No precisaba yo de GPS, mapa ilustrado o callejero virtual alguno para orientarme, si no con destreza, si al menos con soltura, por entre los vericuetos volubles, voluminosos y voluptuosos de su piel. Remaba la barcaza de tabaco y café de mi lengua con la justa inoperancia que la llevase a encallar en las profundidades de alcohol y alga fresca de su vientre. Caminaba el redoble mudo de mis dedos como botones intentando coserlo a la piel de tambor inaudito de sus pechos. Perdía el rumbo de reloj fraudulento de mi sexo en los rosales de espina amable y bosque recóndito del suyo. Corría, aceleraba, emprendía la huida inversa del orgasmo sólo para recuperar el aliento al borde de un camino que, para mí, suponía la famosa autopista hacia el cielo que los fieles de cualquier religión monoteísta imaginan en el ascetismo y la represión de aquellos sentidos que a mí me encantaba exacerbar, desordenar, desconcertar, extraviar para, llegada la calma chicha del intervalo amoroso, dar nuevo inicio a su pausado y premeditado recorrido. Nunca perdía el camino. Me orientaba cual extravagante explorador de latitudes ignotas sobre la cartografía de aroma y betún de su cuerpo dispuesto al vuelo... o al desplome, no sé bien.
Podía cambiar de ciudad, de territorio, de cuerpo, sin sufrir colapso alguno, encontrando de inmediato el camino, ése que me descubría el regato ebrio del sudor regando un pubis de verano, o aquel señalado por la erección afelpada y violenta de unos pezones de invierno. Sí, eran otras mujeres. Algunas, tampoco muchas, no se crean. Pero en todas me orientaba yo con la sagacidad felina de un animal hambriento de sacrificios como abrazos y de besos como dientes. Descorría cerrojos como encajes, violentaba cerraduras como brasiers y desmembraba candados de lycra sólo por penetrar el tierno hospedaje de bajura y miel en que descansar mis embates de ávida alimaña. Como en cada ciudad, aunque llegase a ella/s de noche, encontraba de seguro un lugar cómodo en que abrevar mi sueño.
Hace unos días (no sé cuántos, ya saben que escribo como vivo: con retraso), científicos de una universidad perdida en la perdición de avenida y miedo del territorio estadounidense, han encontrado el camino. No han visto la luz de La Fe, ni nada por el estilo, recuerden que hablo de científicos. Sólo ocurre que han tomado entre sus manos la brújula de los descubrimientos cuando ésta señalaba el Norte de alguna verdad inapelable, y han certificado que los recovecos en que se pierden nuestros pensamientos y buenas acciones al recorrer el laberinto terco del cerebro son los que logran que las personas actuemos de determinada manera. En concreto, aseguran que tales recovecos, en el hombre, están plagados de ampulosas esquinas que les obligan a caminar sin perder en ningún momento el sentido de la orientación. Las mujeres, por contra, atesoran un cerebro de floresta y selva recorrido por sinuosos meandros de rivera amazónica. Meandros calmos en que no hace falta más orientación que mirar a un lado y otro del recorrido, por no perder de vista la orilla. Claro que, la mujer, a pesar de su preferencia por recorridos de sosiego y paseo, tiene la virtud de mantener en la memoria cada uno de los recodos en que caracolea el caudal que ha decidido surcar su velero de inteligencia, cabello y aroma. O sea: que los hombres se orientan mejor pero las mujeres tienen superior memoria.
Pues tampoco han llegado, en esta ocasión, muy lejos los científicos del otro lado del charco. Ya pude comprobar yo sus aseveraciones hace tiempo. Como decía al inicio: me orientaba sin más brújula que las manecillas locas de mis manos, la hoguera sudorosa de mis labios, sobre dunas de piel tumultuosa y barrancos de beso vertical. Es sólo ahora, cuando la edad juega a desordenar el pasado, que aquellas batallas del amor se me tornan palimpsesto abarrotado de pieles femeninas, más oscuras unas menos rugosas otras deliciosas todas a las que, lamentablemente, en no pocas ocasiones, no logro poner rostro. Seguramente ellas recuerden el torpe bostezo de fiebre que cincelaba el orgasmo en el más imbécil de mis rostros, y yo no haya hecho más que perder el camino, a pesar de lo que dicen los científicos. Porque a pesar de que considero que el rumbo de mi dermis siempre ha sido firme quizás haya perdido, por el camino, entre otras muchas cosas, la poesía cruel de la sonrisa y el gesto.
Sí, yo conservo recuerdos, pero ellas conservan la memoria. O, como decía el poeta: "el rumbo de tus sueños coincide con mis pesadillas".
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