Se reúnen en el viaje interrumpido del andén del Metro, a la espera del vagón metálico que preserve sus fuerzas menguadas hasta llegar al hogar, las razas del extrarradio. Colorean la piel de la noche con el ébano que les tatúa las costuras de la sonrisa. Razas fieras y trabajadoras que afilan su opaca sonrisa al calor de una hoguera de rechazo y miedo. Deshacen las horas del domingo, pasadas entre compañeros, amigos, oriundos como ellos de los terruños expoliados de América, de los vergeles expropiados de África. Doblan en dos y recogen, decía, los minutos del día libre, cuando éste ya ha sido quemado entre carcajadas y alcoholes, danzas, cánticos y abrazos, los guardan en su bolsillo de nostalgia y cansancio, y aguardan la llegada del Metro, en el andén, cabizbajos, soñolientos.
Son la piel que abotona el babero de nuestros hijos y recopila en la cocina los desperdicios de nuestro festín. Razas del extrarradio, nacidas a la sombra de los rascacielos del progreso, crecidas allende los mares, naufragadas en la costa infecta de Bolsas e hipotecas, aquí, tan cerca, en las barriadas ocultas de la Gran Metrópoli.
Paseaba Francisco Umbral las pensiones de café aguado y dictatorial patrona, mediado el pasado siglo, con la intención única de poder asomar el teclado de su máquina de escribir al despertar de azoteas y ropa tendida de los cielos inversos de un Madrid en ruinas.
Abandonó, el autor, una periferia de vecindades cercanas y horizontes desocupados, para instalarse en la ciudad de miradas hurañas y confines perplejos ante el asedio inmisericorde de breves rascacielos y densas humaredas de futura polución. Pretendía únicamente acometer la capital para ganar el sustento, instalar en el desierto de asfalto su jaima de verbo y metáfora, hacerse un nombre que no era el suyo sólo por desaparecer un pasado de hambre y juventud inconclusa.
Los pasillos de la pensión se inundaban de lírica sinfonía de letras, las que con acordes de futuro, brotaban de la garganta mecánica de su vieja Olivetti. Y su gloriosa testa, desbordaba de incipientes calvicies, canas egregias y volúmenes callados que iban tomando forma a la sombra falsa de una bombilla huérfana, en la escueta habitación de una casa de huéspedes sumergida en naftalina.
Mucho y magistralmente relató Umbral los peligrosos entresijos del miedo, las sucias entrañas del rechazo, cuando joven, recién llegado a Madrid de los cielos asustados de cruz y campana parroquial de una pequeña ciudad de provincias. Madrid era la libertad y el gozo, la velocidad y el ayuno, el exceso y la promesa. Pero también la retaguardia del miedo, la contradictoria barricada de la censura y el progreso. A fuerza de pretender su avance, negaba, Madrid, su abrazo a las razas oscuras de aldea y pan negro que llegaban a instalarse en sus pensiones, esperanzadas por hacer de su vida una danza de felicidad ignorante y crujiente billete.
Cuánto batalló el poeta, el autor, para que el polifónico canto de su Olivetti maltratada tomase asiento en los oídos de los egregios escritores que frecuentaban el Café Gijón y las redacciones periodísticas de la capital. Pero nunca olvidó sus inicios de pantalón corto y juventud perdida, a la sombra de un chopo, en algún sendero oxidado a la sombra incendiada del páramo castellano.
Así, hoy, igual, los inmigrantes que anegan el perfil doliente en que la Gran Ciudad se desdibuja, en las barriadas del miedo, en los confines del hambre. Por eso es que se reúnen al calor de la tarde dominguera, en cualquier parque o calleja olvidada, a ralentizar su vejez con el falso antídoto del trago que, más que ahogar las penas, las sitúa en crestas de olas que, tarde o temprano, inundarán las costas famélicas de nuestra civilización. Por eso y por rememorar infancias lejanas a la sombra de un macizo andino o al calor de una hogera sahariana, que a cada día transcurrido parecen más leyenda que realidad perdida.
Ha pasado el domigo. Los hay que regresan a casa, bamboleándose al ritmo de la borrachera y el llanto. Otros inauguran el silencio que se instalará en sus vidas durante los siguientes seis días.
