De joven siempre insistía en no precisar más que llevar una existencia humilde, ausente de materiales que escondiesen lo defectuoso de mis días por entre la eficacia inerte de su tecnología punta. Derramaba, en conversaciones y pensamientos, el vino agrio de mi desencanto ante el consumismo feroz que hoy ya nos muerde sin dolor provocándonos éxtasis de lujuria azul, como los vampiros esos de las novelas y filmes de éxito. Me empeñaba en desbaratar el orgullo monetario del primer amigo que llegaba a la reunión haciendo alarde de su última y flamante compra. Lo hacía siempre con el sarcasmo acariciándome los labios y la insensibilidad hacia la felicidad ajena embarrándome el alma.
Hoy, ahora, cuando la edad muestra su dentadura de rabia caníbal, habito una ciudad que parece un recortable de miedo y hambre. Vivo rodeado de niños que tienen menos noticia de su infancia que los televidentes occidentales de la realidad que les rodea. Paseo entre escombros de vida y lodazales de polvo. Una vida humilde, lo que imaginaba cuando joven. Y, en los momentos en que el optimismo fornica con mi percepción del mundo, me digo que, al fin y al cabo, es un lujo poder ensuciarme los pies en el barro fragante de la pobreza, conocer esos otros mundos que habitan en este.
Tengo noticia, gracias a mis estúpidos brujuleos por "la red", del visionario negocio que han puesto en pie, en mitad de la nada africana, un puñado de personas de esas que gustamos de llamar emprendedoras. Resulta que en Sudáfrica, celebrando que el apartheid simuló migrar a otros latitudes, las cabezas pensantes de la mercadotecnia de una lujosa cadena hotelera han decidido ampliar su negocio con un nuevo establecimiento que recuerde que aún hay pobres negritos que, como los de la canción de Glutamato Ye-Yé, tienen hambre y frío. Y a la vista del éxito que, aseguran, está teniendo el novedoso alojamiento, pareciera que a los adinerados les agrada saberse tales a costa de otros. Me enredo y no explico: han inaugurado en Sudáfrica un complejo hotelero que simula ser una de esas barriadas en que se amanceban moscas, personas y animales que han pasado a ser de compañía a fuerza de cohabitar con la basura, el hambre, la miseria y las aguas fecales que no van a dar a la mar.
A la vista de las imágenes, los apartamentos de dicho hotel parecen estar puestos en pie con la ayuda de calaminas, pedazos de cartón, maderas mordidas por el húmedo paso del tiempo y ladrillos mutilados. Pero, advierten los dueños del tinglado, sólo es apariencia: en el interior de cada uno de estos apartamentos se acumulan con el desconcierto propio del exceso todas las comodidades físicas y tecnológicas que alguien acaudalado pudiese desear: pantallas de plasma, bañeras con hidromasaje, conexión wi-fi ilimitada, camas king-size almohadilladas por el sueño perenne de las plumas de oca, y en este plan. O sea, como que han escondido la yema fragante y nutritiva de un huevo delicioso tras el cascarón de gallina de corral recién defecada y recién parida. Un hotel de lujo disfrazado de miserable suburbio.
Hay quien se escandaliza, e incluso se piensa si abrir una campaña en change.org, o cosas de esas, para pedir el cierre definitivo de tan humillante establecimiento. Yo les digo que no se hagan drama y miren a su alrededor: jóvenes hembras recalculando los límites de su cuerpo entre despedazados pedazos de ropa que simulan haber vestido a 15 mendigos antes de acariciar la piel lúbrica y necia de aquellas que pretenden estar a la última (ropa de marca, claro); bares de extrarradio y aroma a nociva fritanga aderezando vinos servidos en cristal de bohemia; restaurantes caros en que los comensales pagan sólo por el placer de ser servidos platos vacíos y copas sin víscera (no invento, ocurre en un acaudalado país: los clientes se sientan a la mesa, hacen su pedido, y el camarero simula que les sirve lo solicitado, aunque nada deposite en los platos, pero lo hace con estilo, of course); onerosos perfumes que recuerdan los aromas más bravos de la vida campestre: olor a barro, cochiquera, desperdicio; pintura que redecora tu vehículo todo terreno como si hubiese transitado lodazales de bosque y miseria...
