Las playas españolas, tan elogiadas por norteñas huríes de escandinavos pechos que enarbolan la bandera del cuerpo libre de ataduras, europeos ancianos decididos a jubilar su jubilación laboral trabajando el sol y la espuma mediterránea, británicos estudiantes que a ellas se acercan para mejor emprender el estudio de anatomías entregadas a la efervescencia de drogas, alcoholes y mareas, digo que las playas españolas, a pesar de tan ovacionadas, han sido (y son) denostadas por los gobernantes patrios que, hastiados de su redundancia de crepitante salitre, decidieron hace tiempo redecorarlas extendiendo a sus orillas un turbio tapiz de hormigón armado y ladrillo acorazado que pueda salvaguardar de la marea veraneante de bocata y crema bronceadora a aquellos que gozan de un saneado estatus económico.
Tras el desmadre del ladrillo y el lujo adosado a orillas del temperamento oceánico, decidieron las autoridades, como dijera aquél, desfacer el entuerto, reescribiendo normativas y decretosley para que la arena de la orilla playera retornase a su breve gobierno aguijoneado de sombrillas, esterillas, balones de plástico y residuos orgánicos. A tanto llega el celo de aquellos a quienes votamos, que hasta los típicos chiringuitos playeros se han visto obligados a dejar expedito el alfombrado molesto de la arena. Afortunadamente, ahora les permiten mantener su negociado pero a unos metros sobre el suelo, para que la espuma rubia de la cerveza no se mezcle con la cabellera verdiazul del oleaje, y los chiringuitos se trasladan a las azoteas.
Recuerdo mis playas de la infancia, cuando la marea jugaba a encresparme el cabello y desordenarme los castillos de arena. Pero recuerdo aun más mis playas de la adolescencia, cuando pretendía cocinar al fuego lento de su murmullo de chapuzón y alga fresca aquel suculento pedazo de carne que se me antojaba mi acompañante femenina del momento (qué le vamos a hacer, la adolescencia no entiende de sociologías, salvo si entendemos por tal la psicología freudiana del instinto primordial). No pocas de las batallas en que pretendía, un servidor, derrotar a aquella adversaria de cabellera húmeda y salado paladar que suponía su preponderante objeto de deseo, fueron libradas en el chiringuito de turno, cuando la mar ya hacía costra en la piel y el sol acudía al hamman silencioso del horizonte. Desde el chiringuito, quiero decir, contemplábamos el ocaso y silenciábamos el deseo, como si anduviésemos asistiendo estupefactos a su inauguración.
Todos tenemos una playa. Una playa en que acariciamos senderos de sal como piel de hombro bronceado, en que ahogamos los labios al ritmo de palabras que eran metáfora de la marea cercana, en que perdimos, entre la floresta acuática del oleaje, virginidades absurdas como trajes de primera comunión, en cuya arena pretendimos dibujar silencios con nombre de mujer, en que abrazamos el suspiro último del sol poniente como hicimos con el del abuelo perdido en el poniente de tubos y goteos del hospital, en que manos ajenas decidieron iniciar la navegación de nuestras vidas con la maestría de recortable de aquel barco de pescadores que ofendía la simetría marina del atardecer...
Pero olvidamos, en demasiadas ocasiones, que toda playa tiene un cielo que la acuna y, de vez en cuando, deberíamos alzar la vista a su majestuosidad de aguacero trotamundos. Sólo así, comprenderemos que lejos, donde el horizonte equivoca su destino bermejo, hay otras playas y otras personas que pasean el sendero voluble de su orilla. Personas con las que podríamos compartir el trago salado de la vida a borbotones. Personas que también contemplan, en otra playa, un cielo trufado de sueños y melancolías. Personas a las que, aun estando en otra playa, podríamos sentir que acariciamos/miramos/hablamos aquí, en la nuestra.
Yo, personalmente, doy gracias al chiringuito, a cuya sombra comprendí, algún atardecer, que no hay playa sin el vestido de cielo atardecido que la viste de princesa.
Así que, en estos tiempos de descalificaciones hacia los poderes establecidos, aplaudo la clarividencia de esos gobernantes que han decidido subir el chiringuito a la azotea. Sólo así podrán contemplar, sus clientes, el cielo y olvidar por un instante la marea que se marea a sus pies. Sólo así podrán encontrar la mirada de aquel otro que, tal vez en la otra punta del mundo, se asoma al horizonte buscando encontrar de frente nuestras pupilas perdidas en melancolía, para embadurnarlas de esperanza y vida... o viceversa.
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