Sucede que en un pequeño pueblo
del oriente de la península ibérica, ante las mordaces mordidas de la crisis
ecónomica, pergeñaron un singular proyecto destinado a cubrir las deudas
municipales.
Y resulta que el citado proyecto
consiste, ni más ni menos, en dedicar extensos terrenos de cultivo a la plantación
de marihuana. Por supuesto, los beneficios económicos se esperan con la
posterior recolecta y comercialización de los cogollos más tiernos de tan
tierno vegetal.
Como era de suponer, en tromba
salieron las autoritarias autoridades estatales para denunciar lo inmoral del
propósito, independientemente de que éste podría convertirse, para no pocos de
los habitantes del citado municipio, en la única oportunidad de no caer en la
indigencia. De cajón: de llevar a buen término sus planes, correrían el riesgo,
los vecinos, de dilapidar los billetes de 100€ encanutando picadura de
cannabis, para mejor comprender el mundo que les rodea, o para ausentarse del
mismo durante unos instantes.
Fue en Marsella, hace algunos
años, cuando aún el fúnebre manto de la crisis económica no cubría las vetustas
aceras de esta decadente Europa, que decidieron los artistas del más
multicultural de sus barrios empapelar las desvencijadas paredes con
fotografías de gran tamaño de inmigrantes, retratados en su original hábitat. Esto es, que en
la barriada que dicha ciudad destina a la inmigración y la miseria, cercenada
por la desidia de las autoridades locales, decidieron autoafirmarse aquellos
que vienen de lejos para enardecer de color y otredad los temblorosos pilares
de la igualitaria sociedad francesa.
No debió gustar a las autoridades
tamaña exhibición de identidad, y decidieron arrancar las fotografías. La razón
aducida: las instantáneas ensucian las paredes, y es inmoral echar por tierra
el esfuerzo de los operarios municipales por proporcionar lustroso aspecto a
las calles de la ciudad.
Llamó mi atención el hecho de que nada dijesen, las autoridades, de la inmoralidad del hambre y la escasez de medios reinante entre los
habitantes del citado barrio (magrebíes y subsaharianos en su mayoría), ni del patente descuido con que en éste se llevaban a cabo las labores
de limpieza. Por su parte, los citados ciudadanos (de segunda, pero ciudadanos al fin) defendían su derecho a mostrar, en los muros y tapias entre los que pasean a diario, imágenes llegadas de sus lugares de origen, retratos de compatriotas o amigos que no pudieron cumplimentar la aventura de alcanzar esta Tierra Prometida que imaginaban nuestra vieja Europa. Amén del orgullo que podría producirles, no querían obviar el hecho de que convertir las calles en un remedo de galería de arte al aire libre, les proporcionaría, de seguro, inesperados ingresos por la llegada al barrio de turistas, e incluso amantes del arte fotográfico, venidos de otras zonas más aseadas de la ciudad.
Igual en este pequeño pueblo hispano del que comenzamos hablando. Las autoridades ignoran la miseria del galopante desempleo, para mejor preservar las buenas y sanas costumbres y no convertir la zona en un gran fumadero de cannabis público. Debemos comprender que un pueblo que se entrega al vicio es un pueblo que no prospera, y que los únicos vicios permitidos deben ser aquellos a los que, en la cueva high-tech de sus despachos, deseen entregarse quienes nunca verán peligrar sus economías. Existe el riesgo de que también utilicen billetes de 100€ para mejor depositar en sus fosas nasales sustancias ilícitas, pero dudo que lleguen a prenderles fuego tras hacerse con ellos un canuto.
No se si fumaran hierba nuestros gobernantes como tampoco se si son demasiado estúpidos o unos listillos...
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