingo sin
fútbol ni pareja, 1922-1943 no te olvidamos Eugenio Pardo amigo de sus amigos y
sostén de sus enemigos a la tierna edad de 13 años nos vemos en el cielo
angelito de la guarda que eres niño como yo Basilio y Basilia 1901- 1939 que te
sea más leve la muerte que a nosotros la vida sin ti Virgen Purísima ruega por
ella 13 de mayo de 1887 – 13 de mayo de 1937 siempre juntos Fermín Donoso
Cifuentes tus amigos no te olvidan, ni yo ya puedo hacerlo después de
fotografiar tu lápida abrillantada por ese rayo de sol repentino que ha llegado
hasta Madrid para recordar que un día caminaste sus plazas y calles y compraste
churros en San Isidro y regalaste piropos subidos de tono a la manuela que
pasaba, cada mañana, frente a la obra en que te aplicabas duro para llevar el
jornal a casa y poner mendrugo de pan en la mesa del cocido de los viernes.
Fechas lejanas, nunca me gustó
merodear las tumbas recientes, las de los ciudadanos que hasta ayer, como yo,
caminaban Madrid. Prefiero las antiguas, y enhebrar la memoria en vidas que
desconozco pero que, bien es cierto, fueron, a su modo, vividas.
Las antiguas son las que mi padre vio
edificar con alarde de mármol y cemento magro, en aquellos tenebrosos años de
su infancia robada, cuando tenía que atravesar La Almudena en la mañana
temprana, reciente aún la niebla de la noche en vela, para acercarse a la única
escuela de la zona en que daban escueto cobijo a los hijos de la guerra sin
preguntar por el bando en que militaban sus progenitores. Estudiar es
importante, hijo, mira yo, qué no hubiese llegado a hacer si hubiese podido
seguir estudiando.
Dicen los historiadores de la cosa
que, hasta 1945, los fusilamientos contra las tapias del Cementerio de La
Almudena, fueron moneda corriente con que comprar silencios, miedos y futuros
truncados. Brusco estallido de luz inauguraba un amanecer de sangre que
simulaba primigenio graffiti en los
muros de aflicción y penitencia del camposanto. ¡Carguen! ¡Apunten! ¡Fuego! Y
la mañana de Madrid despertaba ante el canto del gallo de la ignominia, gotelé
bermellón descorchando la botella de vino agrio de los días, roja sangre de
rojos salpicando la piel de la madrugada.
Se abre el obturador de mi Nikon F80
para recoger un vendaval de calima que apesadumbra de melancolía aquella lápida
del 40, cuando el no pasarán ya era
caducidad impresa en los rotativos de los vencedores. Y sigo caminando con
cuidado de no despertar las conciencias reposadas de quienes yacen bajo mis
pies. Como mi padre, que sorteaba sombras y silencios para evitar encontrarse,
una vez más, de frente, con el pelotón de fusilamiento.
Era rápido, chaval échate al suelo, y
un capote verde oliva caía con su pesadumbre de sudor y barro sobre su espalda
apesadumbrada. Evitaba mirar a los presos, sólo una vez recogió en el cántaro
inocente de sus pupilas aún niñas el borbotón desesperado de la mirada de un
recluso, momentos antes de que perdiese el foco como yo desenfoco mi cámara con
un temblor de lágrima que no sé de dónde procede. Jamás olvidaré aquella
mirada. Luego la salve rociera de los fusiles a mayor gloria de Dios Patria
Nación y demás consignas. El desesperado claqué de los cuerpos vencidos
maltratando el barro del camposanto, la orquesta desacompasada de los fusiles en
retirada a sus cuarteles de invierno, la voz agria del mandatario de turno
increpándolo chaval ya puedes ponerte en pie y seguir tu camino y tú no has
visto nada y la mordida de temperatura y prensa del nuevo día aplicando su
dentadura en la piel de escalofrío que desordenaba a mi padre una vez habían
recuperado, los francotiradores, el capote verde oliva con que le habían
cubierto durante la ejecución.
Después llegar a clase y no poder
prestar atención a la maestra, por muy guapa que ésta fuese. Disculpe,
señorita, olvidé los deberes.
Cuando yo abandoné las clases para
repartir publicidad, sentía que mis paseos por La Almudena otorgaban sentido a
mis ausencias escolares. Eso o la necesidad de ingresos, que imponía en casa su
dictadura de miedo y tiempos pretéritos.
Más tarde, mordidos los relojes y
perdidos los años, cuando daba mis paseíllos por el cementerio intentando
captar momentos blanco y negro que inauguraran, en la química de grano y
textura de la película fotográfica, vidas que se perdieron en la espiral
infecta de la vida, recordaba que mi padre, una y otra vez, me susurraba:
cuando iba al colegio… era lo que más temía… toparme con otro grupo de
convictos a los que andaban dando el paseíllo…
Pablo Cerezal
texto incluido en el libro Madrid-Cochabamba (cartografía del desastre)
Que importante recordar los orígenes y valorar las vidas que nos precedieron para poder dar algo de sentido a la nuestra. Emocionante.
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