Se han atiborrado los medios informativos, estos días, de las apocalípticas soflamas proferidas por los voceros del desastre.
A nadie que no haya permanecido absorto en el submundo de enfrentamientos, gestas, orgullos y derrotas balompédicas, se le ha escapado la noticia del "fallecimiento" del ex-gobernante egipcio Hosni Mubarak.
Nada objetivamente nefasto para el correcto desarrollo de los democráticos tiempos actuales. Claro que, a la citada defunción, ha seguido de inmediato el fulgurante ascenso al poder de los Hermanos Musulmanes, en la patria de los extintos faraones.
Ya está servido el pánico en los impolutos platos de la mesa occidental.
Paseando por una callejuela de la vetusta e inmortal Marraquech, a punto estuve, hace unos días, de ver mi testa coronada por la vertiginosa caída libre de una groseramente gruesa naranja. Pueblan dicha ciudad reventones naranjos que germinan sin descanso los dulces frutos que se convertirán en rico jugo, al poco, en muchos de los numerosos tenderetes que ofertan zumo de naranja durante las asfixiantes horas que agrietan la plaza de Xmáa-El-Fna.
Podría yo haber recordado al insigne Isaac Newton, haber reflexionado sobre las dictatoriales leyes físicas que gobiernan el planeta. Pero, disculpen mi ineptitud, yo es que soy de Letras y por tanto, dejando de lado la jurisprudencia exacta de los números, me limité a pensar, amén de en la peligrosidad del pesado suicidio de la citada naranja, en la irremediable caída de los distintos dictadores que a diario extraen el jugo a sus respectivos gobernados. Cierto. En el transcurso del número de días que habitualmente configuran un año completo, ya contempla la Historia una jugosa recolecta de tiranos caídos en desgracia.
El dulce elixir que los tenderos de Xmáa-El-Fna extraerán de frutas como la que a punto estuvo de añadir mayor desorientación a mi desorientado paseo, o sea, naranjas como la que yo pensé caía por su propio peso, será refrescante néctar destinado a calmar los rigores atmosféricos provocados por el cercano desierto del Sahara. De quien libe tal néctar depende apreciar o no los dones que aún nos ofrenda Madre Natura.
A los distintos contertulios que se apenan pensando en todos aquellos que, con su clamor y rebeldía reventando los perímetros de la Plaza Tarhir de El Cairo, provocaron la caída del dictador, les vendría bien emplear la lógica del iletrado, y pensar que el antaño procaz gobernante quizás, como las naranajas, cayó por su propio peso. De su declive surgen frutos que todos los egipcios, sin exclusión, tienen derecho a gozar. De cada uno de ellos dependerá el mayor o menor aprovechamiento del zumo de fenecida dictadura que humedece hoy las baldosas y el asfalto de la nación. No deberíamos negar de antemano, a ninguno de esos rejuvenecidos ciudadanos, su derecho a hacer el uso que consideren oportuno de este jugo de libertad que ha comenzado a brotar.
Sean kilogramos o leyes físicas las causas del cambio, el asunto, a día de hoy, no reviste mayor gravedad que la que decidamos asignarle. Será el futuro quien deba determinar si los nuevos frutos de este naranjo político han de caer, también, por su propio peso.
Me limitaré a no opinar, tomar asiento en una terraza, pedir un refrescante zumo, e intentar averiguar por qué en Marruecos las naranjas siguen sabiendo a naranjas.
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