Ayer fue día festivo para muchos nacionales, quizás no tantos como todos desearíamos. Fue jornada de alegría (y coma etílico, en algún caso) para todos aquellos a que la varita mágica de la fortuna quiso revestir con su cálido manto de sueños. O sea, que a más de uno le tocó la lotería de Navidad, y aún anda festejando, entre algarabía de petardos y torrentera de cava.
El caso es que el despliegue de alegría y emociones desatadas, con que las televisiones invadían ayer nuestra mísera intimidad, consiguió que una sombra de lágrima asomara a mi rostro. Lágrima feliz, lágrima entusiasta, salina cucharada de alborozo redecorando mi faz. Cantan, beben, gritan, saltan los afortunados y yo...derramo felices sucedáneos de lágrima. Pregunta retórica: ¿me estaré haciendo viejo?
Quiero suponer que la manifestación sincera de la felicidad nos hace vulnerables, y olvidamos la condición, el carácter, signo político y condición sexual de los favorecidos por la Diosa Fortuna, siempre y cuando éstos hagan pública manifestación de su dicha. En una país de plañideras extasiadas ante la fatalidad del prójimo con la excusa de "puedes llorar en mi hombro, faltaría más, para eso están los amigos", satisface reconocer, de tanto en tanto, que no es tan difícil, ni tan trágico, congratularse del júbilo ajeno.
De entre las imágenes e historias que los noticiarios traen a nuestra mesa, a la hora de la comida, me quedo con el deseo formulado, en torpes papel y caligrafía, por un niño que pide a sus padres, caso de ser agraciados con alguno de los premios, que le regalen un dinosaurio. Confío en que, ocurra lo que ocurra, no cometan dichos padres el disparate de gratificar al niño con un saurio de peluche, o uno de esos de plástico homologado que emiten sonidos metálicos cuando les aprietas la cola. Que no traicionen los sueños de ese niño poeta.
También hacen nido en mí, ya para siempre, las palabras de una octogenaria asistente al sorteo que, embelesada por el rostro de una de las chicas que han "cantado" alguno de los premios (no sé cuál, no presto atención a las cantidades económicas), proclama en alta voz y repetidas ocasiones "mírala, ¡qué carita!, parece un ángel". La carita de que habla la anciana lleva labrados en sus párpados y en su sonrisa siglos de piedra y doloroso expolio. Es un rostro de indígena andina. Facciones acentuadas por el gélido genoma del altiplano. Rasgos de diosa inca. Ayer la miraban con desprecio, y la señalaban al pasar, susurrando torpes epítetos que se pretenden ingeniosos (machu pichu, panchito, payopony, y en este plan).
Derramo, ahora sí, una lágrima, soñando que esa indígena es hoy el ángel que, en vez de venir a nuestro mísero terruño a robarnos el trabajo e imponer sus incivilizadas costumbres, puede que haya acudido sólo en ayuda de cientos de personas cuya economía comenzaba ya a flaquear. O aún mejor, quizás sea el ángel infantil y agreste que venga, desde tierras lejanas y feroces, a depositar entre los brazos de ese otro niño un dinosaurio real, no de juguete, un dinosaurio extirpado (en esta ocasión con cariño) de sus primitivos pastos andinos.
Ya digo, me alegro por los beneficiados en la tómbola de la suerte. Me estoy viniendo viejo.
Uff.. No sé si logro llegar a todo lo que tus palabras quieren decir.. pero ni qué decir tiene de la acertada elección que veo en ellas, de la profundidad de cada lágrima camuflada en la edad.. Me ha gustado mucho.. Marta
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