Me asomo al abismo desde el teleférico que surca las cúpulas del cielo en su trayecto de ida y vuelta sobre la ciudad de La Paz. Munay esparce su jolgorio niño como quien confecciona bombas de racimo con las nubes. Desde arriba, ya casi alcanzando las planicies de El Alto, imagino a Robert Plant aullando whole lotta love. Led Zeppelin, el martillo de los dioses. El mismo que pareciese haber descargado su último golpe contra el altiplano para forjar en revés las miles de vidas que pululan lo hondo de esa abismal herida en la tierra que supone La Paz. Quien no se ha asomado al abismo no llegará a comprender, jamás, el sentido que pueda tener la vida. Quien no lo ha habitado saldrá de esta ileso, pero sin haber vivido.
Días de acantilado y memorias de despeñadero para un futuro incierto. Días de hacerse torniquete con trapos de saliva huérfana, de suturarse llagas con briznas de esperma tartamuda. Días de desaparecer hacia dentro sólo para descubrir el vértigo, y sacar a pasear al antropoide que cantaba Umbral en su Mortal y rosa. Asimilo que me habita un antropoide que, con el paso de los años, se enseñorea de mis placeres, mis sueños y mis días. Un antropoide dispuesto a golpear en la sien a la mujer que logre desaparecer, con un juego de manos que ya quisiera el más exquisito mago, a todo el género femenino. Manos afiladas en uñas que uno necesita roturándole surcos en la piel. ¿Dónde la sangre? Contemplo mi pecho y me horroriza descubrirlo intacto. Así que paseo con Munay un verano apócrifo y un Madrid infartado de turismos zafios y paellas de saldo. A ver si logra, de nuevo, reventar de fiesta y balbuceo los ecos del acantilado. Y es que Munay golpea más fuerte que los Zeppelin, aunque su tronar no sea tan bravo.
Todo esto, claro, no se lo explico a Munay, que aunque vivaz y despierto aún tiene por delante una vida en que su antropoide permanecerá enclaustrado tomándose el tiempo necesario para imponer su reinado. Por eso paseamos Madrid rodeados de muertos baleados por un granizo de verano tullido e inexacto, y buscamos al antropoide en exposiciones bizarras, por orientales, y jugamos con orientales palillos a devorar pescado crudo. Cuidado, ¡qué viene el antropoide!, le digo tras naufragar en mi paladar un pedazo de salmón muerto. No lo entiende, y el sushi no es de su gusto, y está bien que así sea. Mientras, los dioses han decidido dar un martillazo al cielo, y se desangra en cartas de amor el vientre de esa hembra que es el firmamento. Cartas de amor que sollozan un aluvión de humedades que bien podrían portar, calle Atocha abajo, todo un murmullo de peces que puedan dar a la mar. Crudos, pero aún vivos.
Sale el sol, de nuevo, y caminamos calles como quien surca vertederos. Los turistas ejecutan selfies y se emborrachan a la vereda de erbianbis que antaño sólo contuviesen ebriedades de ancianidad y soledades mundanas, y un yonqui sin plata se retuerce en una esquina soñándose víctima de sobredosis. Munay agarra mi mano y yo le pido que la apriete más fuerte, porque tengo miedo. Él me pregunta qué me aterra y yo le respondo que pensar que se me pueda morir el antropoide, pensar cuánto tiempo podré soportar el mono. Él no lo entiende. Suena contradictorio. También le explico que temo la hondonada abismal de La Paz, donde florecen monedas que se beberán de mala manera muchos de los que habitan El Alto. Y para poder soportar el mono le narro una vez más aquellos viajes que no puede recordar, aquellos trayectos en el teleférico que recorre los cielos para enfurecer a los dioses forzándoles a descargar torrencial lluvia de miserias sobre los habitantes de una ciudad que no logra conciliar el sueño. Tan cerca están las estrellas, tan abajo y tan profundo, en plural, los sueños. La Paz, creo que ya lo dejé escrito, es la única ciudad en que lo que debería ser sur, por más profundo, lo habitan ciudadanos de billete fácil y juerga meditada, mientras que lo que debería ser norte, por más elevado, mastica los pies de quienes se mastican jornadas hechas sólo de hambre.
Logramos derrotar el calor y regresamos a casa para encogernos frente a la enorme vacuidad del ventilador. Dejamos que cante Neil Young, que se desperdiguen sus palabras como asesinatos en serie bajo la tienda de campaña con que hemos ninguneado el salón. «Words», en su versión de 15 minutos. Munay prefería «Alaska», pero ya le explico que no está lejos de Canadá y que si escucha a Neil comprenderá que algún día podrá desaparecer como Greta Garbo y mudarse a ese poblado inventado que tanto le gusta. Y yo, también contigo, que regresas a casa demasiado acalorada. Necesitas una ducha. Mi antropoide reclama tu sudor. ¿Cómo solventamos, amor, tal disquisición?
si muere el deseo muere el latigazo que va de la ingle a la sien desnuda, ese que da sentido al sinsentido, ese que todo lo puede
ResponderEliminarCuerpo extendido al vacío , 22.39 . Exquisito en tu palabra.
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