Oscura piel húmeda de callados secretos, dermis azteca, tez bantú, migración silenciada que mañana acudirá de nuevo al trabajo, si aún lo conserva, en manada de números no contabilizados. ¡Cuánta poesía no habitará su flujo sanguíneo!, ¡cuántas metáforas perdidas ante la intransigencia de quienes nunca les dejaremos ser poetas! Somos la patrona de una pensión de miedo y silencio y, cual beatos feligreses decimonónicos, seguimos negando el origen de las especies.
Son la piel que abotona el babero de nuestros hijos y recopila en la cocina los desperdicios de nuestro festín. Razas del extrarradio, nacidas a la sombra de los rascacielos del progreso, crecidas allende los mares, naufragadas en la costa infecta de Bolsas e hipotecas, aquí, tan cerca, en las barriadas ocultas de la Gran Metrópoli.
Paseaba Francisco Umbral las pensiones de café aguado y dictatorial patrona, mediado el pasado siglo, con la intención única de poder asomar el teclado de su máquina de escribir al despertar de azoteas y ropa tendida de los cielos inversos de un Madrid en ruinas.
Abandonó, el autor, una periferia de vecindades cercanas y horizontes desocupados, para instalarse en la ciudad de miradas hurañas y confines perplejos ante el asedio inmisericorde de breves rascacielos y densas humaredas de futura polución. Pretendía únicamente acometer la capital para ganar el sustento, instalar en el desierto de asfalto su jaima de verbo y metáfora, hacerse un nombre que no era el suyo sólo por desaparecer un pasado de hambre y juventud inconclusa.
Francisco Umbral (cortesía de "la red") |
Mucho y magistralmente relató Umbral los peligrosos entresijos del miedo, las sucias entrañas del rechazo, cuando joven, recién llegado a Madrid de los cielos asustados de cruz y campana parroquial de una pequeña ciudad de provincias. Madrid era la libertad y el gozo, la velocidad y el ayuno, el exceso y la promesa. Pero también la retaguardia del miedo, la contradictoria barricada de la censura y el progreso. A fuerza de pretender su avance, negaba, Madrid, su abrazo a las razas oscuras de aldea y pan negro que llegaban a instalarse en sus pensiones, esperanzadas por hacer de su vida una danza de felicidad ignorante y crujiente billete.
Cuánto batalló el poeta, el autor, para que el polifónico canto de su Olivetti maltratada tomase asiento en los oídos de los egregios escritores que frecuentaban el Café Gijón y las redacciones periodísticas de la capital. Pero nunca olvidó sus inicios de pantalón corto y juventud perdida, a la sombra de un chopo, en algún sendero oxidado a la sombra incendiada del páramo castellano.
Así, hoy, igual, los inmigrantes que anegan el perfil doliente en que la Gran Ciudad se desdibuja, en las barriadas del miedo, en los confines del hambre. Por eso es que se reúnen al calor de la tarde dominguera, en cualquier parque o calleja olvidada, a ralentizar su vejez con el falso antídoto del trago que, más que ahogar las penas, las sitúa en crestas de olas que, tarde o temprano, inundarán las costas famélicas de nuestra civilización. Por eso y por rememorar infancias lejanas a la sombra de un macizo andino o al calor de una hogera sahariana, que a cada día transcurrido parecen más leyenda que realidad perdida.
Ha pasado el domigo. Los hay que regresan a casa, bamboleándose al ritmo de la borrachera y el llanto. Otros inauguran el silencio que se instalará en sus vidas durante los siguientes seis días.
Oscura piel húmeda de callados secretos, dermis azteca, tez bantú, migración silenciada que mañana acudirá de nuevo al trabajo, si aún lo conserva, en manada de números no contabilizados. ¡Cuánta poesía no habitará su flujo sanguíneo!, ¡cuántas metáforas perdidas ante la intransigencia de quienes nunca les dejaremos ser poetas! Somos la patrona de una pensión de miedo y silencio y, cual beatos feligreses decimonónicos, seguimos negando el origen de las especies.
El ultimo párrafo es pura poesía urbana... Una vez mas enhorabuena!
ResponderEliminarDisfruto como siempre cada palabra, cada línea, admiro profundamente tu forma de conducir el corazón y la cabeza, a través de tu visión compartida del mundo, recreando en cada historia que viertes, en una historia completa e inconclusa a la vez que nos hace desear más.
ResponderEliminar¡¡felicidades!!!