No pasa nada, al fin y al cabo, a la última está todo aquel que tenga capacidad para transformar la pobreza en un anuncio productor de suculentos réditos monetarios. Y sí, con sinceridad, les recomiendo con más empeño de lo que lo hacía el maestro Lou Reed, que se den un paseo por el lado salvaje de la vida, aquel en que los pobres son de verdad y te miran desde el hueco vacío de sus ojos asustados. Pueden comenzar alojándose en ese hotel de Sudáfrica, o perdiendo su empleo en una moderna España que mucho se precia de tirar la casa por la ventana en estas fiestas navideñas, o lanzándose ustedes mismos por la ventana de la casa de la que el banco propietario les reclama pago o inmediato deshaucio por haber perdido ese empleo que les permitía alimentar la hipoteca... al fin y al cabo, como en el amar, como en el comer, en el perder y empobrecerse todo es empezar.
Felices Fiestas y, recordando al maestro Berlanga, no estaría de más que las aprovecharan para sentar un pobre en su mesa... no hace falta viajar a Sudáfrica para deleitarse con el exótico aroma a sardina famélica y mosca insurrecta de la escasez, España ya no es tan different
A la vista de las imágenes, los apartamentos de dicho hotel parecen estar puestos en pie con la ayuda de calaminas, pedazos de cartón, maderas mordidas por el húmedo paso del tiempo y ladrillos mutilados. Pero, advierten los dueños del tinglado, sólo es apariencia: en el interior de cada uno de estos apartamentos se acumulan con el desconcierto propio del exceso todas las comodidades físicas y tecnológicas que alguien acaudalado pudiese desear: pantallas de plasma, bañeras con hidromasaje, conexión wi-fi ilimitada, camas king-size almohadilladas por el sueño perenne de las plumas de oca, y en este plan. O sea, como que han escondido la yema fragante y nutritiva de un huevo delicioso tras el cascarón de gallina de corral recién defecada y recién parida. Un hotel de lujo disfrazado de miserable suburbio.
Hay quien se escandaliza, e incluso se piensa si abrir una campaña en change.org, o cosas de esas, para pedir el cierre definitivo de tan humillante establecimiento. Yo les digo que no se hagan drama y miren a su alrededor: jóvenes hembras recalculando los límites de su cuerpo entre despedazados pedazos de ropa que simulan haber vestido a 15 mendigos antes de acariciar la piel lúbrica y necia de aquellas que pretenden estar a la última (ropa de marca, claro); bares de extrarradio y aroma a nociva fritanga aderezando vinos servidos en cristal de bohemia; restaurantes caros en que los comensales pagan sólo por el placer de ser servidos platos vacíos y copas sin víscera (no invento, ocurre en un acaudalado país: los clientes se sientan a la mesa, hacen su pedido, y el camarero simula que les sirve lo solicitado, aunque nada deposite en los platos, pero lo hace con estilo, of course); onerosos perfumes que recuerdan los aromas más bravos de la vida campestre: olor a barro, cochiquera, desperdicio; pintura que redecora tu vehículo todo terreno como si hubiese transitado lodazales de bosque y miseria...
No pasa nada, al fin y al cabo, a la última está todo aquel que tenga capacidad para transformar la pobreza en un anuncio productor de suculentos réditos monetarios. Y sí, con sinceridad, les recomiendo con más empeño de lo que lo hacía el maestro Lou Reed, que se den un paseo por el lado salvaje de la vida, aquel en que los pobres son de verdad y te miran desde el hueco vacío de sus ojos asustados. Pueden comenzar alojándose en ese hotel de Sudáfrica, o perdiendo su empleo en una moderna España que mucho se precia de tirar la casa por la ventana en estas fiestas navideñas, o lanzándose ustedes mismos por la ventana de la casa de la que el banco propietario les reclama pago o inmediato deshaucio por haber perdido ese empleo que les permitía alimentar la hipoteca... al fin y al cabo, como en el amar, como en el comer, en el perder y empobrecerse todo es empezar.
Felices Fiestas y, recordando al maestro Berlanga, no estaría de más que las aprovecharan para sentar un pobre en su mesa... no hace falta viajar a Sudáfrica para deleitarse con el exótico aroma a sardina famélica y mosca insurrecta de la escasez, España ya no es tan different
Salud y suerte. Que seas feliz.
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